DANTE EN LOS SUBURBIOS
Escribe César Hildebrandt
Se ha muerto Enrique Congrains, el Dante que nos llevó a conocer los arrabales a los muchachos que estábamos seguros de que Lima no tenía marujas ni infiernos, el De Sicca del realismo urbano que nos paseó por los parajes negados y que hizo por el descubrimiento de la ciudad lo que Alegría y Arguedas habían hecho por el descubrimiento del mundo andino.
La cruel descripción que de él hizo Vargas Llosa en su autobiografía precoz la devolvió Congrains diciéndole a todo el mundo, la última vez que estuvo en Lima, que para él quien mejor escribía en el Perú era Gregorio Martínez.
Vargas Llosa lo pintó, con cuatro crayolazos maestros, como un fenicio chiflado que lo mismo podía vender pulidores de ollas que novelas y que escribió desde los cuentos de “Lima, hora cero” hasta la novela breve “No una sino muchas muertes” con el único propósito de ir de puerta en puerta ofreciendo su mercadería textual al contado o en cómodas cuotas mensuales.
La verdad es que Congrains nunca fue un escritor al que le sobraran brillos y también es verdad que su asilo en el realismo seco y duro parecía más una coartada que un modo de entender la literatura. Y es que el realismo tiene que ser el de un Dos Passos o el de un Solztjenitzin —realismo-río, plenitud mediocre, laborioso retrato de penurias— para llegar a ser arte. Y lo de Congrains tenía enormes méritos pero como que dejaba ver costuras, propósitos de conmover, trucos dramáticos.
También es cierto que nuestra crítica oficial fue siempre roñosa con Congrains. Pero eso no es de sorprender. Con la excepción del Oviedo original y del González Vigil de siempre, ¿de qué crítica podemos hablar que no sea esa que Clemente Palma podría reclamar como suya?
Como los críticos con diplomas lo ignoraron, Congrains se reafirmó desapareciendo. Y un día partió míticamente a Venezuela, donde hizo negocios inverosímiles que terminaban tas con tas con el fracaso, y otro día acoderó en Cochabamba, donde escribió sus dos últimos y olvidables libros. La última vez que estuvo en Lima, hace dos años, un sector de escritores reconoció su deuda con él y la saldó con algunas semblanzas y uno que otro ágape más bien chifoso. Las “autoridades” brillaron gracias a su ausencia.
Congrains tuvo el mérito de descubrirnos, proféticamente, el infierno de Lima. Necesitaríamos cien Congrains para novelar la pesadilla que es Lima hoy. Porque si los críticos jamás homenajearon a Congrains, quien le rindió culto y tributo fue Lima, que cada año se pareció más a sus libros y que hoy es como el borrador del libro crispado que Congrains debió escribir.
En todo caso, prefiero, como lector, a Congrains y su rudeza de arenal y estera que a los escritorcitos ovejados (meeeeeeeeee) que hacen todo lo posible por seguirle la corriente a los que cortan el jamón. El jamón serrano, claro está. Porque hablamos de una promoción de evasores que el viejo Lara y sus pandillas han domesticado desde el Planeta del entretenimiento. Porque para Lara todos los libros debían ser para el bolsillo. Y Planeta jamás hubiera editado a Congrains.
La cruel descripción que de él hizo Vargas Llosa en su autobiografía precoz la devolvió Congrains diciéndole a todo el mundo, la última vez que estuvo en Lima, que para él quien mejor escribía en el Perú era Gregorio Martínez.
Vargas Llosa lo pintó, con cuatro crayolazos maestros, como un fenicio chiflado que lo mismo podía vender pulidores de ollas que novelas y que escribió desde los cuentos de “Lima, hora cero” hasta la novela breve “No una sino muchas muertes” con el único propósito de ir de puerta en puerta ofreciendo su mercadería textual al contado o en cómodas cuotas mensuales.
La verdad es que Congrains nunca fue un escritor al que le sobraran brillos y también es verdad que su asilo en el realismo seco y duro parecía más una coartada que un modo de entender la literatura. Y es que el realismo tiene que ser el de un Dos Passos o el de un Solztjenitzin —realismo-río, plenitud mediocre, laborioso retrato de penurias— para llegar a ser arte. Y lo de Congrains tenía enormes méritos pero como que dejaba ver costuras, propósitos de conmover, trucos dramáticos.
También es cierto que nuestra crítica oficial fue siempre roñosa con Congrains. Pero eso no es de sorprender. Con la excepción del Oviedo original y del González Vigil de siempre, ¿de qué crítica podemos hablar que no sea esa que Clemente Palma podría reclamar como suya?
Como los críticos con diplomas lo ignoraron, Congrains se reafirmó desapareciendo. Y un día partió míticamente a Venezuela, donde hizo negocios inverosímiles que terminaban tas con tas con el fracaso, y otro día acoderó en Cochabamba, donde escribió sus dos últimos y olvidables libros. La última vez que estuvo en Lima, hace dos años, un sector de escritores reconoció su deuda con él y la saldó con algunas semblanzas y uno que otro ágape más bien chifoso. Las “autoridades” brillaron gracias a su ausencia.
Congrains tuvo el mérito de descubrirnos, proféticamente, el infierno de Lima. Necesitaríamos cien Congrains para novelar la pesadilla que es Lima hoy. Porque si los críticos jamás homenajearon a Congrains, quien le rindió culto y tributo fue Lima, que cada año se pareció más a sus libros y que hoy es como el borrador del libro crispado que Congrains debió escribir.
En todo caso, prefiero, como lector, a Congrains y su rudeza de arenal y estera que a los escritorcitos ovejados (meeeeeeeeee) que hacen todo lo posible por seguirle la corriente a los que cortan el jamón. El jamón serrano, claro está. Porque hablamos de una promoción de evasores que el viejo Lara y sus pandillas han domesticado desde el Planeta del entretenimiento. Porque para Lara todos los libros debían ser para el bolsillo. Y Planeta jamás hubiera editado a Congrains.
*Tomado del diario La Pr1mera.
1 comentario:
un excelente artículo el de hildebrant, que bien merece ser difundido. un saludo desde chimbote
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