16.3.15

SOPOR: UN CUENTO DE LUIS FELIPE JARA


A Luis Felipe Jara lo conocí hace ya varios años, allá por el 2000-2001, cuando aún se deslizaba en el pequeño patio de la Escuela de Literatura en la UNSA. Fue Áxel Porras quién me lo presentó y horas después, esa misma tarde, terminamos bebiendo unas cervezas en el ya entrañable bar “La Piscina” del ahora enrejado parque universitario. Tiempo después, Felipe decidió abandonar los estudios y dedicarse a construir juguetes de madera los cuáles los vendía en el by pass de la Av. Ejército. Luego despareció y volvió a aparecer conduciendo una moto por aquí y por allá. Siempre estuve al tanto de su creación cuentística, y aunque ahora niega que siga en el ejercicio, de él (alias Pepino caracol) tengo guardados una colección de cuatro excelentes cuentos. Y aquí va uno de ellos. Espero no me demande por publicarlo.


SOPOR

Pero quizá sólo tengo que volver, para poder encontrarla de nuevo en el sopor extenuante en el que se sumerge la ciudad a eso de las dos de la tarde, cuando el sol, en plena intensidad, reflejándose en los edificios de sillar, hacía que al mirarnos nos invadiera esa melancolía de juventud, la sensación de lejanía y cómplice soledad. Quizá sólo regresando pueda volver a ser el estudiante de literatura que trabajaba por las mañanas mezclando azufre y carbón en el taller pirotécnico de mi tío, para ganar esos soles con los que sonriente la esperaba a la salida de la escuela de arte Baca Flor, rezando porque ella tuviera ganas de zambullirse conmigo en el calor soporífero de la calle, y terminar la tarde en un café presumiéndole de que yo sólo tendría que escribir un cuento para ser un escritor, y hasta famoso, por un día.

Pero tiene que estar relacionado con las tradiciones y leyendas de Arequipa, así lo estipulan las bases —le explicaba, y ella sonreía. ¡Cómo sonreía!

Y porqué no escribes sobre el palo seco que está en Santa Catalina, plantado por Sor Ana de los Ángeles, del que dicen que cuando florezca, pum, se acaba la ciudad para siempre.

No, qué feo, ¿no tienes otras ideas?

Ah, ya sé, escribe sobre la Mónica, la muerta esa, que vive en el cementerio y que sale de noche para llevarse a los chicos.

No, ¿estás loca?, ¡qué miedo! ¿Y si se enoja y... me lleva?

No, tarado, sólo se lleva a los chicos guapos volvía a sonreír—.Todos los poetas, son unos tarados, y han tejido notas para regalarme la marcha nupcial”, —cantaba.

Y tú, pretenciosa, guardas tus azahares para regalarte a los forasteros que están por llegar”, —le respondía, muerto de risa.

Y luego, nunca después de medianoche, vueltas y más vueltas por el cementerio general (en la moto recontramisia que me vendió mi primo), para encontrar tema de composición literaria, claro; pero no tantas vueltas porque daba miedo. Esas noches imaginaba que acompañado por Carmen Luisa, así se llamaba, no sentiría el mínimo temor, sintiendo sus manos rodeando mi pancita y apretándome cada vez que la moto describiera una curva, yo hubiese recorrido las inmediaciones del cementerio pasada la medianoche, y aún más, hubiese entrado, de su mano, claro; hasta dar con esa condenada, condenada Mónica, para hacerle, eso sí, una entrevista sensacional que me diera tema suficiente para ganar el concurso de cuentos y ser un escritor de verdad, aunque sea por un día, para ella, para Carmen.

Esperar a ver mi cuento publicado en el diario, y esperar a tener suficientes soles, y esperar a no tener ganas de ir una tarde a la universidad, y esperar, aún más, a que a Carmen le diera la gana de pasarse la tarde sin almorzar en su casa, para pasarla conversando conmigo, vagando por la ciudad. Porque ella estudiaba arte: pintura, escultura, esas cositas —no sé si ya se los dije. Yo estudiaba literatura —eso sí ya se los dije, ¿verdad?—. Porque una ciudad con pretensiones turísticas requería personajes pintorescos, y personajes más pintorescos aún, dispuestos a pintarlos. Y en las mañanas yo trabajaba en el taller pirotécnico de mi tío —eso sí ya se los dije, estoy seguro. Pero no ganaba mucho, pues eran tiempos malos en que los fuegos pirotécnicos se devaluaron a más no poder, y a los artesanos que los hacíamos se nos miraba como a bestias irresponsables; porque una noche de catorce de agosto una bombarda dio con un cable de alta tensión en el Puente Grau, y los arequipeños, no me quiero acordar, celebramos nuestro aniversario con más de una treintena de involuntarios sacrificios humanos. La culpa… de los pirotécnicos. Pero fue sin querer… Digo, ¿no?

Y los días que pasaban… Y el tiempo, barrendero de ilusiones (ay, qué bonito), nos bombardeaba con ráfagas de ausencia.

Y, riiinggg…

Buenas tardes, me haría el favor de comunicarme con Carmen.

La señorita Carmen Luisa no está, ha salido con el joven Pedrito.

¿Pedrito…? ¿Ah, sí…?; y, ¿quién es ese huevón?

Riiinggg…

Buenas tardes, me haría el favor de comunicarme con Carmen.

Mira, chico, Carmencita no está, y ya sé que eres tú el que llama para decir groserías. Haz el favor de no volver a llamar.

No, señora… se equivoca… ¿groserías, yo? Pero si yo nunca digo groserías… tal vez fue… Pedrito… Sí, ese Pedrito, ese huevón.

Porque recién ahora he entendido que los mitos y misterios de Arequipa, son los mismos mitos y misterios de cualquier otra ciudad, y que no hay cosa más mitológica ni más misteriosa que el amor, y que esas mismas Mónicas y las mismas Carmencitas, en Arequipa y en la China, se seguirán repitiendo en todos los idiomas, en todas las latitudes y en todos los tiempos, en una cruzada despiadada y vertiginosa que terminará por enloquecer de amor a todos los tarados de este planeta.

Pues en realidad, yo la conocía y la quería desde que teníamos trece años, por la más sólida e irrefutable razón que se puede articular en lenguaje mistiano: Porque sí. Y ella nunca me aceptó formalmente por una razón análoga. Y es que ¡Maldita sea! Qué culpa tendría yo de que mi nacionalísimo colegio: El poderoso, glorioso, antisísmico y dos veces campeón nacional de fútbol, Honorio Delgado Espinoza, quedara justo frente a su muy privado, primoroso y rosado colegio, Sagrado Corazón Sophianum.

…Más de una noche, desde los barandales del café del búho, vimos a la luna esconderse detrás de una de las torres de la catedral; torre que según los noticieros fue derrumbada por el último terremoto, pero eso tiene que ser falso: porque una torre (y todavía con campanas), detrás de la que se ocultaba la luna, no puede ser traída abajo por un terremotito, al menos yo no lo creo. Tal vez se trata de una exageración de algunos periodistas celosos que quieren ahuyentar de Arequipa “a los forasteros que están por llegar”; porque no había cosa mas chocante que escaparme de la UNSA, para ver a Carmencita, recorrer la calle Mercaderes en un estado cercano al sonambulismo rumbo a la escuela de arte Carlos Baca Flor, y encontrarla en las graditas de mármol de la Catedral “practicando su inglés” con unos gringos sonrientes y colorados que no hacían caso de mi xenofóbica cara (¡qué cólera!), y me extendían sus blancas y peludas manos gritándome: “¡Hola amigo!”. Pobres turistas, que seguramente imaginaban que yo, además de no entender ni jota de inglés, era sordo.

Carmencita, qué acaso en tu casa no te han enseñado a no hablar con extraños, carajo!

Pero lo decía de puro picón, porque en realidad, los gringos eran muy simpáticos… Pero yo no quería gritar ni decir palabrotas… Yo sólo quería que ella viera mi nombre en letras de molde; pero por más vueltas que le di al cementerio general nunca encontré a la Mónica esa y, naturalmente, jamás escribí el cuento aquel. Y abandoné la carrera de literatura el día en que Carmen Luisa me hizo ver que la literatura no servía para nada, devolviéndome mis veintisiete cartas en sus sobre originales, y sin abrir. Pero lo hizo por “ahorrarme la vergüenza”, pues según le dijo su mamá: “Los huérfanos sin herencia, que se ganan la vida haciendo fuegos de artificio, nunca han sido buenos escritores”. Pobre criatura. Y decidí abandonar Arequipa la noche que el vigilante de su cuadra me contó: “que el papá de la señorita Carmencita la había sacado de la escuela de arte para mandarla a Argentina a estudiar una carrera de verdad”. Y también se la llevó, creo yo, porque el viejo ya estaba harto de los cholos feos que tocaban el timbre de su casa con cara de conejos asustados, impresionados por la placa que ostentaba cuatro apellidos peninsulares, y preguntaban con voz cavernosa: “¿Está Carmencita?”. Fue cuando las calles del centro de la ciudad, a eso de las dos de la tarde, se me hicieron realmente insoportables y entonces me asaltó la triste certidumbre de que en mi propia ciudad ya nunca sería feliz.

Pero quizás sólo tengo que volver, para recuperar mi juventud perdida, para tener nuevamente diecinueve años, volver a empaquetar pólvora en el taller de mi tío, encontrar el tema relacionado con las tradiciones, leyendas y misterios de Arequipa, reencontrar a Carmencita, llevarla al café del búho y, ahí mismo, ponerme a escribir un cuento para ella: “Había una vez, en una ciudad de fábula con habitantes de pesadilla, un aprendiz de poeta que…”.

Pepino Caracol
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