Escribe: Juan Carlos Gómez
Cuando por alguna razón los mexicanos y Gombrowicz aparecen mezclados me vienen a la memoria unas palabras del Orate Blaguer que junta en unas pocas líneas al Niño Ruso con el Hábil Declarante y el Cacatúa.
“[…] ‘Me creo a mí mismo a través de mi obra. Primero combatiré, y después sabré lo que soy’, le oigo decir a Gombrowicz […]”.
“Sé el tiempo empleado en leerla, pero no el que tardé en comprender esa vida, que en realidad es esencialmente una obra. Pero sí sé que un día le oí decir a Christopher Domínguez Michael que aún no sabía si Gombrowicz fue un genio que sólo el nuevo siglo comprenderá o una extraña criatura de la vanguardia que incubaba en la gran Polonia escritores como Schulz y Witkiewicz. Y también sé que le oí decir que había cruzado con muy poca gente palabras en torno a la obra de Gombrowicz (citaba a Pitol y Manjarrez entre otros), ‘pues entre las características que delatan a este misántropo es que poco puede decirse de él’ […]”.
El Cacatúa escribió hace un cuarto de siglo una nota prodigiosa en la que compara a Gombrowicz con Thomas Mann con tanta maestría que no tiene nada que envidiarle a las “idas paralelas” de Plutarco, sin embargo, no siempre hace comentarios atinados, y no los hace porque el Cacatúa tiene un ‘capiti diminutio’ como muy cumplidamente vamos a mostrar en este gombrowiczidas.
“La mayoría de las fotos de Gombrowicz que conozco lo muestran fumando en pipa. Un hombre de orejas muy grandes, patas de gallo en crucigrama, ojos que no miran la cámara […], nariz de grandes ventanas, pelo ralo, tórax ancho […] y una mano grande… que agarra una pipa”.
Las palabras del Cacatúa sobre el aspecto de Gombrowicz son poco felices, en cambio, sus reflexiones sobre la santidad y el satanismo del polaco y del alemán son incomparables.
Desarrolla la idea de que Gombrowicz se atiene a la esencia de lo que Mann le había enseñado en Tonio Kröger, vincula la grandeza a la enfermedad, el genio a la decadencia, la superioridad a la humillación y el honor a la vergüenza. No es tan fácil hablar de la santidad de Gombrowicz a la vista de su egoísmo, del solipsismo del artista puro, de la esquizofrenia que le impedía desdoblarse de sus personajes.
Conoció la vergüenza y aunque no pudo regresar a su país, se atrevió a la grandeza, al genio y a la superioridad. Gombrowicz, que empieza en las letras como diletante, como aristócrata despectivo, como campesino sardónico, hizo de sí mismo un artista santo.
“Veo caminar juntos a Thomas Mann y Witold Gombrowicz, el doble del uno junto al doble del otro. Qué par de mentirosos. Efectivamente, cuán lejos estamos de los tiempos de Montaigne, cuando decir la verdad era tan difícil como siempre, pero más simple”.
No están nada mal estas meditaciones del Cacatúa, la perversidad que destilan las confusiones entre la santidad y el satanismo, entre la inocencia y la obscenidad y, para decirlo con las propias palabras de Gombrowicz, entre la inmadurez y la forma, son una clave conspicua para comprenderlo, aunque no sé si eso es lo que Gombrowicz andaba buscando, si eso es lo que él quería, si ése era el lugar a donde quería ir.
Pero antes de deambular por pensamientos tan atinados el Cacatúa nos muestra su debilidad, nos hace conocer sus sentimientos de inferioridad.
“Estoy seguro, sin embargo, que en ‘El casamiento’ Gombrowicz afirma, insinúa y despliega la idea de que lo inferior es también superior… sin que por ello deje de ser inferior. Esta es una idea extraña, efectivamente, el 68 no la consagró, pero Gombrowicz, sumamente apolítico en el sentido más amplio y estricto del término, pensaba que era una idea revolucionaria”.
“El casamiento” no parece una obra en la que Gombrowicz haya puesto especialmente el énfasis en el asunto de la inferioridad, aunque las relaciones entre la inferioridad y la superioridad aparecen en todos sus escritos. Pero el Cacatúa piensa que sí y sigue adelante con esta idea adornándola con pasajes del epistolario de Gombrowicz.
“En la carta a Juan Carlos Gómez del 15 de noviembre de 1964 se observa cómo Witoldo entendía perfectamente el espíritu español, pero no sus reglas… Gombrowicz entendía la inferioridad de América Latina, pero no toleraba el discurso sobre la injusticia del subdesarrollo […] En esta carta a Juan Carlos Gómez, Gombrowicz dibuja un pequeño plano de su departamento, destacando y subrayando que tiene tres balcones […]”.
El Cacatúa comienza su excepcional nota a la que dio en llamar “El padre es el doble del hijo”, un título por sí mismo llamativo, con una declaración increíble.
“De 1968 a 1974 leí mucho a Witold Gombrowicz. Acabo de poner sobre la mesa todos los libros suyos que leí en esa época… Son más que los que tengo de Tolstoi o Dickens, pongamos por caso… […]”.
“El casamiento” es el sueño sobre una ceremonia religiosa y metafísica que se celebra en un futuro trágico en el que el hombre advierte con horror que se está formando a sí mismo de un modo imprevisible; un acorde disonante entre el individuo y la forma, y no entre lo inferior y lo superior como piensa el Cacatúa.
Es extraño que el Cacatúa se haya confundido de esta manera, pero en verdad no es una confusión, él mismo nos aclara cómo su propia inferioridad se le vinculó con “El casamiento”, nos abre las puertas de su ‘capiti diminutio’.
“Cerca de una ventana había cinco personas: una francesa muy atractiva, inteligente y rica, un pintor mexicano que gozaba entonces de un cierto prestigio parisino nada inmerecido y otros tres varones franceses […] Sin negarle su talento, el pintor me era antipático; de no ser por su cierto prestigio, yo lo hubiera refundido fácilmente en la gama de lo Inferior… además, era bello y sabía comportarse en París […]”.
“Sin mirarme nunca, pero dirigiéndose a mí tanto como a aquella hembra atrayente, culta y bien vestida, dijo una palabra que me angustió […] Gombrowicz: —Hay una obra de teatro de Gombrowicz deliciosa, extravagante, subversiva: “El casamiento” […]”.
“Yo me había convertido en un Gombrobichito de la especie más baja e inferior… me alejé unos pasos, a un sitio donde aún pudiera oír al pintor […]”.
Sobre el propio aspecto y sobre el aspecto en general Gombrowicz hace reflexiones más atinadas que las que hace el Cacatúa sobre su pipa, sus orejas grandes, su nariz de enormes ventanas y sobre su mano grande.
Gombrowicz devoraba a los polacos con la vista para investigar las características de su aspecto, sus movimientos, su forma de hablar y sus caras. Mientras vivió en Polonia no estuvo seguro de las impresiones que le despertaban los polacos, pero aquí, en la Argentina, pudo contrastar esas impresiones con un material humano de lo más variado, compuesto de todas las razas y de todas las naciones posibles.
“Es para mí como una especie de placer doloroso el mirar de improviso a un polaco y verlo de esta nueva forma, igual que se ve a un extranjero, pudiendo verificar de ese modo mis impresiones anteriores cuando estaba aprisionado por la polonidad y, ¿para qué ocultarlo?, bastante atormentado por ella”.
“Hace poco, en Buenos Aires, experimenté de un modo repentino e inesperado una confrontación así […] Fui por casualidad a un concierto, llegué tarde, entré en la sala cuando ya sonaba el tema del primer alegro de la ‘Eroica’; no tenía idea de quien era aquel tipo delgado que dirigía, pero la ejecución de la sinfonía beethoveniana era notable y en algunos detalles tan original que discutí sobre el asunto con Gómez, el amigo argentino que me acompañaba”.
Cuando terminó el concierto fuimos a ver a Stanislaw Skrowaczewski, un compositor y director de orquesta polaco. Las características físicas y espirituales del maestro que Gombrowicz había notado durante el concierto, se le organizaron en esa forma de tipo polaco que ya conocía, igual que lo que ocurre con un paisaje cuando un detalle nos lo permite identificar como algo familiar.
“Pero al mismo tiempo, creedme, todo eso estuvo acompañado de una desagradable puntada en el corazón, quizás a causa de tantos enfrentamientos míos con aquel ‘tipo polaco’ al que yo también pertenecía”.
No hay que buscar en esta reacción un complejo de inferioridad de Gombrowicz, su condición de forastero impenitente lo había curado de ese problema y se sentía cómodo en cualquier ambiente. Ese exotismo de su país que le recodaba el director de orquesta no era solamente misterioso, también parecía una forma de huir de las preocupaciones y de las luchas de cada día muy típica de los polacos.
“Lo captó el ilustre Marcel Prust al describir sus encuentros con un pequeño grupo de ‘muchachas en flor’ […]”.
“Al conocerlas más de cerca, cuando le fueron reveladas sus preocupaciones, intereses, sueños y penas, las encantadoras muchachas dejaron de encantarle; y lo mismo le ocurrió con los salones de la aristocracia parisina, que se le convirtieron en aburrimiento cuando dejaron de ser algo desconocido y misterioso. Pero para Proust la vida consistía sobre todo en conocer, o sea en matar el encanto que nace de nuestra ignorancia”.
El propósito que tenía Gombrowicz cuando se encontraba con algún polaco era el de verlo en su misterio, como lo verían, por ejemplo, un español o un boliviano, en su calidad de extranjero. No obstante el misterio polaco tenía los pies de barro. Polonia era un país que no se destacaba demasiado, que carecía de una cara propia, pero los polacos, sin embargo, no pasaban por el mundo desapercibidos, aunque en la mayoría de los casos llamaban la atención por sus extravagancias.
A pesar de todo, el misterio polaco existe, una cierta manera polaca que atrae e interesa al extranjero.
Yo quiero que los gombrowiczidas juzguen con su propia cabeza el aspecto que tiene Gombrowicz en la foto de esta historia verdadera tomada en uno de los balcones de su piso en Vence.
A mí me parece, cuando la miro, que la descripción que hace el Cacatúa de Gombrowicz no está a la altura de las circunstancias, me da la impresión de que Héctor Manjarrez se ha convertido en una cacatúa, una cacatúa que sueña con la pinta de Carlos Gardel.
“[…] ‘Me creo a mí mismo a través de mi obra. Primero combatiré, y después sabré lo que soy’, le oigo decir a Gombrowicz […]”.
“Sé el tiempo empleado en leerla, pero no el que tardé en comprender esa vida, que en realidad es esencialmente una obra. Pero sí sé que un día le oí decir a Christopher Domínguez Michael que aún no sabía si Gombrowicz fue un genio que sólo el nuevo siglo comprenderá o una extraña criatura de la vanguardia que incubaba en la gran Polonia escritores como Schulz y Witkiewicz. Y también sé que le oí decir que había cruzado con muy poca gente palabras en torno a la obra de Gombrowicz (citaba a Pitol y Manjarrez entre otros), ‘pues entre las características que delatan a este misántropo es que poco puede decirse de él’ […]”.
El Cacatúa escribió hace un cuarto de siglo una nota prodigiosa en la que compara a Gombrowicz con Thomas Mann con tanta maestría que no tiene nada que envidiarle a las “idas paralelas” de Plutarco, sin embargo, no siempre hace comentarios atinados, y no los hace porque el Cacatúa tiene un ‘capiti diminutio’ como muy cumplidamente vamos a mostrar en este gombrowiczidas.
“La mayoría de las fotos de Gombrowicz que conozco lo muestran fumando en pipa. Un hombre de orejas muy grandes, patas de gallo en crucigrama, ojos que no miran la cámara […], nariz de grandes ventanas, pelo ralo, tórax ancho […] y una mano grande… que agarra una pipa”.
Las palabras del Cacatúa sobre el aspecto de Gombrowicz son poco felices, en cambio, sus reflexiones sobre la santidad y el satanismo del polaco y del alemán son incomparables.
Desarrolla la idea de que Gombrowicz se atiene a la esencia de lo que Mann le había enseñado en Tonio Kröger, vincula la grandeza a la enfermedad, el genio a la decadencia, la superioridad a la humillación y el honor a la vergüenza. No es tan fácil hablar de la santidad de Gombrowicz a la vista de su egoísmo, del solipsismo del artista puro, de la esquizofrenia que le impedía desdoblarse de sus personajes.
Conoció la vergüenza y aunque no pudo regresar a su país, se atrevió a la grandeza, al genio y a la superioridad. Gombrowicz, que empieza en las letras como diletante, como aristócrata despectivo, como campesino sardónico, hizo de sí mismo un artista santo.
“Veo caminar juntos a Thomas Mann y Witold Gombrowicz, el doble del uno junto al doble del otro. Qué par de mentirosos. Efectivamente, cuán lejos estamos de los tiempos de Montaigne, cuando decir la verdad era tan difícil como siempre, pero más simple”.
No están nada mal estas meditaciones del Cacatúa, la perversidad que destilan las confusiones entre la santidad y el satanismo, entre la inocencia y la obscenidad y, para decirlo con las propias palabras de Gombrowicz, entre la inmadurez y la forma, son una clave conspicua para comprenderlo, aunque no sé si eso es lo que Gombrowicz andaba buscando, si eso es lo que él quería, si ése era el lugar a donde quería ir.
Pero antes de deambular por pensamientos tan atinados el Cacatúa nos muestra su debilidad, nos hace conocer sus sentimientos de inferioridad.
“Estoy seguro, sin embargo, que en ‘El casamiento’ Gombrowicz afirma, insinúa y despliega la idea de que lo inferior es también superior… sin que por ello deje de ser inferior. Esta es una idea extraña, efectivamente, el 68 no la consagró, pero Gombrowicz, sumamente apolítico en el sentido más amplio y estricto del término, pensaba que era una idea revolucionaria”.
“El casamiento” no parece una obra en la que Gombrowicz haya puesto especialmente el énfasis en el asunto de la inferioridad, aunque las relaciones entre la inferioridad y la superioridad aparecen en todos sus escritos. Pero el Cacatúa piensa que sí y sigue adelante con esta idea adornándola con pasajes del epistolario de Gombrowicz.
“En la carta a Juan Carlos Gómez del 15 de noviembre de 1964 se observa cómo Witoldo entendía perfectamente el espíritu español, pero no sus reglas… Gombrowicz entendía la inferioridad de América Latina, pero no toleraba el discurso sobre la injusticia del subdesarrollo […] En esta carta a Juan Carlos Gómez, Gombrowicz dibuja un pequeño plano de su departamento, destacando y subrayando que tiene tres balcones […]”.
El Cacatúa comienza su excepcional nota a la que dio en llamar “El padre es el doble del hijo”, un título por sí mismo llamativo, con una declaración increíble.
“De 1968 a 1974 leí mucho a Witold Gombrowicz. Acabo de poner sobre la mesa todos los libros suyos que leí en esa época… Son más que los que tengo de Tolstoi o Dickens, pongamos por caso… […]”.
“El casamiento” es el sueño sobre una ceremonia religiosa y metafísica que se celebra en un futuro trágico en el que el hombre advierte con horror que se está formando a sí mismo de un modo imprevisible; un acorde disonante entre el individuo y la forma, y no entre lo inferior y lo superior como piensa el Cacatúa.
Es extraño que el Cacatúa se haya confundido de esta manera, pero en verdad no es una confusión, él mismo nos aclara cómo su propia inferioridad se le vinculó con “El casamiento”, nos abre las puertas de su ‘capiti diminutio’.
“Cerca de una ventana había cinco personas: una francesa muy atractiva, inteligente y rica, un pintor mexicano que gozaba entonces de un cierto prestigio parisino nada inmerecido y otros tres varones franceses […] Sin negarle su talento, el pintor me era antipático; de no ser por su cierto prestigio, yo lo hubiera refundido fácilmente en la gama de lo Inferior… además, era bello y sabía comportarse en París […]”.
“Sin mirarme nunca, pero dirigiéndose a mí tanto como a aquella hembra atrayente, culta y bien vestida, dijo una palabra que me angustió […] Gombrowicz: —Hay una obra de teatro de Gombrowicz deliciosa, extravagante, subversiva: “El casamiento” […]”.
“Yo me había convertido en un Gombrobichito de la especie más baja e inferior… me alejé unos pasos, a un sitio donde aún pudiera oír al pintor […]”.
Sobre el propio aspecto y sobre el aspecto en general Gombrowicz hace reflexiones más atinadas que las que hace el Cacatúa sobre su pipa, sus orejas grandes, su nariz de enormes ventanas y sobre su mano grande.
Gombrowicz devoraba a los polacos con la vista para investigar las características de su aspecto, sus movimientos, su forma de hablar y sus caras. Mientras vivió en Polonia no estuvo seguro de las impresiones que le despertaban los polacos, pero aquí, en la Argentina, pudo contrastar esas impresiones con un material humano de lo más variado, compuesto de todas las razas y de todas las naciones posibles.
“Es para mí como una especie de placer doloroso el mirar de improviso a un polaco y verlo de esta nueva forma, igual que se ve a un extranjero, pudiendo verificar de ese modo mis impresiones anteriores cuando estaba aprisionado por la polonidad y, ¿para qué ocultarlo?, bastante atormentado por ella”.
“Hace poco, en Buenos Aires, experimenté de un modo repentino e inesperado una confrontación así […] Fui por casualidad a un concierto, llegué tarde, entré en la sala cuando ya sonaba el tema del primer alegro de la ‘Eroica’; no tenía idea de quien era aquel tipo delgado que dirigía, pero la ejecución de la sinfonía beethoveniana era notable y en algunos detalles tan original que discutí sobre el asunto con Gómez, el amigo argentino que me acompañaba”.
Cuando terminó el concierto fuimos a ver a Stanislaw Skrowaczewski, un compositor y director de orquesta polaco. Las características físicas y espirituales del maestro que Gombrowicz había notado durante el concierto, se le organizaron en esa forma de tipo polaco que ya conocía, igual que lo que ocurre con un paisaje cuando un detalle nos lo permite identificar como algo familiar.
“Pero al mismo tiempo, creedme, todo eso estuvo acompañado de una desagradable puntada en el corazón, quizás a causa de tantos enfrentamientos míos con aquel ‘tipo polaco’ al que yo también pertenecía”.
No hay que buscar en esta reacción un complejo de inferioridad de Gombrowicz, su condición de forastero impenitente lo había curado de ese problema y se sentía cómodo en cualquier ambiente. Ese exotismo de su país que le recodaba el director de orquesta no era solamente misterioso, también parecía una forma de huir de las preocupaciones y de las luchas de cada día muy típica de los polacos.
“Lo captó el ilustre Marcel Prust al describir sus encuentros con un pequeño grupo de ‘muchachas en flor’ […]”.
“Al conocerlas más de cerca, cuando le fueron reveladas sus preocupaciones, intereses, sueños y penas, las encantadoras muchachas dejaron de encantarle; y lo mismo le ocurrió con los salones de la aristocracia parisina, que se le convirtieron en aburrimiento cuando dejaron de ser algo desconocido y misterioso. Pero para Proust la vida consistía sobre todo en conocer, o sea en matar el encanto que nace de nuestra ignorancia”.
El propósito que tenía Gombrowicz cuando se encontraba con algún polaco era el de verlo en su misterio, como lo verían, por ejemplo, un español o un boliviano, en su calidad de extranjero. No obstante el misterio polaco tenía los pies de barro. Polonia era un país que no se destacaba demasiado, que carecía de una cara propia, pero los polacos, sin embargo, no pasaban por el mundo desapercibidos, aunque en la mayoría de los casos llamaban la atención por sus extravagancias.
A pesar de todo, el misterio polaco existe, una cierta manera polaca que atrae e interesa al extranjero.
Yo quiero que los gombrowiczidas juzguen con su propia cabeza el aspecto que tiene Gombrowicz en la foto de esta historia verdadera tomada en uno de los balcones de su piso en Vence.
A mí me parece, cuando la miro, que la descripción que hace el Cacatúa de Gombrowicz no está a la altura de las circunstancias, me da la impresión de que Héctor Manjarrez se ha convertido en una cacatúa, una cacatúa que sueña con la pinta de Carlos Gardel.
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