Escribe: Juan Carlos Gómez
En los años 60 Gombrowicz tenía unos pocos fans en Barcelona: Gabriel Ferrater, Joaquín Jordá, Jorge Herralde, Sergio Pitol…, y es también en los años 60 que nosotros empezamos a tener noticias de Pitol por las cartas que nos escribe Gombrowicz desde Vence buscando desesperadamente un traductor para poner en español el “Diario argentino”.
“En cambio no haces lo que debieras hacer, es decir, mandar un ejemplar de “El casamiento” argentino a Sergio Pitol, México, como te decía en la anterior”.
Por aquel entonces Gombrowicz lo estaba invitado a Pitol a colaborar con la traducción del “Diario argentino”, un collage que arma con fragmentos de los diarios que se refieren con algún detalle a los argentinos y a la Argentina.
“Un día el cartero me entregó una carta procedente de Vence, una población del sur de Francia. La firmaba Witold Gombrowicz. ¿Se trataría, acaso de una broma? Me resultaba difícil creer que fuera auténtica. La mostré a algunos amigos polacos y se quedaron estupefactos. ¡Una carta de Gombrowicz recibida por un joven mexicano residente en Varsovia! ¡Qué exceso, qué anomalía! Yo asentía y me regocijaba. ‘Como todo en la vida de Gombrowicz’, me decía. En la carta me explicaba que alguien había puesto en sus manos la traducción al español de ‘Las puertas del paraíso, de Jerzy Andrzejewski, y que le había parecido satisfactoria. Tanto, que me invitaba a colaborar con él en la traducción de su Diario argentino…”.
Podríamos decir que el mote de Niño Ruso se lo puso el propio Pitol en la infancia, y se lo puso con mucho gusto.
“El Viaje” es un libro mozartiano en el que se cruzan con inteligencia el drama, el humor y la belleza. Lo tuve que leer de apuro cuando el Niño Ruso se vino a Buenos Aires para presentarlo pues formaba parte de una trilogía dedicada que me había mandado desde México y que yo me resistía a leer como gato panza arriba.
En “El Viaje” Billy Sully le pregunta a Sergio cómo se llama: —Iván; —¿Iván qué?; —Iván, niño ruso.
“Los problemas de mitomanía me duraron unos cuantos años, como defensa ante el mundo […] La única excepción fue la de mi identificación con Iván, niño ruso, que aún a veces me parece auténtica verdad”.
El Niño Ruso fue el único escritor que se interesó verdaderamente por las cartas que Gombrowicz le había escrito a Flor de Quilombo y que yo mandaba a los escritores gombrowiczidas. Los comentarios que me hacía sobre esta correspondencia eran amenísimos e inteligentes.
“¿Cuál era la verdadera relación entre Gombrowicz y Flor? En una carta que me enviaste, de las que Gombrowicz le escribió a Flor, parecería que Flor, cuando conoció al polaco, se le acercó demasiado físicamente, y el escritor no le correspondió explicándole que una aventura sexual no le interesaba porque eso arruinaría una amistad. Pero estas cartas últimas parecen matrimoniales. Y tú lo sabías, por eso lo incitaste a proponerle una vida en común con Flor”.
Estaba dándole vueltas a la cabeza a ver cómo podía atacar la actitud bondadosa y patriarcal del Niño Ruso.
“En tu excelente ‘Diario de Escudillers’ escribís sobre tu llegada a Barcelona empezando el 22 de junio de 1969 y terminando el 27 de septiembre […]”.
¿Recordás que entre esas dos fechas, el 24 de julio más precisamente, se murió Gombrowicz en Vence, ¿por qué no escribiste sobre Gombrowicz si había muerto en el tiempo de tu diario barcelonés?”.
Sin perder ni un poco de su calma y de su aplomo habituales me escribió una carta bondadosa y atinada.
“Siento algo de inquisidor en tus preguntas. ¿Por qué no mencioné la muerte de Gombrowicz en mi diario de Escudillers? Tal vez no lo supe entonces. En España fuera de un puñado de intelectuales nadie sabía de la existencia de él. Y la muerte de alguien que no existe en mi entorno más íntimo me parece natural, es el ritmo final de la comedia humana, y está muy cerca de nuestras raíces mexicanas. Me parece que el único autor cuya muerte me dolió fue la de Thomas Mann, cuando era yo muy joven”.
Desde el mismo comienzo de nuestra relación el Niño Ruso me alentó a que me pusiera en contacto con el Pato Criollo si es que quería llevar a buen puerto mis empresas literarias.
“Me parece bien que hayas acudido a Aira, hay conexiones con Gombrowicz en su excentricidad, en su libertad, en muchas cosas. No son iguales, claro, nadie lo es […]”.
“Yo lamento la ausencia de los conocimientos filosóficos que tan bien maneja Aira y que le dan un peso especial a sus novelas, como ‘Cumpleaños’. Aira es el más importante y radical de los nuevos autores latinoamericanos y a mí, que estoy en el umbral de los setenta años, leerlo me da una gran sensación de libertad”.
El Niño Ruso tiene ideas un poco diferentes de las mías respecto a la Vaca Sagrada y me lo hace saber muy amablemente.
“Me permito decirte que hay algo que no me gusta de tus cartas, la manera como te expresas al tocar a Rita Gombrowicz. Fue su compañera, su enfermera, su lazo con el mundo y con la vida en los últimos años. Él la eligió. Aún ahora continúa trabajando para que la obra de Gombrowicz no se pierda. Si también tiene ganancias de esa obra, eso es lo que menos debe contar […]”.
“Y si declara que tenía relaciones con otros, es explicable, por las discordancias de edades, por la enfermedad y por las características difíciles de Gombrowicz en cuanto al sexo. Y, sobre todo, porque los años sesenta en Europa y creo que en todo el mundo, fueron absolutamente disolutos, libertarios, anárquicos, cargados de una intensidad erótica soberbia, y un acto sexual no tenía la más mínima trascendencia. Era como tomar un vaso de agua”.
Y tampoco nos ponemos de acuerdo sobre mi ruptura con Gombrowicz, el Niño Ruso considera que el dolor de Gombrowicz pesaba más que el mío cuando dejamos de escribirnos.
“Es bueno haber leído a los dos protagonistas. Desde el inicio sentí que la ruptura sería el destino de esa amistad; era necesario Buenos Aires y el grupo de amigos, y el Rex y todo un mundo físico donde se oyeran las voces para que la amistad viviera […]”.
“La dura ruptura con Gombrowicz, me parece, se debe a una falta de captación de tu parte sobre las condiciones del polaco. Estaba muy enfermo y aturdido, y al parecer tú no se lo creías. También, el hecho de que se radicara en Europa y decidiera no regresar a la Argentina tuvo repercusiones en ti desesperadas […]”.
“Soy afecto de las Gombrowiczidas, personaje algunas veces y también crítico de tu incomprensión del Gombrowicz de Vence, famoso, deprimido, enfermo, lejos de Polonia y Argentina. Lo conociste de una manera radiante y no le perdonaste, ni aún lo haces, que no fuera siempre así. El derrumbe de la amistad tenía que suceder. Fue amargo y cruel porque le exigiste lo imposible. Eres fenomenal cuando escribes sobre Gombrowicz y la literatura y la excentricidad de ese hombre único que de repente llegó a Buenos Aires para vivir largos años. Me encantó lo que escribiste últimamente sobre la pasión por Thomas Mann”.
A menudo pensamos que si no lo hubiera hecho uno lo hubiera hecho otro, y esto sobre asuntos que han tenido alguna importancia para los hombres.
Hay muestras de todo color en las historias de la ciencia y del arte para ilustrar esta cuestión, siendo una de las más señaladas la del cálculo infinitesimal, cuyo invento unos atribuyen al inglés Newton y otros a Leibiniz, el alemán.
Los gombrowiczidas hispanohablantes bien sabemos que el primero que puso en español una obra de Gombrowicz fue Gombrowicz mismo, con la colaboración legendaria del comité de traducción del café Rex que lo ayudó a trasladar a nuestro idioma el inmarcesible “Ferdydurke”.
Sin embargo, hay que decirlo, existe otro gombrowiczida que compite con el mismísimo Gombrowicz en esta empresa: el Niño Ruso, un mexicano que vivía en Barcelona cuando fue invitado a traducir el “Diario argentino” y que trasladó del polaco al español buena parte de su obra.
“La vida lo dotó con un destino absolutamente ideal para perseverar en esa condición de inconforme, para afinar su personaje, volverlo extraordinario y aprovechar esa antipatía o desprecio hacia el mundo convencional, predeciblemente obtuso y correcto, para combatirlo y buscar lo nuevo, lo auténtico, lo joven, lo real: ésa fue su vocación, y al seguirla coherentemente, la convirtió en su gran triunfo […]”.
“Me interesa esa opinión de Gombrowicz sobre su libro inicial, reeditado muchos años después con el título de Bakakay, porque a mi juicio es uno de los tres libros que resistirán el cruel paso del tiempo al que toda obra está sujeta, y formarán parte de la pequeña lista de clásicos que cada siglo salva. Los otros son Ferdydurke, y sobre todo, el prodigioso Diario que comenzó a escribir en Buenos Aires […]”.
“Quienes habían zaherido al joven narrador por su supuesta inmadurez literaria encontraron en ese libro una respuesta contundente. Ferdydurke es la novela de la inmadurez. En ella todo lo que parecía seguro, firme, respetable en el mundo de los hombres es barrido a golpes, resquebrajado, ridiculizado, hasta terminar siendo risible, grotesco, lamentable, y el fenómeno desacralizador que logra esos resultados es precisamente la inmadurez, la energía de los que se resisten a crecer, el golpe que lo inferior asesta a lo superior, el triunfo de lo vulgar, la subcultura y la impureza sobre la exquisitez, la cultura y la pureza […]”.
“Gombrowicz no es un autor fantástico sino un realista radical; él lo sostuvo toda su vida. Un hiperrealista que se propone corroer todo lo que es falso en el mundo de los hombres para llegar, después de traspasar capas y capas de construcciones culturales falsas y obsoletas, hasta lo real, es decir, lo verdaderamente humano […]”.
El Niño Ruso es un hombre digno de ser querido, amable, cordial, afectuoso, que maneja de una manera discretísima su carácter mundano y sus conocimientos, que me trató siempre con una bondad increíble, que trató de encarrilarme pero con el que no siempre me pongo de acuerdo.
No nos pusimos de acuerdo, por ejemplo, en qué cosa era La Fragata. Una tarde de Buenos Aires en el Hotel Crillón le digo al Niño Ruso: —Sí, fue terrible para mí, su “acaso era posible prolongar indefinidamente ese jueguito nuestro en la Fragata?”, me envenenó; —Pero, ¿por qué?; —Y, bueno, imaginate, las conversaciones que yo tenía con él en la Fragata eran todo para mí; —Pero, ¿cómo, la Fragata no era una señora que ustedes se disputaban?; —No, hombre, no, era junto al Rex el lugar donde se había desarrollado nuestra amistad; —Mira, hasta hoy pensé que era una señora.
“En cambio no haces lo que debieras hacer, es decir, mandar un ejemplar de “El casamiento” argentino a Sergio Pitol, México, como te decía en la anterior”.
Por aquel entonces Gombrowicz lo estaba invitado a Pitol a colaborar con la traducción del “Diario argentino”, un collage que arma con fragmentos de los diarios que se refieren con algún detalle a los argentinos y a la Argentina.
“Un día el cartero me entregó una carta procedente de Vence, una población del sur de Francia. La firmaba Witold Gombrowicz. ¿Se trataría, acaso de una broma? Me resultaba difícil creer que fuera auténtica. La mostré a algunos amigos polacos y se quedaron estupefactos. ¡Una carta de Gombrowicz recibida por un joven mexicano residente en Varsovia! ¡Qué exceso, qué anomalía! Yo asentía y me regocijaba. ‘Como todo en la vida de Gombrowicz’, me decía. En la carta me explicaba que alguien había puesto en sus manos la traducción al español de ‘Las puertas del paraíso, de Jerzy Andrzejewski, y que le había parecido satisfactoria. Tanto, que me invitaba a colaborar con él en la traducción de su Diario argentino…”.
Podríamos decir que el mote de Niño Ruso se lo puso el propio Pitol en la infancia, y se lo puso con mucho gusto.
“El Viaje” es un libro mozartiano en el que se cruzan con inteligencia el drama, el humor y la belleza. Lo tuve que leer de apuro cuando el Niño Ruso se vino a Buenos Aires para presentarlo pues formaba parte de una trilogía dedicada que me había mandado desde México y que yo me resistía a leer como gato panza arriba.
En “El Viaje” Billy Sully le pregunta a Sergio cómo se llama: —Iván; —¿Iván qué?; —Iván, niño ruso.
“Los problemas de mitomanía me duraron unos cuantos años, como defensa ante el mundo […] La única excepción fue la de mi identificación con Iván, niño ruso, que aún a veces me parece auténtica verdad”.
El Niño Ruso fue el único escritor que se interesó verdaderamente por las cartas que Gombrowicz le había escrito a Flor de Quilombo y que yo mandaba a los escritores gombrowiczidas. Los comentarios que me hacía sobre esta correspondencia eran amenísimos e inteligentes.
“¿Cuál era la verdadera relación entre Gombrowicz y Flor? En una carta que me enviaste, de las que Gombrowicz le escribió a Flor, parecería que Flor, cuando conoció al polaco, se le acercó demasiado físicamente, y el escritor no le correspondió explicándole que una aventura sexual no le interesaba porque eso arruinaría una amistad. Pero estas cartas últimas parecen matrimoniales. Y tú lo sabías, por eso lo incitaste a proponerle una vida en común con Flor”.
Estaba dándole vueltas a la cabeza a ver cómo podía atacar la actitud bondadosa y patriarcal del Niño Ruso.
“En tu excelente ‘Diario de Escudillers’ escribís sobre tu llegada a Barcelona empezando el 22 de junio de 1969 y terminando el 27 de septiembre […]”.
¿Recordás que entre esas dos fechas, el 24 de julio más precisamente, se murió Gombrowicz en Vence, ¿por qué no escribiste sobre Gombrowicz si había muerto en el tiempo de tu diario barcelonés?”.
Sin perder ni un poco de su calma y de su aplomo habituales me escribió una carta bondadosa y atinada.
“Siento algo de inquisidor en tus preguntas. ¿Por qué no mencioné la muerte de Gombrowicz en mi diario de Escudillers? Tal vez no lo supe entonces. En España fuera de un puñado de intelectuales nadie sabía de la existencia de él. Y la muerte de alguien que no existe en mi entorno más íntimo me parece natural, es el ritmo final de la comedia humana, y está muy cerca de nuestras raíces mexicanas. Me parece que el único autor cuya muerte me dolió fue la de Thomas Mann, cuando era yo muy joven”.
Desde el mismo comienzo de nuestra relación el Niño Ruso me alentó a que me pusiera en contacto con el Pato Criollo si es que quería llevar a buen puerto mis empresas literarias.
“Me parece bien que hayas acudido a Aira, hay conexiones con Gombrowicz en su excentricidad, en su libertad, en muchas cosas. No son iguales, claro, nadie lo es […]”.
“Yo lamento la ausencia de los conocimientos filosóficos que tan bien maneja Aira y que le dan un peso especial a sus novelas, como ‘Cumpleaños’. Aira es el más importante y radical de los nuevos autores latinoamericanos y a mí, que estoy en el umbral de los setenta años, leerlo me da una gran sensación de libertad”.
El Niño Ruso tiene ideas un poco diferentes de las mías respecto a la Vaca Sagrada y me lo hace saber muy amablemente.
“Me permito decirte que hay algo que no me gusta de tus cartas, la manera como te expresas al tocar a Rita Gombrowicz. Fue su compañera, su enfermera, su lazo con el mundo y con la vida en los últimos años. Él la eligió. Aún ahora continúa trabajando para que la obra de Gombrowicz no se pierda. Si también tiene ganancias de esa obra, eso es lo que menos debe contar […]”.
“Y si declara que tenía relaciones con otros, es explicable, por las discordancias de edades, por la enfermedad y por las características difíciles de Gombrowicz en cuanto al sexo. Y, sobre todo, porque los años sesenta en Europa y creo que en todo el mundo, fueron absolutamente disolutos, libertarios, anárquicos, cargados de una intensidad erótica soberbia, y un acto sexual no tenía la más mínima trascendencia. Era como tomar un vaso de agua”.
Y tampoco nos ponemos de acuerdo sobre mi ruptura con Gombrowicz, el Niño Ruso considera que el dolor de Gombrowicz pesaba más que el mío cuando dejamos de escribirnos.
“Es bueno haber leído a los dos protagonistas. Desde el inicio sentí que la ruptura sería el destino de esa amistad; era necesario Buenos Aires y el grupo de amigos, y el Rex y todo un mundo físico donde se oyeran las voces para que la amistad viviera […]”.
“La dura ruptura con Gombrowicz, me parece, se debe a una falta de captación de tu parte sobre las condiciones del polaco. Estaba muy enfermo y aturdido, y al parecer tú no se lo creías. También, el hecho de que se radicara en Europa y decidiera no regresar a la Argentina tuvo repercusiones en ti desesperadas […]”.
“Soy afecto de las Gombrowiczidas, personaje algunas veces y también crítico de tu incomprensión del Gombrowicz de Vence, famoso, deprimido, enfermo, lejos de Polonia y Argentina. Lo conociste de una manera radiante y no le perdonaste, ni aún lo haces, que no fuera siempre así. El derrumbe de la amistad tenía que suceder. Fue amargo y cruel porque le exigiste lo imposible. Eres fenomenal cuando escribes sobre Gombrowicz y la literatura y la excentricidad de ese hombre único que de repente llegó a Buenos Aires para vivir largos años. Me encantó lo que escribiste últimamente sobre la pasión por Thomas Mann”.
A menudo pensamos que si no lo hubiera hecho uno lo hubiera hecho otro, y esto sobre asuntos que han tenido alguna importancia para los hombres.
Hay muestras de todo color en las historias de la ciencia y del arte para ilustrar esta cuestión, siendo una de las más señaladas la del cálculo infinitesimal, cuyo invento unos atribuyen al inglés Newton y otros a Leibiniz, el alemán.
Los gombrowiczidas hispanohablantes bien sabemos que el primero que puso en español una obra de Gombrowicz fue Gombrowicz mismo, con la colaboración legendaria del comité de traducción del café Rex que lo ayudó a trasladar a nuestro idioma el inmarcesible “Ferdydurke”.
Sin embargo, hay que decirlo, existe otro gombrowiczida que compite con el mismísimo Gombrowicz en esta empresa: el Niño Ruso, un mexicano que vivía en Barcelona cuando fue invitado a traducir el “Diario argentino” y que trasladó del polaco al español buena parte de su obra.
“La vida lo dotó con un destino absolutamente ideal para perseverar en esa condición de inconforme, para afinar su personaje, volverlo extraordinario y aprovechar esa antipatía o desprecio hacia el mundo convencional, predeciblemente obtuso y correcto, para combatirlo y buscar lo nuevo, lo auténtico, lo joven, lo real: ésa fue su vocación, y al seguirla coherentemente, la convirtió en su gran triunfo […]”.
“Me interesa esa opinión de Gombrowicz sobre su libro inicial, reeditado muchos años después con el título de Bakakay, porque a mi juicio es uno de los tres libros que resistirán el cruel paso del tiempo al que toda obra está sujeta, y formarán parte de la pequeña lista de clásicos que cada siglo salva. Los otros son Ferdydurke, y sobre todo, el prodigioso Diario que comenzó a escribir en Buenos Aires […]”.
“Quienes habían zaherido al joven narrador por su supuesta inmadurez literaria encontraron en ese libro una respuesta contundente. Ferdydurke es la novela de la inmadurez. En ella todo lo que parecía seguro, firme, respetable en el mundo de los hombres es barrido a golpes, resquebrajado, ridiculizado, hasta terminar siendo risible, grotesco, lamentable, y el fenómeno desacralizador que logra esos resultados es precisamente la inmadurez, la energía de los que se resisten a crecer, el golpe que lo inferior asesta a lo superior, el triunfo de lo vulgar, la subcultura y la impureza sobre la exquisitez, la cultura y la pureza […]”.
“Gombrowicz no es un autor fantástico sino un realista radical; él lo sostuvo toda su vida. Un hiperrealista que se propone corroer todo lo que es falso en el mundo de los hombres para llegar, después de traspasar capas y capas de construcciones culturales falsas y obsoletas, hasta lo real, es decir, lo verdaderamente humano […]”.
El Niño Ruso es un hombre digno de ser querido, amable, cordial, afectuoso, que maneja de una manera discretísima su carácter mundano y sus conocimientos, que me trató siempre con una bondad increíble, que trató de encarrilarme pero con el que no siempre me pongo de acuerdo.
No nos pusimos de acuerdo, por ejemplo, en qué cosa era La Fragata. Una tarde de Buenos Aires en el Hotel Crillón le digo al Niño Ruso: —Sí, fue terrible para mí, su “acaso era posible prolongar indefinidamente ese jueguito nuestro en la Fragata?”, me envenenó; —Pero, ¿por qué?; —Y, bueno, imaginate, las conversaciones que yo tenía con él en la Fragata eran todo para mí; —Pero, ¿cómo, la Fragata no era una señora que ustedes se disputaban?; —No, hombre, no, era junto al Rex el lugar donde se había desarrollado nuestra amistad; —Mira, hasta hoy pensé que era una señora.
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