27.10.09

ORLANDO MAZEYRA GUILLÉN: LAS MALAS ELECCIONES (UNA ANÉCDOTA IMPÚDICA NO APTA PARA SEÑORITAS)


LAS MALAS ELECCIONES (una anécdota impúdica no apta para señoritas)


Escribe: Orlando Mazeyra Guillén

A mi amigo Martín,
que me contó esta historia
desde algún rincón de la selva…

¿Sabes qué? Ayer me pasó algo muy curioso.

Desde hace unos meses vengo explorando los encantos de la selva peruana. Así pospongo antojadizamente mi retorno definitivo a Milán, a donde volveré para ganarme los frijoles que el Perú me niega desde siempre (los mismos frijoles que Italia me dio ilegalmente para, ahora, disfrutar de estos días de calor en todas sus acepciones; y si de acepciones se trata, la patria de Berlusconi, ¡oh sí!, me dio pasta en todas sus variantes).

No viene a cuento, pero igual lo diré: a medida que siento que este periplo va llegando a su fin, tomo conciencia de que lo único que me puedo llevar de mi país radica precisamente en los recuerdos que, como un rompecabezas vital, voy armando con este viaje que empezó en Tacna y promete terminar en Punta Sal o quizá en la frontera con Ecuador. Que el azar lo decida.

Anoche, supuestamente iba a salir a bailar con una profesora de la selva moyobambina que conocí en una pequeña tienda de libros y souvenirs eróticos que me llenaron de malos pensamientos. Digo “salir”… salir a conversar, a tomar un café o a algo parecido. Creí que habíamos quedado para salir los dos, a conocernos un poco; pero ella se apareció con una tipa de unos veinte años que —después lo supe— se llamaba como mi ex enamorada. Yunely no se lo esperó mucho para aclararme que había traído a Gabriela porque su coqueta amiga seguramente se encontraría con su novio; o sea, terminaríamos saliendo de a cuatro… sin necesidad de terminar armando un cuarteto… ¡Esa vieja fantasía que me persigue desde que, con mi hermano y dos de sus amigas, probamos el San Pedrito en la Punta de Bombón!

Caímos, pues, los tres en una discoteca llamada Papillon. Mi intención era clara y bastante corta: bailar tranquilo, tomar algún traguito y conversar sobre cosas entretenidas. Así, bailaba unas piezas con una y, sin darme un descanso, luego sacaba a la otra. Fue entonces que, al llegar su turno, la tal Gabriela, se me empezó a insinuar sin mucha sutileza (¿acaso no tenía novio?): había ido con una minifalda demasiado provocadora y, además, me tomaba de la mano delante de Yunely. El alcohol cumplió sus mandatos y, cuando ella me abrazó en medio de la pista, yo le correspondí sin pensármelo mucho. Yunely, a la distancia, no supo ocultar su enfado. Noté la forma de su entrecejo y su mirada desprovista de esa ternura con la que se ofreció darme un tour por el Valle del Alto Mayo cuando coincidimos en la librería.

Yo no me hice mucho problema y seguí bailando con Gabriela, quien, ahora lo sé, resultó ser una muchacha verdaderamente decidida: me dio un buen beso y con su cimbreante lengua husmeó por debajo de la mía. Yo me excité y, para bajar las revoluciones hormonales, regresé a la mesa para bailar con Yunely. Ella se anticipó con desdén:

—¿A qué vienes, Martín? Sigue bailando con ella, pues… yo mejor me…

—Pero, Yunely, permíteme que te lleve…

—No, no me hagas favores, ¡quédate con ella! ¡Quédate, quédate! ¿Acaso no es eso lo que quieres?

—No sé —le dije, y mi inseguridad, más que honesta, fue hiriente.

—¿Acaso no sabías que papillon quiere decir mariposa?

Yo estaba tan borracho que no llegué a asimilar su sarcasmo final (creo que hay una canción de Maná que cae a pelo). La vi desaparecer enfurecida. Eran las tres de la mañana. Luego, sólo atiné a pensar en lo que piensa un sujeto caliente que, como yo, siempre necesita un buen culo al lado, sobre todo si estamos hablando de la selva… Me quedé con Gabriela y ahora ya no podía soltarla hasta gastar toda la pista de baile.

Ella siguió en lo suyo: besándome y ni siquiera me dio tiempo para comentar sobre lo que había pasado con su amiga (la amiga que, hay que recordarlo, nos había presentado). Sus besos eran cada vez más atrevidos e insistentes y no me quedó otra que invitarla a mi hospedaje:

—Acá ya no pasa nada.

—¿Quieres ir a otro lado, Martín?

—Quiero ir a tu lado.

No conversamos mucho luego de salir de la discoteca. Nada. Solo esperé a tenerla en la cama, casi arrancarle la minifalda y retirar su calzón para descubrir a un cuerpo extraño, nauseabundo: una toalla higiénica. “¡La puta madre!”, pensé, “esta calientahuevos está con su ruler”.

La miré algo decepcionado (a decir verdad decepcionado no sé de qué o de quién, si de ella, de Yunely o de mí). Se sintió indefensa, pero no abochornada, con calma dijo lo que ya sabíamos los dos:

—Estoy con mi regla.

—Entonces vístete al toque y te llevo a tu casa.

Nunca falla. El olor del periodo femenino siempre me contiene. Ni siquiera unas raciones generosas de ron con Coca-Cola pueden vencerlo o aplacarlo ligeramente. Gabriela seguía recostada y parecía que no iba a moverse de ninguna manera:

—¡Me gustas mucho! Si no quieres estar, no te preocupes, aunque sea permíteme besarte… tocarte lo que quieras.

Yo miré su deseo desbordante y supe que en la selva son así: no respetan ni a sus amigas, no respetan ni a su periodo, ¿o estoy generalizando?

Dejé que me bese pero sólo la boca, ¡da mucho miedo que estas fogosas te la chupen! La llevé a su casa como todo un caballero y, al regreso, me quedé pensando en Yunely mientras agotaba un cigarro, repitiendo su nombre afanosamente después de cada pitada, jurando que ella estaba limpiecita, presta para una buena pachamanqueada y yo, en una mala elección, la había dejado pasar. No sólo eso: la dejé irse sola, con el calzoncito reluciente y… Mejor no te sigo contando, porque una de dos: o te burlas de mí… o escribes una historia, ¿verdad, Orlando?

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