30.1.09

MATEO YUCRA: UN CUENTO DE JUAN PABLO HEREDIA PONCE


MATEO YUCRA
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Sabe que todo empezó en la calle de los bancos, por eso regresa todas las noches a buscar la hebra inicial de un recuerdo que se le rompe siempre. Avanza por la misma vereda, esforzándose para evocar episodios perdidos, ayudado por los letreros luminosos, los vitrales, las puertas ole hierro. Pero yendo de un objeto a otro, su memoria se enreda hasta romperse.

Camina en el sentido del tránsito. Al llegar a una esquina se detiene y escoge un rumbo. Luego continúa. En trescientas veinte noches de búsqueda ha elegido rumbos diferentes, según las posibilidades abiertas en cada esquina, pero diariamente el amanecer lo sorprende sin encontrar a Mateo Yucra.

Incitado por el fracaso, la noche trescientos veintiuno advirtió que podía ir contra el tránsito y acaso corregir el error que le había impedido ubicar a Mateo. Tal alternativa le rehabilitó la esperanza, ya roída y desorientada a pesar de su convicción de no perderla hasta anudar su memoria; mas el nuevo vigor le duró sólo hasta el final de la cuadra, donde se percató que hacia delante tenía las rutas suficientes para ocupar otras trescientas veinte noches. La posibilidad de repetir el largo periodo de caminatas en soledad, ingresando a cuanta comisaría o cuartel encontraba, lo hizo cambiar de metodología: decidió recorrer en líneas paralelas todas las calles, desde el río hasta el pueblo joven más lejano. Toda la noche transitó calles llenas de curvas y cruces obtusos, que lo hicieron negar el supuesto paralelismo, y en los calabozos sólo encontró rostros que no eran el de Mateo Yucra.

Horas después, con el sol ya enseñoreado en el cielo, conoció al hijo de la señora Vargas. Como en las últimas tres semanas, ella llegó a la ocho de mañana y se sentó en el tosco banco de madera ubicado junto a la puerta de la Fiscalía, en un solitario zaguán. Vestía la falda de siempre, medio azul y simplona, de cuyos bordes sobresalía por vez primera una enagua muy blanca, de encajes sensuales. Sobre ellos apoyaba la cabeza un muchacho; sentado en el suelo con las piernas dobladas. Sobrecogía su estampa. A pesar de su juventud evidente, su cuerpo lucía un extraño y difuso deterioro. Lo más sorprendente radicaba en las órbitas de sus ojos, tan profundas que pese a su aguda percepción, el hombre que buscaba a Mateo Yucra no pudo descubrir el color de sus pupilas. Tenía los músculos fláccidos y nuca movía el brazo izquierdo. Lo único que parecía verdaderamente móvil era su mano derecha, con ella se agarraba el pecho y se frotaba las rodillas. A veces lagrimeaba, y la suciedad de sus mejillas se rasgaba como una cartulina.

Su madre, la señora Vargas, llevaba tres semanas acudiendo a la morgue central, a las siete de la mañana y luego a las seis de la tarde, para preguntar si no habían llevado el cuerpo de un chico de quince años. Pero esa mañana disponía de tiempo, ya que el Fiscal, a cuya puerta pasaba el resto del día, había anunciado que no asistiría a su despacho, y por primera vez pospuso su visita a la morgue. Aprovechó las horas frescas para visitar la Primera Comisaría y recordar a la policía que estaba buscando a su hijo Hugo Gonzáles, detenido a tres cuadras de distancia y conducido a esa dependencia según cuatro testigos. La policía volvió a negar el arresto, y ella salió injuriando en voz baja, convencida de que no tenía provecho hacerlo a gritos. Pero ni ella ni los uniformados se fijaron en un muchacho que caminaba con las piernas dobladas, que se le acercó apenas cruzó la guardia y que al salir la siguió dando saltos de perro.

El muchacho la siguió hasta la Fiscalía, sin lograr que sus recursos de perro enano atrajeran su atención. Por eso, cuando ella se sentó en el tosco banco, él, rendido, sólo atinó a pegarse a sus piernas. Así, sin importarles la presencia del hombre que buscaba a Mateo Yucra, permanecieron esperando. De la oficina salía el sonido del lento tableteo de una máquina de escribir, accionada por el secretario. El resto era silencio, la semi desolación esperada, que, sin embargo, la señora Vargas quiso comprobar, no fuera que el Fiscal incumpliera su anunció. Y no quedó convencida, sino cuando llegó una mujer cíe vestido apretado, que llenó la oficina con sus risas. Recién entonces abandonó su asiento para ir a la morgue.

La suspensión de labores en la Fiscalía dejó también al hombre que buscaba a Mateo Yucra sin nada que hacer, y desde el mediodía recorrió la ciudad sin ninguna lógica, dejándose llevar por la nostalgia de la época en que caminaba de día. Se desorientó tanto que en la noche, cuando llegó a la calle de los bancos, no hizo más que pararse junto a una puerta y evocar la otra noche, la que ahora es un hilo roto en su memoria.

Se vio caminar solo, bostezando en el preciso momento en que sonaba una explosión a pocas cuadras. “Mierda”, murmuró, adivinando lo que ocurriría en los minutos siguientes. Sabía que tenía escasos segundos para alejarse del lugar, y sabía mejor que no debía correr. La prudencia le recomendaba caminar deprisa y meterse a cualquier establecimiento o coger un vehículo, pero la calle estaba desierta y todos los establecimientos cerrados. Trató de pensar cómo defendería su inocencia y no logró hacerlo porque la necesidad de alejarse le descuajaba la atención; ni siquiera sintió el acercamiento del patrullero. “Para, conchetumadre, o disparo” le gritaron desde la ventana, y él levantó los brazos como vaquero sorprendido. Luego tartamudeó, habló, enredó argumentos. Todo en vano, nada impidió que recibiera un culatazo de fusil en el pecho. Con el golpe cayó de espaldas sobre una puerta de hierro. De inmediato una mano brutal lo cogió del cogote, empuñando chompa y camisa, y haciéndolo trastabillar lo acercó al patrullero. Fue en ese momento que por sus retinas cruzaron letreros luminosos, vitrales y puertas de hierro, que en su mente quedaron gravadas como sombras irreconocibles.

Recuerda bien que lo tiraron dentro de la maletera y que el vehículo emprendió su marcha a gran velocidad. A partir de ahí empieza a fraccionarse su memoria. Le es imposible determinar la distancia recorrida y los giros dados. Sólo sabe que le subieron la chompa hasta que le cubriera el rostro, que lo descendieron entre dos y que lo tiraron en un lugar muy oscuro, donde ocurrieron escenas de pesadilla que rebullen en su mente y que él prefiere evadir, abandonarlas como hilachas inútiles, encontrar a Mateo y seguir.

Interrumpido otra vez su recuerdo, parado en la calle de los bancos volvió a sentir frío. No lo había sentido ni en las noches que la temperatura descendió a cinco grados. Pero ahora lo helaba una imagen que se le cruzaba como un hilo de plomo en la trama de su memoria. Era la imagen cíe la señora Vargas y del hijo pegado a sus piernas. Lo atormentaba irremediablemente y durante los días que siguieron permaneció dentro de la oficina del Fiscal para no verlos afuera, junto a la puerta.

A las nueve de la mañana, cuando el Fiscal se encontraba en pleno trabajo, hacía su primer ingreso para derribar el pequeño estandarte que adornaba un ángulo del escritorio. Desde entonces permanecía en el despacho, escuchando las conversaciones del magistrado y leyendo cada documento que él cogía. Redujo al mínimo sus salidas a la secretaría o al zaguán. No obstante, fue gracias a tina de sus fugaces salidas que, al quinto día de la llegada del muchacho de las piernas dobladas, encontró a la señora Vargas saliendo a la calle con un cartel hecho de un pedazo de cartón y un palo de escoba.

Era la calle de los abogados, donde se encontraba la Fiscalía. Junto a todas las puertas había placas de bronce clavadas sin concierto. La señora Vargas caminaba confundiéndose con individuos muy serios y apurados y mujeres que de pronto dejaban estallar su mal humor y divulgaban sus conflictos en voz alta. Iba a reunirse con las personas que horas más tarde realizarían la protesta más insólita de ese año. Para eso le serviría el cartel, y no resignándose a dejarlo colgar; con su mensaje invertido y desperdiciado, lo levantó sobre su cabeza. A esa altura nadie dejó de observarlo, ni siquiera los hombres que llevaban en la solapa del terno una diminuta estrella.

Al ver aparecer el cartel sobre las cabezas de los tipos más altos, el hombre que buscaba a Mateo Yucra empezó a seguirla. Como desde atrás era imposible enterarse de su contenido, se adelantó y esperó en un puesto donde vendían, en delgados folletos, las últimas leyes y decretos promulgados por el gobierno.

Junto a la señora Vargas iba su hijo, separado siempre por el silencio. A pesar de caminar contorsionándose penosamente al ras del suelo, nunca se rezagaba ni era obstáculo para nadie. Cuando llegaron cerca del hombre que buscaba a Mateo Yucra, éste pudo leer en la parte superior del cartel la frase: “vivo lo llevaron, vivo lo queremos” escrita en dos líneas. En el medio figuraba el rostro de un muchacho. Abajo, como si fuera una inscripción hecha sobre el pecho, decía: “Hugo González Vargas. 15 años”. El hombre que buscaba a Maleo Yucra examinó el retrato trazado a lápiz y supo que era del muchacho tullido. No obstante, sorprendido e incrédulo, cuando lo tuvo cerca le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Hugo —contestó el tullido, y sin darle tiempo para convencerse, preguntó a su vez: ¿Cómo te has quemado el cabello?

El hombre que buscaba a Mateo Yucra se llevó las manos a la cabeza y se tocó un cráneo áspero, con restos de cuero cabelludo tras las orejas.

—Con razón siento olor a quemado —dijo, y sus palabras quedaron como letras sobrepuestas a otras que no llegó a pronunciar y que decían ya entiendo porqué tu madre nunca te hace caso.

Cuando el hombre que buscaba a Mateo Yucra se sobrepuso a la truculencia de su descubrimiento, la señora Vargas se encontraba a veinte cuadras de distancia, en la última avenida de la ciudad. Había tomado lugar en una fila de personas que portaban carteles similares al suyo. Allí esperó unos minutos. A las once de la mañana la fila se puso en movimiento. Llegó a la carretera de ingreso y según su turno las personas se echaron de espaldas sobre el asfalto, manteniendo erguidos sus carteles. Cuando se echó la última persona, nueve kilómetros de carretera quedaron interrumpidos. Los vehículos fueron inmovilizados como inútiles islotes y los pasajeros que venían de la capital o de la frontera tuvieron que atravesar a pie la campiña circundante.

El extraño suceso hizo que el hombre que buscaba a Mateo Yucra se olvidara temporalmente de la señora Vargas y de su hijo. Con la máxima agilidad de su vista leyó cada cartel y revisó cada rostro. Corrió enloquecido entre los cuerpos desordenados, extendidos como túmulos de un cementerio, y no encontró persona conocida.

Así comprendió que era el único que buscaba a Mateo Yucra. Sin embargo, no se desanimó completamente. La protesta de los cuerpos tendidos le permitió conocer a muchas personas tan perseverantes como la señora Vargas. Algunas llevaban buscando más de quinientos días. Fue por los comentarios que oía de ellas que se enteró que el Fiscal de la Defensoría del Pueblo apenas esclarecía el uno por ciento de las denuncias, que por eso desconfiaban de él. A partir de entonces empezó a buscar con nuevos métodos, ya sólo acudía a la oficina del Fiscal para derribar el pequeño estandarte. Deseaba informarse de cuanto ocurrió en los meses posteriores a su detención, pero no averiguó mucho, pues los días siguientes fueron muy agitados para los protagonistas de la protesta.

Los mantenía ocupados el rumor de que unos niños habían descubierto restos humanos a tres kilómetros de la ciudad. El lugar señalado formaba parte de una zona militar y patrullas permanentes impedían confirmar o desmentir el rumor. Fue su gran insistencia la que hizo posible que tres días después de la protesta de los cuerpos tendidos un grupo de gente llegara hasta una quebrada llena de cactus. Todos eran autoridades, periodistas o militares, las personas que deseaban saber si el familiar que buscaban estaba enterrado allí, fueron detenidas por un cerco policial a quinientos metros de distancia. El único que pasó sin dificultad fue el hombre que buscaba a Mateo Yucra.

La comitiva llegó hasta un cúmulo de cactus muertos y dos soldados empezaron a desbaratarlo, bajo él apareció el primer cadáver. En realidad era sólo un entrevero de huesos a medio quemar. Todos parecían corresponder a la misma persona, pero, sucesivos traslados los habían desencajado. Constituían el indicio delator. Tres niños que ingresaron a la zona militar en busca de balas usadas los descubrieron cuando jugaban a bombardearse con corotillas y uno de ellos, impactado en la espalda, intentó coger un tronco de San Pedrito para usarlo como porra. “Pucha —dijo el pequeño—, miren una calavera”. Suponiendo que era una estratagema, los otros no se acercaron. Tampoco lo hicieron cuando el primero cogió una tibia y la levantó en el aire. “No jodas, oe, —le reprocharon—. Mejor vámonos”. De inmediato dejaron caer las corotillas y partieron. Nadie sabe quiénes eran esos niños, pero describieron con tanta precisión el lugar que no fue necesario identificarlos.

A pesar del ensañamiento que mostraba el primer cadáver, la ausencia de materia pútrida permitió que lo observaran con cierta aceptación. No sucedió lo mismo con los otros cuerpos desenterrados luego. Aún conservaban completos sus órganos, descomponiéndose aceleradamente, y al extraerlos de la tierra llenaban el aire de un hedor tan fuerte que pudo sentirlo un centinela ubicado a seiscientos metros. “Hay olor a perro muerto” dijo a su compañero.

La pena y el asco hacían que la tarea se cumpliera con lentitud reumática. Al menos así pensaba el hombre que buscaba a Mateo Yucra y, no pudiendo soportarlo, a partir del tercer cadáver empezó a girar raudamente dentro de la fosa. Lo hacía con intención de ayudar a retirar la tierra; no se daba cuenta que, los remolinos que formaba, dificultaban la labor de los excavadores, quienes casi trabajaban a ciegas. A él, en cambio, le bastaron breves miradas para convencerse de que ninguno de los dieciséis cadáveres putrefactos era el de Mateo Yucra. Al único que no pudo identificar fue al primero, al de los huesos chamuscados. Tuvo que contentarse con la rápida e insuficiente conclusión de los médicos forenses: “Masculino. Veinte años. Muerto hace diez meses aproximadamente”.

Cuando el Juez instructor comprobó que no quedaban más restos en la fosa, el hombre que buscaba a Mateo Yucra caminó cerro arriba y se sentó en una piedra, descorazonado.

Regresó a la ciudad al día siguiente. Tomó el rumbo de la Fiscalía y a la nueve en punto derribó el pequeño estandarte. Luego salió. Vio desocupado el tosco banco donde antes se sentaba la señora Vargas y recordó que entre los cadáveres exhumados un rostro le resultó conocido, a pesar de la hórrida desfiguración. Entonces derribó el tosco y pesado banco, y antes de que se apagara el ruido causado por la caída, dijo: “uno de ellos era tu hijo, ahora estarás tranquila”.

El recuerdo de la señora Vargas volvió a atormentarlo. Se había salido con el gusto de encontrar el cadáver de su hijo y, sin saberlo, lo salvó de seguir dando inútiles saltos de perro. Eso lo hizo dudar de alcanzar éxito él solo. Había decidido no pedir ayuda a la familia, dejarla suponer que asistía normalmente a la universidad, la distancia entre su pueblo y la ciudad le permitió mantener el secreto durante trescientos veinte días, pero la experiencia de la señora Vargas lo hacía pensar, contra su deseo, que su madre sería capaz de acabar con más de ocho mil horas de vigilia.

Durante el resto de la mañana no encontró forma de escapar de ese pensamiento. Volvió a descontrolarse como el día que decidió provocar al Fiscal derribando diariamente, a la misma hora, el estandarte de su escritorio. Le bastaba con pasar raudamente cerca de él, pues había descubierto que moviéndose velozmente producía una corriente de aire capaz de mover las cosas. Así, víctima de un nuevo descontrol, un minuto antes de las doce ingresó a todos los juzgados, comisarías y cuarteles y con el mismo procedimiento arremolinó cuanto documento había en ellos. Vano intento, no obtuvo ni siquiera el susto de la gente, que se limitó a cerrar las ventanas.

Y no era sólo el recuerdo de la señora Vargas el que lo atormentaba, sino también la voz de Hugo, su hijo, preguntándole: “¿cómo te has quemado el cabello?” Esa interrogante lo obligaba a recordar hechos que él intentó saltar para siempre.

Hasta entonces había creído que le bastaba con ubicar el calabozo preciso para que la existencia de Mateo Yucra siguiera su curso, y evitaba con insistencia revivir el sufrimiento de su estancia en aquel oscuro recinto. Mas la persistente necesidad de saber cómo se había quemado el cabello, lo obligaba a recordar.

Al comienzo fue una tortura común, con la única y gran diferencia de que la sufría en carne propia. Sabía que no le iban a creer, pero dijo la verdad. Ahí se agudizó su problema. Ellos no le creyeron nada y profundizaron su sapiencia de verdugos impunes. ¿Cuánto del tiempo exterior pasó? No le importa. Sólo sabe que una sombra esmirriada demoró un largo día para levantar un revólver y dispararle en el pecho, superficialmente, desviando el cañón para que la bala le hiciera sólo un surco en la carne. Sabe también que ya era un anciano en la madrugada, cuando a pesar de su edad le clavaron una bota en las vértebras para que despertara.

Pero no sabe si en realidad despertó o si los policías se metieron en su sueño para interrogarlo. Le ataron los brazos al cuerpo con tiras de tela mojada y jugaron con él a la botella borracha. Como insistía en que se llamaba. Mateo Yucra y que regresaba de tirarse una perrita, en una ida de su cuerpo no lo agarraron y se fue de cara. Desde el suelo contestó que la perrita se llamaba Romualda, y ellos “qué, conchetumadre, ya nadie se llama Romualda”. Entonces lo rociaron con una manguera hasta que un charco lo circundara. Enseguida introdujeron en el agua desparramada un cable eléctrico pelado en la punta, y su cuerpo saltó como un monigote manteado. Al séptimo salto el charco empezó a enrojecerse y los policías suspendieron de mala gana su trabajo.

Recuperó la conciencia sólo para pensar en su madre. Era inevitable desear que le limpiara ese líquido pegajoso, como lo hacía cuando tenía fiebre en la infancia. “Mamita”, llamó.

Su madre estaba en el patio de su casa. Había luna llena y corría el viento de madrugada. Mateo llevaba a cuestas una súplica de ayuda, pero al verla lavando los baldes de la leche, dijo:

—No te mojes mamá.

La madre levantó la cabeza y lo buscó en el patio. “Acá, en tus cabellos” quiso decir él, pero esta vez el aire atravesó su garganta sin vibrar.

—¿Qué le habrá pasado a mi hijo? —susurró la mujer. Emitió un largo suspiró y volvió a su tarea.

—No puedes verme porque estoy en un calabozo —dijo Mateo Yucra—. Y es mejor que no lo sepas.

Había desaparecido el dolor que lo llevó hasta ella y no quería dejarle más preocupaciones, no sabía que le' dejaba la pesadilla de los huesos, como ella la llamaría después.

Abandonó el pueblo por un sendero que se perdía en los cerros. El regreso fue largo. No reconocía el caminó y en cada bifurcación se perdía. Iba a dar a otros pueblos, o subía por sendas de zorros hasta cumbres imposibles. Sin embargo, nada le impidió volver al calabozo antes de la aurora. Lo encontró desierto. No estaba su cuerpo ni las manchas de sangre. Apeló al recurso de oler el piso, y en lugar de sangre olió orines frescos. Esa evidencia lo persuadió de que se había equivocado de lugar.

Desde ese momento recorrió la ciudad en busca de su cuerpo.

En su memoria no existe la ruta por donde salió a buscar a su madre. Su viaje fue inmediato y no le quedó ningún punto de referencia. Por eso regresó a la calle donde lo apresaron. Primero intentó guiarse por el olfato. Siguió una corriente de olor a pólvora, pero a dos cuadras de distancia se confundió, hasta que en un parque encontró tantas corrientes de olor a pólvora que se convenció de que así nunca tendría éxito.

Al día siguiente acudió a la Fiscalía de la Defensoría del Pueblo, a esperar que el Fiscal cumpliera con el trabajo de encontrarle los restos. Sólo en las noches regresa a la calle de los bancos, a intentar rastrear la otra parte de su memoria, la que aún permanece dentro de su cráneo, y que debe saber cómo se ha quemado el cabello.

Han pasado trescientos treinta días y Mateo Yucra no ha vuelto a ver su cuerpo. Sólo ha descubierto que es un alivio que a uno lo encuentren, aunque sea muerto. Y convencido de que sus fuerzas no son suficientes, ya no hace otra cosa que pensar en su madre.

Ella, bajo su techo de paja y barro, ha vuelto a tener la pesadilla de los huesos: camina dentro de una iglesia abandonada y al acercarse a la nave más oscura caen a sus pies un montón de huesos. Esta vez tarda en moverse y puede notar que están ennegrecidos por el fuego.

Al despertar recuerda casi al pie de la letra la información oída esa tarde, referida a los restos óseos, parcialmente quemados, de un hombre de veinte años de nombre desconocido. La agitación de su pesadilla ha despertado también a su marido y al verlo con los ojos abiertos le dice:

—Voy a ir a ver al Mateo.


* Considerado como uno de los mejores relatos (por no decir, el mejor) de los años de violencia en el Perú; este cuento mereció el primer premio del “Segundo concurso nacional de Cuento” organizado por la Municipalidad distrital de Paucarpata de Arequipa, en el año 1992. JUAN PABLO HEREDIA PONCE nació en Arequipa en 1963. Egresado de la Universidad Católica de Santa María, actualmente es abogado de profesión. También estudió Literatura en la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa y tiene reconocimientos locales y nacionales como narrador. Ha publicado el libro de cuentos Recursos para la soledad (Arequipa, Akuarela Editores, 2001).

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es una linda hitoria , vale la pena ser leida, enriquece el lexico y la cultura peruana, y da a demostrar datos interesantes del pasado, el desenlace final es teneboroso e inesperado, es un cuento sofisticado lleno de controversias y mucho entusiasmo, es divertido leerlo. saludos

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