Hace exactamente un año que dejó de existir el gran escritor arequipeño Edmundo de los Ríos, un escritor poco difundido y por ello casi desconocido en el país. Sólo nos dejó un gran libro publicado: Los juegos verdaderos, y según consta en su biografía, otros dos libros aún inéditos. Ojala, y como un merecido reconocimiento, —el mismo que debe constituirlo como uno de los pilares de la literatura peruana—, puedan ser desenterradas aquellas páginas —antes de que caigan en el olvido— y de esta manera rescatar a ese gran escritor que fue y que siempre estará vigente. A pesar de algunos.
LA LEYENDA DE EDMUNDO DE LOS RÍOS
Por Oswaldo Chanove:
Edmundo de los Ríos fue uno de esos enigmáticos escritores con una obra excesivamente secreta. Tal vez eso tiñó su destino. Tal vez su terca pesquisa por la palabra exacta que atajaría a los demonios tuvo un costo demasiado alto. A pesar que no lo veía desde hace muchos años yo siempre recordaba el mágico refinamiento de su espíritu, su filoso humor, su entrañable amistad, pero especialmente su prosa innovadora —con una sintaxis sui generis que parecía insatisfecha con las limitaciones del simple castellano—. Por eso cuando otro viejo amigo de los tiempos heroicos me escribió para contarme que Edmundo había muerto supe que los locos caballos colorados cabalgaban ya en otro lado, quien sabe en qué coordenada del infinito. La historia empezó hace muchos años cuando —sólo un adolescente— Edmundo se enroló como cronista en un importante diario nacional. El siguiente paso fue saltar a la escalerilla de un avión que lo dejó en México. Allí, en la inmensa capital Azteca, se entregó con fervor a aporrear su vieja underwood. El resultado fue un importante lauro otorgado por la antiguamente prestigiosa Casa de las Américas. Al publicarse, la obra fue saludada por Juan Rulfo como “el inicio de la literatura de la revolución”. Edmundo de los Ríos tenía en ese momento poco más de veinte años y no sabía que el temprano esplendor de su vida pública iba a ser terriblemente breve. Eso, para los adictos a la celebridad suele ser una tragedia, pero no para Edmundo, que siempre fue un tipo extraño, una especie de monje de una iglesia impar. De ahí su extraña sensibilidad, de ahí su facilidad para el delirio sagrado.
Cuando lo conocí Edmundo de los Ríos vivía en un santuario enclavado en Vallecito. Era una pequeña habitación repleta de objetos fascinantes recogidos aquí y allá. Íconos fragmentados pero aún sacrosantos. Restos ínfimos pero preciosos de culturas que lucharon inútilmente contra el imperio de los quechuas (antes de que estos lucharan inútilmente contra el imperio de los Borbones). Todo disperso entre admirables ediciones de sujetos como Rilke, Borges, o Filisberto Hernández. Conservaba además —quien sabe por qué, quien sabe cómo— la calavera de un supuesto antepasado suyo. Pero la joya de su colección era sin duda alguna la llave de la catedral. Y es que Edmundo de los Ríos amaba todo lo bendecido por una antigua belleza. Y una mañana de julio, mientras transitaba muy temprano por la plaza de armas de Arequipa, una corazonada o algo equivalente lo impulsó a dirigirse en diagonal hacia el atrio de la catedral. Puntual como una flecha. Y entonces sus pequeños y brillantes ojos tan oscuros enfocaron con precisión aquel inesperado objetivo. Su corazón, no más grande que el puño de su mano derecha, latió con inusitada violencia. Tal vez se contemplaba a sí mismo observando aquel objeto. Tal vez se asombraba por el extraño curso de los acontecimientos. Tal vez se preguntaba qué quería Dios. El asunto es que con un movimiento lleno de gracia arrancó la arcaica y enorme llave del viejo portón y la escondió en el fondo de su largo gabán. Y se dirigió a su casa iluminado por una enorme sonrisa. Parecía haber olvidado incluso que no hay llave que abra el paraíso en este viejo valle de lágrimas.
Fuente: Crónica del instante
FINAL DEL JUEGO: EDMUNDO DE LOS RÍOS (1944-2008) ADIÓS A UN ESCRITOR PERUANO
Por Guillermo Niño de Guzmán
“¿Será que ese arder muchas veces sin sentido es el pago al genio? Alfonso de Silva fue una tea fulgurante. Y en ese mismo fuego se consumió César Vallejo, y en el mismo —con camisa colorada, como quiere Vargas Llosa— sucumbió Carlos Oquendo de Amat, por mencionar solamente a dos poetas peruanos, geniales y trágicos”.
Estas palabras corresponden al escritor arequipeño Edmundo de los Ríos y, si las evoco ahora, ello se debe a que él también ardió en esa pira a la que parecen estar condenados los artistas genuinos e incorruptibles. Cuando la entrañable Teresina Muñoz Nájar, su esposa durante tantos años, me dijo que Edmundo había muerto (el 11 de mayo último), sentí una tremenda congoja. Es verdad que nos veíamos tarde, mal y nunca, pero había entre nosotros una inexplicable complicidad. La última vez que lo vi fue, de casualidad, en la antigua bodega Piselli de Barranco, hará uno o dos años. Allí estaba él, flaco, desgarbado, con sus anteojos empañados, sus mostachos largos y descuidados, algo canoso quizá, pero con su mirada limpia y amable, la misma que tenía el muchacho que conocí en Arequipa hace ya más de treinta años, junto a otros nobles letraheridos como José Ruiz Rosas, su hijo Alonso, Misael Ramos, Oswaldo Chanove y Omar Aramayo. Todos eran poetas, salvo Edmundo, a quien sus compañeros admiraban por haber escrito, con apenas 23 años, una novela que irradiaba un raro esplendor y que se había convertido en una obra de culto.
Me refiero, desde luego, a Los juegos verdaderos (¡qué hermoso título!), premiada en 1968 con una mención honrosa en el certamen Casa de las Américas de Cuba, que por entonces contaba con mucho prestigio. Curiosamente, en esa convocatoria, otros dos peruanos también figuraron entre los galardonados: Antonio Cisneros se alzó con el premio de poesía por su Canto ceremonial contra un oso hormiguero, mientras que Alfredo Bryce obtuvo una mención por su primera obra, el libro de cuentos Huerto cerrado.
Además de la edición de Casa de las Américas, el sello Diógenes de México publicó Los juegos verdaderos en febrero de 1968 (en la guarda aparecía un retrato del joven autor con traje y corbata, impecablemente afeitado, y con unos anteojos de marco negro que recordaban a los de Clark Kent). No estoy muy seguro sobre la fecha de su partida del Perú, pero en esa época Edmundo de los Ríos residía en Ciudad de México, donde al parecer consiguió una beca de creación literaria. En cambio, sí tengo plena certeza de que Los juegos verdaderos fue celebrada por el mismísimo Juan Rulfo, quien, pese a su habitual parquedad, no vaciló en declarar que era “la novela que iniciaba la literatura de la revolución en Latinoamérica”.
Y, en efecto, la novela de Edmundo de los Ríos fue pionera al abordar el tema de la guerrilla que, en los convulsos años sesenta, afiebraba las mentes de los jóvenes que, alentados por la utopía de izquierda y el ejemplo de la revolución cubana, pretendían luchar por la liberación de sus pueblos. Lo sorprendente era que, no obstante su escasa experiencia, De los Ríos se las había arreglado para escribir una novela conmovedora, diestramente construida —el relato se desarrollaba en tres planos temporales distintos y empleaba novedosos recursos técnicos— y con una solvencia en el manejo de la prosa que resultaba inusitada para un narrador de su edad.
Pero, ¿qué ocurrió después? Solo sé que al cabo de un tiempo en México, el escritor decidió volver a nuestro país. Impulsado por el éxito de su opera prima (éxito relativo si consideramos que sus ingresos por derechos de autor no fueron proporcionales a los elogios que le dispensara la crítica), se dedicó a escribir con ahínco y terminó dos novelas: Los locos caballos colorados y El mutilado ecuestre. Sin embargo, el reconocimiento del que había gozado en el extranjero le fue esquivo en el Perú. ¿Se debió ello a la incomprensión y miopía del medio literario local o, simplemente, a una insobornable racha de mala suerte? Visto su caso en retrospectiva, daría la impresión de que la precocidad le pasó a la larga una enorme factura, imposible de saldar. Edmundo de los Ríos presentó sus novelas a algunos concursos en los que, por esos azares del destino, siempre quedaban como finalistas, aunque sin posibilidades de publicación.
Sospecho que las constantes frustraciones debieron mermar su estabilidad emocional y acabaron por resquebrajar su espíritu. El novelista vivió varios infiernos, incluida la pasión amorosa a la que se entregó hasta las últimas consecuencias y que le supuso el rechazo de una casta social prepotente y estúpida de su ciudad natal. A pesar de todo, Edmundo de los Ríos persistió y continuó escribiendo, lleno de ruido y furia. Era un perfeccionista y sabía, como Truman Capote, que existía una diferencia entre escribir bien y el verdadero arte. Trabajó varios años como cronista en la revista Caretas, bajo el asalto constante de imprevisibles ráfagas de dulzura y de amargura.
Una noche, harto de tantos naufragios y reveses, subió al último piso del edificio donde vivía y arrojó al viento los cientos de papeles que conformaban el único ejemplar de la novela que venía trabajando y con la que lidiaba obsesivamente, a la vez que enfrentaba la precariedad económica y al demonio de la dipsomanía.
Deténganse por un instante, atribulado lector, en esa imagen de feroz incandescencia: ¡miles de palabras convertidas de pronto en una bandada de cometas blancas que vuelan libremente hacia el infinito, en medio de la oscuridad de la noche! Solo Edmundo de los Ríos era capaz de inmolarse con un gesto tan desesperado, aunque rebosante de una invencible, pura y loca belleza.
Fuente: Diario El Comercio. La imagen es de Caretas.
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