Por Jorge Edwards
La publicación de César Vallejo. Una lectura desde Chile, antología realizada por Pedro Lastra y en la que Edwards participó junto a otros seis escritores —incluido el propio Lastra—, motivó al Premio Cervantes y reciente ganador del Premio Internacional Fundación Cristóbal Gabarrón de las Letras a recordar la influencia del poeta peruano sobre él y sobre su generación.
Pedro Lastra, poeta, crítico, profesor, les pidió a seis escritores chilenos de diversas generaciones, todos ellos conocedores y frecuentadores de la obra de César Vallejo, que anotaran en una lista sus poemas preferidos del autor de Poemas humanos. El resultado es una antología colectiva, donde se produjeron notables coincidencias y hasta unanimidades, y una lectura desde Chile, como reza el subtítulo, del gran poeta peruano. Por ejemplo, los siete chilenos hemos coincidido, entre muchos otros, en escoger “Piedra negra sobre una piedra blanca”, título enigmático para un texto clásico de la vanguardia en lengua castellana. Todos descubrimos ese poema en algún momento decisivo, en épocas de definición literaria, y casi todos lo sabemos de memoria hasta hoy mismo.
Por mi parte, recuerdo las circunstancias casi exactas en las que leí esos versos y me quedé intrigado, pensativo, desconcertado. Salí una tarde del Colegio de San Ignacio de la calle Alonso Ovalle, allá por 1946, y compré una revista en el quiosco de la esquina, Pro Arte. Años más tarde conocí al verdadero héroe de Pro Arte y hasta me convertí en colaborador ocasional, pero entonces, cuando hice la compra por pura intuición, no sabía nada ni de César Vallejo, ni de Enrique Bello, ni de las dificultades endiabladas de la vida del arte y de la literatura en Chile. Sé que era un día de invierno, que ya estaba oscuro, y que caminaba por ahí cerca, como de costumbre, un caballero de polainas grises que solía escribir en el conservador y católico El Diario Ilustrado y que además editaba el vespertino El Imparcial.
En la primera página de Pro Arte figuraba el poema de Vallejo, y los versos iniciales, leídos a la luz de un farol cercano, me dejaron embargado, boquiabierto, conmovido:
“Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París —y no me corro—
talvez un jueves, como es hoy, de otoño”.
Mi primera sorpresa fue el desafío a la lógica, a lo verosímil, practicado, sin embargo, con un lenguaje claro, ajeno al hermetismo y a las escrituras del surrealismo que ya empezaba a conocer fuera de mis estudios. Aquí no había oscuridad conceptual ni nada que se pareciera al dictado automático. En forma lúcida, tranquila, perfectamente controlada, el poeta nos aseguraba que ya tenía, es decir, que había empezado a tener, el recuerdo del día de su muerte: habría aguacero, en París, y esto ocurriría talvez en un jueves otoñal. Se podría aventurar un ensayo sobre los días jueves de la poesía latinoamericana de aquellos años (“un día sin orígenes, jueves”), pero el tema nos llevaría por otros caminos. Lo que me detuvo, lo que me produjo una sensación comparable a lo que se llamaba entonces una epifanía (James Joyce), fue la imposibilidad de aquella memoria, puesto que no podremos, por definición, recordar el día de nuestra muerte, y a la vez su enorme fuerza poética, su triunfante irracionalidad. En las aulas ignacianas de las que acababa de salir hacíamos largas prácticas de silogismos y leíamos a poetas como Núñez de Arce, Campoamor, Gustavo Adolfo Bécquer. El padre Walter Hanisch, historiador, especialista en el barroco latinoamericano, hombre amable y curioso, me había prestado un clásico de la crítica contemporánea: Literaturas europeas de vanguardia, de Guillermo de Torre. Pues bien, Vallejo estaba más cerca de nosotros que futuristas, dadaístas, surrealistas, pero también, andino, extraño, exiliado voluntario en París, llegaba más lejos. Era la vanguardia nuestra, ajena, precisamente, a los sistemas que describía Guillermo de Torre. Pocos años después, ya en los tiempos de la Escuela de Derecho y de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile, en los del antiguo Pedagógico de la Alameda abajo, en los de interminables conversaciones en el Parque Forestal, conocí a poetas para quienes Vallejo ocupaba un sitio especial, único, legendario: Enrique Lihn, Jorge Teillier, Alberto Rubio. Rubio, que acababa de darse a conocer con La greda vasija, tenía una forma de forzar el lenguaje, de substantivar, de adjetivar (como ya se notaba en su título), que era de clara línea vallejiana. Por admiración, por deseo de identificación, por lo que fuera, había llegado a adquirir un parecido físico notable con el poeta de los Andes peruanos. Vallejo hablaba de los burros serranos, de las piedras, de “la pura yema infantil innumerable” de los bizcochos que fabricaba su madre en la infancia perdida, y parecía que Alberto Rubio, en versión chilena, en un tono quizá menos áspero, menos dramático, hacía variaciones sobre lo mismo. Ver ahora que un nieto suyo, Rafael Rubio, también poeta, participaba en la selección y explicaba en público su visión de la obra de Vallejo, me pareció una vuelta de la rueda del tiempo. Hasta conservaba, pensé, el parecido de su abuelo con el poeta de Santiago de Chuco.
Pocos años después, en el París de la primavera de 1962, conocí al joven Mario Vargas Llosa antes de que fuera conocido en la literatura, puesto que aún no había publicado su primera novela. Hablamos largamente, en interminables caminatas de los días domingo, de la poesía de Vallejo, del Neruda de Residencia en la tierra, de Octavio Paz, de un nuevo poeta del Perú que se llamaba Carlos Germán Belli. Eran meses de discusiones literarias desatadas, de sorpresas y conocimientos. Julio Cortázar vivía a la vuelta de la esquina, lo mismo que Roberto Matta o Miguel Ángel Asturias, y los jóvenes artistas y aspirantes a escritores de América española y portuguesa desembarcaban en París a cada rato.
Cuando leí al final de ese año La ciudad y los perros, uno de los primeros hitos de la nueva narrativa latinoamericana, sentí el eco particular del Vallejo de Trilce, de Poemas humanos, casi en cada página. En la prosa narrativa había entrado un aire, un ritmo, que no era enteramente lógico ni exclusivamente informativo, que tenía una relación no explicada con esa manera de escribir poesía. Cinco años más tarde, en uno de los primeros ejemplares de la edición de Sudamericana de Buenos Aires, leí Rayuela, otro hito novelesco, otra ruptura con la tradición narrativa, y me encontré con una atmósfera, inconfundible para mí, del Neruda de primera y segunda Residencia en la tierra. Se lo comenté a Julio Cortázar y no lo negó en absoluto.
Era una generación de narradores que leía poesía y que leía, a la vez, con insistencia obsesiva, a novelistas y cuentistas que se podrían llamar poéticos, como Faulkner, Proust, Joyce, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges o Juan Carlos Onetti: prosistas que no se quedaban en la esfera exclusiva de lo narrativo, que estaban contaminados por la concisión, el misterio, la ambigüedad de sentido de la poesía. El fenómeno, por lo demás, coincidía con otro opuesto y convergente. La obra de los poetas anteriores de América Latina escapaba de la noción aceptada y tradicional de lo bello. Entraba en lo cotidiano, en lo coloquial, en lo convencionalmente feo:
“y me urge estar sentado
a la diestra del zurdo, y responder al
mudo,
tratando de serle útil en
lo que puedo, y también quiero
muchísimo
lavarle al cojo el pie,
y ayudarle a dormir al tuerto próximo”.
Pablo Neruda explicó esta estética mejor que nadie en un texto de Madrid del año 35, “Sobre una poesía sin pureza”, y César Vallejo, quizá, sin terminar de explicarla, la practicó mejor, con una mezcla de modestia, de rabia, de audacia:
“Y también de resultas
del sufrimiento, estoy triste
hasta la cabeza, y más triste hasta el
tobillo,
de ver al pan, crucificado, al nabo,
ensangrentado,
llorando, a la cebolla,
al cereal, en general, harina,
a la sal, hecha polvo, al agua, huyendo,
al vino, un ecce-homo,
tan pálida a la nieve, al sol tan ardío!”.
Fueron años en que nadie hablaba de derechos de autor, de best sellers, de premios literarios, aun cuando ya existían en alguna parte. La literatura era una vocación, no una profesión. En la pintura había algún dinero; en la literatura, un orgullo, una manera de vivir, una pasión compartida. Vivíamos de sorpresa en sorpresa: las ilusiones eran formidables y no faltaban las ingenuidades. Ahora no sabemos si la revolución, su leyenda, su idolatría, sus confusiones, tuvieron algo que ver con todo esto. Es muy probable que sí, y pagamos las consecuencias de alguna manera. Pero ahí, en una vuelta del tiempo, se encuentra esa época irrepetible: atrabiliaria, frenética, desaforada y, muchas veces, desconsolada. Entrar a la Coupole, en Montparnasse, como antes, en nuestra prehistoria, habíamos entrado al café Bosco, en la Alameda, y ver a Samuel Beckett, con su cara cetrina, cortada a cuchillo (parecida a la de Vallejo), y observar como buscaba alguna mesa de amigos; divisar a Eugenio Ionesco devorando un plato de tallarines con movimientos expertos; asistir a la entrada en masa de los artistas franceses, españoles, iberoamericanos —Antonio Seguí, Gironella, Antonio Saura, Eduardo Arroyo, Corneille, Tinguely—, que regresaban del Salón de Mayo, sedientos, era completamente inolvidable. “Me moriré en París con aguacero”, había escrito Vallejo, frecuentador del mismo café en épocas de preguerra mundial, y todos podíamos decir lo mismo. El gran peruano nos interpretaba. El Hotel des Écoles, en el Barrio Latino, seguía funcionando, “y todavía compran mandarinas”, como cantaba en el poema a su amigo Alfonso. Uno, por ejemplo, se sentaba en las mesas del Dôme, y sabía que en una de ellas se habían sentado Vallejo, Neruda, Alejo Carpentier, Acario Cotapos, Henriette Petit, Pilo Yánez. Era pura mitología, pero nadie podía vivir sin mitología. Vallejo, además de fantasma, de maestro desaparecido, era mito puro, conmovedor: “¡Mecánica sincera y peruanísima, / la del cerro colorado! / ¡Suelo teórico y práctico!”. El tiempo se tragó casi todo, pero Vallejo, de repente, resucita. Alguien me cuenta que su tumba en Montparnasse es una tumba solitaria, sin flores, barrida por un viento frío. A mí me parece muy suyo: esa piedra tumbal es muy vallejiana. Hemos visitado la tumba de tantos otros, desde Baudelaire a Óscar Wilde, desde Wilde a Jean-Paul Sartre. En adelante buscaremos la piedra solitaria, desprovista de flores, de Vallejo, clave de tantas cosas.
Lectores chilenos eligen lo mejor de Vallejo
Como una “antología consultada”, define Pedro Lastra su reciente trabajo sobre César Vallejo (1892-1938) para el cual, efectivamente, acudió a su propio juicio y a las opiniones de seis escritores chilenos de probado conocimiento y admiración respecto de la obra del autor peruano: los poetas Óscar Hahn, Diego Maquieira, Gonzalo Rojas y Rafael Rubio, y los narradores Jorge Edwards y Jorge Guzmán.
El método fue pedirles a los convocados que cada uno marcara sus poemas preferidos en un índice de las Obras Completas de Vallejo. Los textos elegidos variaron entre 40 y 75 y revelaron notorias coincidencias: once poemas fueron seleccionados por los siete consultados, mientras que otros tantos recibieron seis votos, un número mayor, cinco, y algunos más, cuatro.
Con todo este material, Pedro Lastra le dio forma a una necesaria y atractiva selección de la obra de César Vallejo, muerto tempranamente en París, tal como lo escribió en su poema “Piedra negra sobre una piedra blanca”.
César Vallejo. Una lectura desde Chile.
Editorial Universitaria, Colección El poliedro y el mar, Santiago, 2009, 90 páginas, Antología.
*Tomado del blog Azularte.
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