25.2.10

WITOLD GOMBROWICZ Y JEAN PAUL SARTRE 1


Por Juan Carlos Gómez

“[…] Como si fuera poco, usted, en vez de mandarme noticias, trata, según parece, de enseñarme la filosofía de Sartre en cinco carillas. ¡Jua, jua, jua! Lo de que el dolor o el placer cobran valor dentro de la perspectiva del existente, de su mundo, de su situación, de su finalidad, de su futuro, de su proyecto, esto lo sabe cualquier niño. Lo que no saben algunos adultos recién iniciados es que en Sartre (como en todo el cartesianismo) el ser se funda en la conciencia, es decir, que si usted es consciente de este vaso, el vaso es (aunque no procurara placer ni dolor). Esto es lo que yo condeno, tarado, pues lo sé hondamente que la existencia no es una relación suelta, tranquila, sino una relación convulsa —y no una libertad (no importa en qué sentido) sino una tensión. Todas las estupideces de Sartre provienen del hecho que se relacionó con el dolor de una manera tranquila y doctoral típica de los cartesianos. No comprendió el cuerpo, ni el dolor. Por lo tanto le sugiero, Goma, amistosamente, que les diga a todos los amigos que lo considero a usted bastante tarado […]”.

La mirada y la responsabilidad eran cuestiones que acercaban y separaban continuamente a Gombrowicz de Sartre, en ese orden. Gombrowicz tenía problemas para sostener la mirada del otro, la vergüenza lo obligaba a espiar más que a mirar. La mirada se convirtió, tanto para Sastre como para Gombrowicz, en un problema fundamental, posiblemente por sus tempranos complejos de inferioridad, podríamos decir que Sartre quería superar su propia fealdad mientras Gombrowicz quería superar su inferioridad, es decir, la inferioridad de su situación personal y nacional tal como él la sentía. El camino de la interioridad pasa a través de la otra persona, la otra persona sólo es interesante para mí en la medida en que me refleja, vale decir, en la medida en que yo soy un objeto para ella. Dado que soy un objeto tan solo en cuanto existo para el otro, tengo que obtener su reconocimiento de mi ser.

El otro es el mediador entre yo y yo mismo. Por su propia naturaleza, la vergüenza es entonces un reconocimiento, yo reconozco que soy como el otro me ve. Todas las relaciones entre diferentes personas son las tentativas que cada uno hace para subyugar o poseer la libertad del otro. Tan pronto existo, establezco un límite de hecho a la libertad del otro. Yo soy ese límite, y cada uno de mis proyectos traza ese límite en torno del otro ser, el respeto por la libertad del otro es pues una palabra vana. Satán es, básicamente, el símbolo de los niños desobedientes y obstinados, que demandan ser petrificados en su peculiar esencia por la mirada de sus padres.

Un poco antes que Sartre, Erskine Caldwell había dado algunas vueltas alrededor del problema de la mirada en una narración memorable.

Agnes era una linda muchacha que vivía en un pueblecito norteamericano. Su padre la puso en un autobús, le dio unos pesos y le prometió enviarle mensualmente la misma cantidad durante algún tiempo. Estaba convencido de que su hija iría a Birmingham de Alabama para estudiar taquigrafía en un colegio comercial.

Pero la joven no llegó jamás a tomar esas lecciones, convirtiéndose, en cambio, en la manicura de una peluquería de segunda categoría.

Los hombres llegaban, deslizaban sus manos por su escote, y la apretaban. Pronto estaba ganando más dinero fuera de horario que en su mesa de trabajo. Toda su familia sabía que vivía en un hotelucho y que no era una taquígrafa. Pero cuando la muchacha iba a su casa todos los años, para Navidad, no le decían nada, simplemente se sentaban y se quedaban mirándola.

La muchacha llega a la histeria: —Se sientan y me miran, pero no me dicen nada sobre eso, sólo dicen que me están mirando.

Esta narración nos da una idea del inexorable sentimiento de culpa y vergüenza que la mirada de los otros puede producir en nosotros. Más recientemente el mismísimo Pato Criollo aborda el problema de la mirada en una novela cuya acción transcurre en Coronel Pringles, su lugar de nacimiento. En cierto momento se produce una gran revolución en el cementerio, los muertos salen de las tumbas y atacan al pueblo. Le abren la cabeza a los vecinos y le chupan las endorfinas, los zombis resultan invencibles.

Sin embargo, en un momento determinado una señora anciana mira y reconoce a uno de los muertos que se le está viniendo encima: —Pero si éste es el colorado Pereira. Los viejos comienzan a mirarlos e identificarlos a uno por uno y los zombis, mirados y derrotados, vuelven a las tumbas.

Para Gombrowicz la persona es el resultado de una organización colectiva, imprevisible e indomable y, en consecuencia, se forma independientemente de su voluntad en forma más o menos irresponsable. Esta dilución galopante de la responsabilidad tiene una contrapartida muy evidente en Sartre para el que la responsabilidad se concentra ad infinitum.

El psicoanálisis existencial no puede ser considerado como una terapia mental, porque le ofrece al hombre la angustia, a diferencia del psicoanálisis empírico que en muchos casos se propone deliberadamente, y a veces lo consigue, liberar al hombre de la angustia. Podría pensarse en el psicoanálisis existencial como una terapia moral, que se propone curar al hombre de la enfermedad infantil de la inautenticidad conduciéndolo a la edad de la razón donde podrá quedarse solo, apto para asumir su libertad, su autonomía y las responsabilidades derivadas de ella.

En un estudio realizado por una psiquiatra ginebrina se cuenta como la doctora escuchó de la boca de una de sus pacientes relatos en los que sus experiencias mentales coincidían en muchos aspectos con las que describen los existecialistas y, especialmente, con las vividas por ciertos héroes de las novelas de Sartre.

“El menor gesto se extiende a todo el universo. La piedra que arrojé al agua hace un momento en este río rebotó en la superficie y dejó atrás una estela de ondas; siento que puede ser la causa remota de un naufragio en el océano. En consecuencia, yo seré la causa de ese naufragio, y tendré que asumir la responsabilidad total… ¡Soy culpable de todo, absolutamente de todo!… Por mi mera existencia soy culpable y complico al mundo entero en mi ignominia… ¡Qué terrible es esta carga eterna sobre nuestros hombros humanos! No estar segura de nada, no poder confiar en nada, y no obstante verse obligada a comprometerse siempre de manera total…”.

La paciente, que verdadera y sinceramente intentó vivir según los rigurosos principios existencialistas del compromiso y la responsabilidad, finalmente, perdió por completo la razón. Imaginemos por un momento que en el mismo instituto psiquiátrico en el que se encontraba internada la paciente, hubiera estado también internado Gombrowicz, asunto nada improbable pues durante buena parte de su vida le anduvo dando vueltas por la cabeza la idea de que estaba loco. ¿Qué hubiera estado haciendo nuestro amigo?, hubiera estado tirando piedras al agua, seguramente.

Gombrowicz no soportaba el compromiso y la responsabilidad existencialistas, los consideraba una enfermedad que producía una deformación en el hombre, era una carga muy pesada para la naturaleza humana.

La idea de una conciencia cada vez más profunda para alcanzar la existencia auténtica debía conducir a la locura. El existecialismo no venía por una parte del hombre, venía por todo el hombre, por la razón, por la conciencia y por la vida. Ésta ya no era una teoría sino un intento de anexión que no se podía responder con argumentos sino viviendo de una manera radicalmente diferente a la que ellos proponían, de un modo suficientemente antagónico como para que nuestra vida les resultara impenetrable.

El compromiso y la responsabilidad tientan al hombre a resolver con su propia cabeza los problemas del mundo, una tentación que, por lo general, produce resultados catastróficos. Gombrowicz comienza entonces a tirar piedras en el agua, se presenta como un paseante pequeño burgués que sólo por azar y jugueteando se pone en contacto con causas supremas y poderosas.

Él es un representante ejemplar de una vida que huye del compromiso y la responsabilidad, esas categorías que condujeron a la paciente a la locura, la metafísica de Gombrowicz intenta soportar a todos los hombres, en cualquier escala, en cualquier nivel, su metafísica debe abarcar a todos los tipos de existencia.

De este rechazo que hace Gombrowicz del compromiso y la responsabilidad excesivos nacen algunos reproches que se le hacen a su falta de sinceridad y a su histrionismo. Sin embargo, el bufón que todos llevamos dentro nos habla muy claramente de las ganas que tenemos de divertirnos y del deseo de una mayor flexibilidad y de una forma menos definida. Si alguna cosa en el mundo, sea la cosa fuere, no le permite al hombre pensar y sentir libremente, puede que no alcance para volverlo loco, pero lo pone en el camino de la locura.

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