Escribe: Darwin Bedoya
Cada silencio, cada sombra, cada luz, cada herida, cada sentimiento y cada idea tienen su propio poema. La labor del poeta es siempre interminable; un laberinto en el que a la vez se busca la salida, se tiene que ir describiendo las paredes de los senderos por donde se va o se está. Continuidad de los alfiles (2009, 46 pp. Ediciones Súbita) de Juan Zamudio (Arequipa, 1980), es un poemario con una persistencia de orden vital en el panorama de ejercicio poético. Vital no significa simple, hablar de la vida (hablar de la existencia, hablar del amor, hablar del deseo, hablar de la poesía, ¿de qué más se puede hablar?) no significa malbaratar la lengua con pasajes o anécdotas transcritas. Es la vida que late, pero este poeta que habla de la vida no ha renunciado a la tarea de conquistar lo que en el lenguaje todavía puede ser conquistado. Si bien es cierto, sabemos bien que la poesía se caracteriza por proponer transformaciones, por mostrar imágenes que vienen vibrando dentro de uno: «Estoy desnudo / una pelota es lanzada / violentamente / hacia esta esquina / nadie vendrá a recogerla. / Lo de la pelota lo inventé / pero que nadie vendrá / es cierto. / Estoy desnudo / con un cartel colgado al cuello / que dice / estoy desnudo», («Avenida», p.26).
El cisma del siglo XXI induce que también somos muchos los que aún no nos hemos querido desconstruir, porque habiendo padecido (y padeciendo) tanta alienación como cualquier ser del planeta, sentimos que formamos, tal vez, parte de esta sensibilidad posmoderna. Creemos que la posmodernidad intenta, con festiva seriedad, la recuperación de viejos valores o la propuesta de reconstruir la civilización (porque de eso se trata, al menos idealmente) sobre la base de nuevas concepciones que sean visibles y profundamente humanas. Esta idea supone que todo pudiera ser una visión intuitiva, ahora que se puede reconocer esa esencialidad de la poesía y de la fe que nos señala el camino —o los innumerables caminos posibles, pensando como quizás lo haría Lezama Lima— hacia el cosmos, la poesía.
Zamudio, en Continuidad de los alfiles, parte del vacío, del desvarío, del hilo suelto, de la mancha o de la grieta para reconstruir no lo que fue, sino lo que late en el fondo y apenas se insinúa. Va tomando con pinzas una colección de ideas para interrogar lo fragmentario y huidizo, los cabos de una realidad que no terminan de mostrarse. Es con estas ideas que nos revela su concepción del hombre como naturaleza caída, no por la culpa sino a causa de la conciencia de la separación y de la muerte. El libro, esencialmente, se constituye a través de la variación. Una estructura que el poeta aprovecha con eficacia alrededor de las acciones artísticas (y es fundamental la consecuencia y la referencia de los paratextos que aperturan las tres partes del libro), o del análisis de determinadas alusiones: fetiches, clepsidras, extramuros, ritos, brisas, enigmas, etc. que el autor utiliza casi como un correlato objetivo; referencias que podríamos pensar son fundadoras de una concepción del poema y, como consecuencia, aquellas a partir de las que es posible esculpir los trazos de la propia identidad, presencia materializada en este libro en las múltiples reticencias a la reflexión intuitiva del ser: «Estar así, frente a la pantalla del computador, teclear rápido que algunas imágenes se alejan, o simplemente teclear y echarle mano a las imágenes que reposan mansamente en la memoria./ Enviarte palabras como postales» («Campiña de moche», p.16). El ser, parece decir Zamudio, se funda y se deshace en la soledad y el vacío. Creo que este es el motor y motivo alrededor del cual se estructuran y también se erigen buena parte de los textos de este poemario. Desde el primer poema, que funciona casi como una cosmogonía íntima: «En distinta madrugada, lejos de casa, croma perpetuado inmóvil en sábana de sed. / El fugaz horizonte de mis pensamientos advierte ligero movimiento de la imagen, cuyo aguijón me inyecta secuencias de atardeceres. / Perpetuado, inmóvil, persiste Cáncer con sus dioses y revelaciones culminantes.» («Fetiche», p.11). La esencia de lo ¿humano? es consecuencia de la dialéctica entre contrarios, de su fusión y punto generatriz, en consecuencia, de su meditación del silencio y del vacío.
Mientras se va leyendo el poemario, uno se va dando cuenta que el tono es muy desolador, de hecho los paratextos titulares anuncian ese designio. Todo en el libro es una sensación de melancolía y meditación frente al vacío que tenemos en general los seres humanos. En el camino de esta meditación se va fraguando lo cotidiano, digamos, se va fraguando la experiencia de todos los días y se va fraguando también la poesía como una posible solución, para enfrentar esta situación de ausencias y vacíos y este hastío dentro de la relevancia de lo cotidiano, pero curiosamente, después de retratar, como dice el poeta, estos parajes y situaciones de este «reino de cenizas», de la incompletitud donde lloramos; la poesía finalmente aparece en el libro como algo que no quiere fracasar en ese empeño de redención. No pensemos en la integridad de la palabra desolación. Tal vez sea mejor entender que Continuidad de los alfiles es un poemario, convengamos, para cultivar la melancolía, un poemario para regodearse en las abstracciones de este mundo, y lo es.
La misión de la poesía es la de juntar cabos y para lograrlo los inventa partiendo del desorden mismo de la vida. Los poemas de Continuidad de los alfiles configuran un ceremonial suntuoso e ideológico, una suerte de restauración realizada, milímetro a milímetro, por una voraz reflexión en la que no es difícil adivinar el ritmo insondable de lo poético. Una nueva y perturbadora metáfora del exilio. En verdad, la poesía ha venido padeciendo el peso pedantesco de los aparatos teóricos de la verdad racional, directa o indirectamente autoritaria, decidora de las soluciones definitivas sobre la base exclusiva de su verdad; verdad que, en el mejor de los casos, va adquiriendo una lógica sobre las experiencias de la vida y su paz interior. Continuidad de los alfiles, al margen de sus méritos intrínsecos, afianza en su búsqueda la peculiaridad de una voz poética que dialoga con el mundo interior y la realidad exterior, con el acontecer metafísico y emotivo del sujeto, y la estela de accidentes y fenómenos que suceden más allá de los límites individuales. Pero Juan Zamudio no plantea dicha coyuntura en términos dicotómicos; su propuesta, en todo caso, intenta nombrar la contradanza que sostienen la insularidad de la persona y las epifanías del entorno a través de un espectro de matices, pulsiones y gradaciones que conlleva una revaloración de los detalles y movimientos que conforman el cuadro poético.
Continuidad de los alfiles nos demuestra que poco a poco los vectores de la vida se van corriendo (se seguirán corriendo) hacia el misterio que nunca ha podido ser explicado por la ciencia ni por teoría alguna, y así la invención poética, debido a su inmanencia en el ser, ha comenzado a evidenciarse (aunque realmente en muchas sociedades la poesía sigue oculta y tal parece que es una insuficiencia humana) como verdad liberadora, al desplazar al racionalismo hacia el lugar que le corresponde, o lo que es mejor decir, al reubicarlo entre sus propios límites, dejando que en estos tiempos el ojo del animador que llevamos dentro interrelacione dialécticamente la inteligencia de lo racional —concreto— lógico con lo mágico de las intuiciones y la imaginación para convertirse en un ojo verdaderamente inverosímil. La poesía, por ser una inefable mentira, admite incluso la reflexión existencial (esto es lo que quiere decir la poesía de Zamudio), y en consecuencia sus conceptos; por lo que entonces proyecta un carácter filosófico; admite, asimismo la mística, cuando se ocupa de imaginar la fe religiosa y alcanza su grandeza en la religiosidad y hace subjetivos, en general, los aspectos de la vida. Sombras y luz. Vacío: claroscuros.
Creo que fue el elegante y sutil Saint-John Perse quien explicaba, en su recepción del Nobel, que la oscuridad que se le reprocha a la poesía no proviene de su naturaleza, sino de la noche que explora. ¿Cuál es la realidad que explora el lenguaje de los poemas de esta ópera prima de Zamudio? ¿A qué oscuridad se refería S. J. Perse? La obra de un poeta es siempre una respuesta a un sentimiento. La labor del poeta es interminable. A veces también responde a la nada. El poeta dice lo que dice, y al hacerlo está tomando una postura ante una realidad y/o sentido que lo asedia. Lo que hay aquí de particular es la incorporación de este hecho como tema ineludible del poema. Hay una insistencia en la mención de sucesos sublimes. Saltan entre tormentos cotidianos, entre confusiones emotivas y fieros impulsos. En estos versos se percibe una realidad invertida, un orden desordenado. La poesía, que es exteriorización de lo poético, a mi juicio —y aunque esto quiera ser objetado— sólo es superada por el proceso de la fe del creyente (entiéndase el concepto de «lo religioso» no como fanatismo obtuso, sino como fuerza dirigida al apego del amor total. La fe, en sus múltiples manifestaciones, coincide con lo poético. De aquí que la fe también contenga lo poético o contenga la poesía como estructura lingüística, y también la ciencia y la filosofía, cuando en su relación dan lugar al pensamiento y la meditación de la vida. Brumas y cielos nublados. Esa oscuridad no es otra cosa que el intenso encuentro de los sucesos que le ocurren al poeta y los muestra en forma de poesía. Aunque su poesía no siempre se muestra con la misma intensidad y verdad.
El discurso del sujeto poético deja entrever un intento por lograr una convivencia mejor entre la simbiosis de lo sentido y lo vivido. Casi como un paralelo de aquel lejano día que se cuenta desde Platón, esa idea posible de contar la historia de «la divergencia entre los dos logos», el poético y el filosófico. El logos filosófico se vive como unidad de pensamiento frente al encanto de la irracionalidad del poema. El filósofo, desde la conciencia y desde el resplandor de la sabiduría, verá con horror «el mundo de apariencias a las que se aferra el poeta.» En el reino de la razón, filosofía y poesía profundizan su enemistad, y no será sino con la crítica y la negación de «la verdad revelada», con el intenso proceso de desconstrucción categorial que se inicia con Nietzsche y Heidegger, y que en Derrida tendrá uno de sus más extremos y extraordinarios avatares, cuando se cierre la divergencia entre los dos logos y la palabra filosófica regrese a su condición primera de palabra poética. En ese regreso a la unidad de los dos logos, la filosofía tomará de la poesía «los lugares del ser por ella señalados», se convierte entonces en reflexión sobre el lenguaje como morada y, en la irradiación misma de los signos, esto deviene en formulación estética, señalamiento de la expresión poética como revelación y ocultación, complejo modo de lo que se viene a llamar la sacralidad del ser: «Dios en forma de un hueso rojo / me habla desde allá / donde el otro que no seré / eleva su cometa en la inmovilidad / de la infancia. / Me habla desde allá / donde el otro que no seré lanza una esfera líquida / hacia atrás / sobre el abecedario / lo más lejos posible de su piel (…) / Quizá su polvo y el mío / sean materia de un mismo principio. / Ahora entiendo lo que decía Dios / en forma de un hueso rojo / al recuerdo y a la duna / el viento demora en deshacerlos» («Espacio en blanco», p. 41-42).
Frente a los poemas de Zamudio resulta muy difícil descartar el concepto de lector a la hora de pensar el fenómeno estético. Sin embargo, conviene entender aquí las lecturas no como algo exterior a la escritura, sino como « el resultado de una alquimia entre lo claro y lo oscuro». Hay entre ese claroscuro una búsqueda que no está sólo en el contenido, abarca también la forma, la de un sentido poético en el que impera la simplicidad simbólica y temática, la pauta en la elaboración técnica de su trabajo, lejana a una confesión meramente de sentimientos y cercana a la irrupción explosiva de una poética que recién se encamina, pero que ahora resulta trabajada con puntilloso rigor, combinando poemas en prosa y poemas breves, que vuelven más interesante el proceso de su lectura, pues obligan al receptor a tratar de indagar más allá de la superficie e ir a ese otro espacio del texto donde toda palabra está cargada de múltiples sentidos. Así, en el universo poético de Zamudio importará menos la experiencia, que el recuerdo de esa experiencia, que el poeta evoca y reescribe a partir de sus lecturas. Aquí, lo que parece fruto de la observación y el recuerdo es, en realidad, reescritura. El poeta pasa a ser un lector de los textos que ve.
En Continuidad de los alfiles, la reminiscencia también representa una búsqueda, donde la evocación se convierte en un refugio para continuar en el ahora. Se percibe, desde lejos, una preocupación fundamental por un discurso poético que quiere empecinarse en recuperar el tema de la imperfección del alma, es decir, que el hombre busca afanosamente completar su deseo sin conseguirlo, en las cosas más nimias y aun en aquellas que definen su espíritu. Este primer poemario de Zamudio es una exploración del lenguaje, de la poesía. Esto se puede entender desde el punto de vista eminentemente lingüístico, hasta las evidentes progresiones retóricas y un dilatado discurso perturbado, nervioso y hasta cierto punto forzando armonías e imágenes. Empero, pienso que existen mitos acerca de lo que debe ser el gusto de la época, cuando desde la provisional preceptiva moderna se impone la casi sagrada obligación de establecer el sujeto poético, la respuesta será que la vanguardia no es el único refugio de la literatura actual.
Finalmente, se escribe para dejar memoria de lo vivido. Las imágenes, las vivencias, los olvidos, los vacíos que aparecen en este texto, tratan de ser testimonio de la maravilla que causa lo nuevo, lo recién recorrido. El poeta siempre está alerta de su entorno, observa con atención el mundo que lo circunda. En la poesía se reproducen estados de ánimo, conexiones anímicas con los espacios, las alucinaciones, las divagaciones, las costumbres. Cada idea, cada ausencia, tienen su propio poema. Buen inicio poético éste de Zamudio. Esperamos más de él.
Juliaca, junio de 2009
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