Como ya sabemos, el ganador de este año en la categoría Cuento del “III Concurso Literario de Cuento, Poesía y Ensayo breve” organizado por el semanario El Búho, ha sido también ganador en la misma categoría el año pasado: nos referimos al gran poeta Luis Ormachea. Aquí el cuento extraído de la edición virtual de dicho semanario.
NOVENO PISO
Puedo decir que estoy cansado, que despierto cada madrugada bañado en este sudor frío que, los médicos dicen, pasará cuando sane del todo. Les creo, pero el cansancio no es cosa de fe. Ya no quiero cambiarme la camiseta húmeda después de secarme el cuello, la espalda, ya no quiero despertar para tender las sábanas al revés, hacia el pie lo que daba hacia la cabecera de la cama, ya sólo quiero quedarme inmóvil; si al menos pudiera recordar lo que soñaba… pero sólo recuerdo la última sensación de mi sueño, la de haberme hundido en una frialdad que me obliga a despertar en contra del peor de los cansancios.
A decir verdad esta será la última vez que rechazo las pastillas; que me perforen el estómago, que me induzcan a olvidar cuando estoy a punto de derramar las vísceras, me derriben a mediodía, incapaz de llamar a alguien si algo ocurre, ya no me importa, sería lo mismo y, he sabido, los últimos meses son insoportables si se abandona el tratamiento. Tengo miedo de haber caído en manos de médicos poco enterados de mi enfermedad, podrían estar envenenándome, podrían estar errando a pesar de su buena voluntad, podrían estar agravando los síntomas de un simple resfrío… no, lo mío es más serio que un resfrío cualquiera, ya no quiero mentirme. Me he tendido de espaldas, de costado, he dejado que hagan lo que sabían hacer o lo que aprendían a hacer conmigo, mi colección de placas es exorbitante, mis huesos, hasta antes de mi enfermedad desconocidos, ahora poseen para mí rasgos particulares que, de seguro, sabría reconocer llegado el caso, el de la resurrección y eso; lo digo para reír un poco, no necesito público para saber reír.
Es lo que pienso, lo que estoy pensando estas semanas. Viene muy poca gente. A nadie se le puede reprochar sentir deseos de vivir, y ellos, además, tienen el aire, asisten a las celebraciones; todo eso es algo a lo cual yo mismo no renunciaría por un poco de inútil solidaridad. Así, arropado como estoy, con la frazada en las piernas, y mis medias de lana gruesa, y mi inhalador y mi máscara de oxígeno cerca por si me sorprende el ahogo, me siento tranquilo y algo cómodo. Lo molesto va a ser tener que ir a orinar todo ese líquido sanador que me ha cerrado el entendimiento como si acabara de tomar un jugo de cactus y desinfectantes. Han dicho los médicos —los médicos, siempre diciendo cosas— que eso matará al menos la mayor parte de mis tejidos enemigos; pero, al pensarlo, al sentir durante horas cómo se incendiaba mi cuerpo en una fiebre que nunca antes había experimentado, y cayeron mis brazos, y tuve que cerrar los ojos para evitar el brillo corrosivo del día sobre mis ojos… qué importa, los médicos saben lo que hacen, los médicos saben cómo curar a sus enfermos. Ahora sólo debo darme valor para llegar hasta ese baño abierto a tantos kilómetros de esta cama. Nunca aceptaré la humillación de usar un recipiente, estar oliéndolo durante toda la noche.
Caminar un poco será bueno, ejercitar mis piernas que ahora acostumbran adormecerse ya muy seguido, mirar mi cara en el espejo a oscuras, esa cara azul que todos tenemos en la oscuridad, y encender la luz y seguir siendo azul como todo un buen enfermo, lavarme con el agua pura, secarme con la toalla que huele tan bien, a baño limpio, al saludable mundo que reencontraré cuando los venenos cumplan su función y todo vuelva a la normalidad; y yo que nunca he sido creyente, creeré desde ahora en Dios y en sus hijos: los médicos que me envenenan y me dicen tranquilo, relájese, lo vamos a sanar; creeré lo que dice escrito en las recetas, creeré en el predicador televisivo que de madrugada vende rosas y aceites, creeré en mis hermanos cuando me vean cada día mejor, creeré en mis dos pies, en todo el tiempo que está transcurriendo desde que me levanté de la cama y doblé la frazada que me cubría las piernas, y cerré la válvula del balón de oxígeno con sus dos seguros, y me quité las medias para sentir real la solidez del piso, para sentir la luna que aparece por las ventanas mientras voy avanzando, para entender la realidad de mi cansancio, cansancio de despertar cada madrugada, cansancio de mirarme azul en el espejo, de voltear las sábanas sudadas: hacia los pies lo que daba a la cabecera de la cama, creyente, convencido de todo eso que prometen los médicos, esos médicos que de seguro firmarán sus protocolos sin siquiera ser capaces de devolverle a mi cuerpo una postura decente cuando por fin mañana o esta noche alguien me encuentre, como un muñeco de trapo, tirado y roto en la vereda, ahí abajo.
*Luis Manuel Ormachea Azpilcueta, (Cusco, 1974), Actualmente radica en Arequipa. Finalista en la XIII Bienal internacional de Poesía premio COPE, 2007. Ha publicado Índice (Arequipa, edición del autor, 2004), Bóveda (Arequipa, Grita ediciones, 2005), Apología del absoluto cotidiano (Arequipa, Editorial Dragostea, 2007), y Tela de juicio (Arequipa, Editorial Dragostea, 2008). Puedes leer el primer cuento con el que Ormachea obtuvo le primer lugar en la versión anterior de este mismo concurso. La imagen superior ha sido extraída de aquí.
A decir verdad esta será la última vez que rechazo las pastillas; que me perforen el estómago, que me induzcan a olvidar cuando estoy a punto de derramar las vísceras, me derriben a mediodía, incapaz de llamar a alguien si algo ocurre, ya no me importa, sería lo mismo y, he sabido, los últimos meses son insoportables si se abandona el tratamiento. Tengo miedo de haber caído en manos de médicos poco enterados de mi enfermedad, podrían estar envenenándome, podrían estar errando a pesar de su buena voluntad, podrían estar agravando los síntomas de un simple resfrío… no, lo mío es más serio que un resfrío cualquiera, ya no quiero mentirme. Me he tendido de espaldas, de costado, he dejado que hagan lo que sabían hacer o lo que aprendían a hacer conmigo, mi colección de placas es exorbitante, mis huesos, hasta antes de mi enfermedad desconocidos, ahora poseen para mí rasgos particulares que, de seguro, sabría reconocer llegado el caso, el de la resurrección y eso; lo digo para reír un poco, no necesito público para saber reír.
Es lo que pienso, lo que estoy pensando estas semanas. Viene muy poca gente. A nadie se le puede reprochar sentir deseos de vivir, y ellos, además, tienen el aire, asisten a las celebraciones; todo eso es algo a lo cual yo mismo no renunciaría por un poco de inútil solidaridad. Así, arropado como estoy, con la frazada en las piernas, y mis medias de lana gruesa, y mi inhalador y mi máscara de oxígeno cerca por si me sorprende el ahogo, me siento tranquilo y algo cómodo. Lo molesto va a ser tener que ir a orinar todo ese líquido sanador que me ha cerrado el entendimiento como si acabara de tomar un jugo de cactus y desinfectantes. Han dicho los médicos —los médicos, siempre diciendo cosas— que eso matará al menos la mayor parte de mis tejidos enemigos; pero, al pensarlo, al sentir durante horas cómo se incendiaba mi cuerpo en una fiebre que nunca antes había experimentado, y cayeron mis brazos, y tuve que cerrar los ojos para evitar el brillo corrosivo del día sobre mis ojos… qué importa, los médicos saben lo que hacen, los médicos saben cómo curar a sus enfermos. Ahora sólo debo darme valor para llegar hasta ese baño abierto a tantos kilómetros de esta cama. Nunca aceptaré la humillación de usar un recipiente, estar oliéndolo durante toda la noche.
Caminar un poco será bueno, ejercitar mis piernas que ahora acostumbran adormecerse ya muy seguido, mirar mi cara en el espejo a oscuras, esa cara azul que todos tenemos en la oscuridad, y encender la luz y seguir siendo azul como todo un buen enfermo, lavarme con el agua pura, secarme con la toalla que huele tan bien, a baño limpio, al saludable mundo que reencontraré cuando los venenos cumplan su función y todo vuelva a la normalidad; y yo que nunca he sido creyente, creeré desde ahora en Dios y en sus hijos: los médicos que me envenenan y me dicen tranquilo, relájese, lo vamos a sanar; creeré lo que dice escrito en las recetas, creeré en el predicador televisivo que de madrugada vende rosas y aceites, creeré en mis hermanos cuando me vean cada día mejor, creeré en mis dos pies, en todo el tiempo que está transcurriendo desde que me levanté de la cama y doblé la frazada que me cubría las piernas, y cerré la válvula del balón de oxígeno con sus dos seguros, y me quité las medias para sentir real la solidez del piso, para sentir la luna que aparece por las ventanas mientras voy avanzando, para entender la realidad de mi cansancio, cansancio de despertar cada madrugada, cansancio de mirarme azul en el espejo, de voltear las sábanas sudadas: hacia los pies lo que daba a la cabecera de la cama, creyente, convencido de todo eso que prometen los médicos, esos médicos que de seguro firmarán sus protocolos sin siquiera ser capaces de devolverle a mi cuerpo una postura decente cuando por fin mañana o esta noche alguien me encuentre, como un muñeco de trapo, tirado y roto en la vereda, ahí abajo.
*Luis Manuel Ormachea Azpilcueta, (Cusco, 1974), Actualmente radica en Arequipa. Finalista en la XIII Bienal internacional de Poesía premio COPE, 2007. Ha publicado Índice (Arequipa, edición del autor, 2004), Bóveda (Arequipa, Grita ediciones, 2005), Apología del absoluto cotidiano (Arequipa, Editorial Dragostea, 2007), y Tela de juicio (Arequipa, Editorial Dragostea, 2008). Puedes leer el primer cuento con el que Ormachea obtuvo le primer lugar en la versión anterior de este mismo concurso. La imagen superior ha sido extraída de aquí.
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