22.7.09

ALGUNOS GESTOS DE ESTILO EN LA POESÍA AREQUIPEÑA: 1950 AL PRESENTE(1)



Escribe: Pedro Granados

Respecto a la generación del 50 son básicamente tres: la poesía de Pedro Cateriano (1927), José Gonzalo Morante (1929) y Oswaldo Reinoso (1932). Frente a los típicos gestos de moda —el melancólico discurso provinciano o la solemne poesía social de la época— aquellos autores tienen mayor ambición o lucidez y ensayan otras propuestas. El primero de los nombrados, Pedro Cateriano (aunque empiece a publicar recién a fines de los años 70), ensaya el distanciamiento inteligente, la soberanía del yo poético frente a sus referentes; gesto que, aunque lo torna coetáneo de la predominante poesía anglosajona de entonces (vía Antonio Cisneros, sobre todo, autor culto y cosmopolita), su dosificada oralidad y equilibrada ironía tienen un peso específico y destacan, en el panorama poético arequipeño de aquel entonces, tal como puntualizara Martín Adán de la entrañable Catita: “cual una zarza entre un sembrío de coliflores”.

Otro gesto de estilo en los 50, de un extraordinario poeta, pero al que ganó el sentimiento —semejante al de Juan Gelman ante “Andreita”— es el caso del poderoso y zozobrante lirismo de los versos de José Gonzalo Morante. Al que ganó el sentimiento, pero que al fondo de éste deja entrever a modo de un imponente iceberg, densas, hondas y personales lecturas del Siglo de Oro y del Modernismo; tal el caso de sus espléndidos nocturnos:

Y heme aquí, blanco de aliento,

con mi sangre, garra del vacío,
con mi voz, y su ciego encaramado
que ya no es ciego;
reuniendo sílabas y escarcha,
ciegos, ojos ciegos, y palomas


El tercer gesto generacional se lo debemos al Oswaldo Reinoso de su único libro de poemas hasta ahora publicado, Luzbel (1965). Constituido en un narrador de culto, sin embargo, este poemario anticipa o dialoga con los temas y motivos de sus cuentos y novelas breves. Certero pudor homoerótico —algo muy distinto a la represión— rezuma a través de las páginas de aquel volumen. Tadzio, el entrañable efebo de Muerte en Venecia, o ahora Luzbel son entonados y modulados con íntimo orgullo y fervor equivalentes; y acaso, en cuanto a la obra del peruano, a veces también con no menos ingenua ostentación. Obvio, estas fallas de caracterización —específicamente del yo poético en Luzbel— tornan irregular el poemario en su conjunto. En Reinoso poeta parecerían coincidir intensamente, aunque sin el debido concierto, una actitud vanguardista e iconoclasta —incómoda— dentro un molde literario más bien tradicional.

Es por este motivo que, ante tal problemática coyuntura, cede ante García Lorca; es decir, más que un homenaje al poeta granadino, los versos de Reinoso se aferran de su modelo para salir del paso, para sortear o soslayar una labor de concepción y labor compositiva, creemos, que pudo haber sido aún mucho más honda y compleja. Y, tal como a las de César Moro o Jorge Eduardo Eielson en el Perú, asimismo insulares en las letras arequipeñas.

Por otro lado, una más auténtica e interesante poesía social aparece recién, en los 70, con la obra de Cesáreo Martínez (1945-2000). Chacho (para sus amigos), cultivó una extraña mezcla de poesía contestataria y, en simultáneo, fantasiosa o imaginativa; incluso gozosa. Poeta henchido, magia y política se tocan en sus versos y se tejen a veces en hallazgos extraordinarios, como en este poema que alude a la gesta de Túpac Amaru II pareciera poetizada desde el ayahuasca, por lo tan visionaria y persuasiva:

¿Qué hombre mortal no ha visto un árbol? Pero ese

árbol era un hombre.
Un hombre terriblemente ahíto de belleza como un
árbol sensitivo.
Vi ese árbol y mis sentidos aún no se reponen de esa
aparición.
Vi sus ojos y las multitudes espejeaban furiosamente desde
ellos.
Vi ese hombre cuyos huesos eran de carne y hueso como
los de un árbol maravilloso que camina.
Y todo hombre que camina es un hombre impelido por las
estrellas. […]
De los tres o cuatro costados irrumpieron los tres o
cuatro nubarrones de odio, acecharon los
rumbos.
acecharon aires, tomaron la cúpula de aquel árbol
que camina y le sacaron la lengua.
Le arrancaron las alas, le arrancaron los ojos y le
cortaron los sueños.
Pero el hombre, imperturbable, tumultuoso y feroz, dijo
que volvería


Alrededor de los años 80 tenemos algunas voces interesantes; aunque a esta generación, básicamente universitaria, parafraseando unos versos de Rosa Elena Maldonado: ya que la semiótica no pudo resolver sus vidas, desagarraron teorías. Es decir, como en toda la poesía peruana de los 80 —y Arequipa nos es una excepción— no hay aura sino más bien, como en Borges (a decir de Silvia Molloy), voluntad de aura.

En consecuencia, y por lo general, son vidas urbanas, pequeño burguesas y anodinas tratando de inventarse alguna otra existencia paralela, paradójicamente, sin aura (ergo: singular labor de conjurar el aburrimiento, con más aburrimiento). No otra cosa han sido entre nosotros grupos como La sagrada familia, Kloaka, Ómnibus o Macho cabrío; compacta bola de estudiantes, por lo común —más no siempre— con una técnica depurada en sus versos, exhibiendo la típica carencia de épica y el —no menos retórico— inflacionado erotismo de su generación. Por ende, el desborde popular fueron algunos recitales de poesía y conciertos de música underground; como la sazón de sus cuerpos —Noches de adrenalina de Carmen Ollé— fue tomada prestada de manuales de psicología o sociología franceses que se exportaban —pareciera de modo rentable— a la clase intelectual pequeño burguesa de todo el tercer mundo. En otras palabras, aquella generación no fue capaz de superar con su poesía, entre otros flagelos, el generalizado malestar de la cultura ni su propio malestar. Y es por este motivo que, además, la poesía del 80, e incluso ya la del 90, reclama ahora mismo por las que, si las hubiere, fueron o son sus auténticas individualidades; aquellos autores que —entre el magma de impostores, plagiarios, amigos del que la lleva, y de los que los creó, o productos mediáticos— son sus reales gestos de estilo. Es trabajo de la crítica, debería serlo, el reexaminar, reevaluar o redescubrir.

Detenemos aquí, ladinamente, nuestro coche. No sin antes felicitar a Tito Cáceres Cuadros, autor de esta Antología, por arriesgar y abrir su mirada incluyente hasta los poetas arequipeños del 2000. Un paso más y estaremos leyendo también ya hacia el futuro, y no tal como lo usual —a manera de policías— atentos única u obligatoriamente hacia el pasado. Justo en esta tarea ahora mismo nos pillan, en el ejercicio bienhechor de esta libertad.

(1)A partir de un libro reciente: Tito Cáceres Cuadros, Antología de la poesía arequipeña 1950-2000 (Arequipa, Perú: Centro de ediciones UNSA, 2007) 373 pp.
*Tomado del blog de Pedro Granados.

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