1.6.09

WITOLD GOMBROWICZ Y MARIO ROBERTO SANTUCHO


Escribe: Juan Carlos Gómez

“Soy amigo de la Argentina natural, sencilla, cotidiana, popular. Estoy en guerra con la Argentina superior, ya elaborada, ¡mal elaborada! […]”.

“!Oh, belleza! ¡Crecerás donde te siembren! ¡Y serás como te siembren! No creáis en las bellezas de Santiago. No son verdad. ¡Me las he inventado! […]”.

“Usted es alérgico a nosotros, por eso no nos quiere […] Usted busca en este país lo legítimo, porque usted nos quiere […] ¿Querer a un país? ¿Yo?”.

Gombrowicz se establece en Santiago del Estero en el año 1958. Huyendo del frío de Tandil y del de Buenos Aires se toma unas vacaciones de cuatro meses y medio en esa ciudad subtropical. En esa ciudad no encontró el término medio que había encontrado en Tandil ni el anonimato de Buenos Aires, se movía a menudo entre la provocación y el erotismo.

Gombrowicz buscaba una actualización de su inmadurez y de su talante jocoso e infantil que no pocas veces le producía contratiempos. Las últimas paradas argentinas que hizo en este viaje a la inmadurez fueron Tandil y Santiago del Estero. El intento por separar literariamente en los diarios su inmadurez tandilense de su erotización santiagueña no funcionó y todo quedó confundido en una especie de erotización inmadura.

Recién llegado a Santiago del Estero Gombrowicz le comenta a Francisco Santucho, redactor de la revista “Dimensión” y hermano de Mario Roberto Santucho, que había demasiada belleza en la juventud de esa cuidad: —No hay nada peor que la superabundancia, conozco ciudades donde cada una de esas niñas valdría cien mil, aquí no daría yo por ellas ni tres centavos. Son demasiadas, parecen todas iguales; —No, no es por eso... el motivo es otro; —¿Cuál es?; —Es la venganza del indio; —¿Qué venganza?

El señor español había reducido a los indios al papel de esclavos y siervos, pero poco a poco el indio se fue desempeñando funciones de criado de lo que resultó una combinación especial. El indio tenía que defenderse de la dominación del señor y recurrió a la burla, mofándose del señor acabó cultivando en sí mismo una perfecta capacidad para ridiculizar todo lo que quería destacarse y dominar.

De esta manera rechazó las jerarquías y reivindicó la igualdad, el indio veía en el éxito y en las muestras de talento el deseo de dominar: —Y aquí tiene usted el resultado, ahora nada aquí quiere destacarse ni brillar. Otro asunto que puso al indio a la defensiva fue el engaño, los conquistadores empezaron a confundirlo con piedras brillantes y siguieron tomándole el pelo.

No hay nada a lo que un indio tema más que a que lo engañen, y éste era el tipo de miedo que Gombrowicz registraba en algunos de sus lectores.

“Pero ¿de qué le sirve al indio saber si yo hablo ‘sincera’ o ‘insinceramente’? ¿Qué tiene que ver esto con la certeza de los pensamientos que pronuncio?”.

Gombrowicz estaba convencido de que se puede proclamar insinceramente una gran verdad y soltar sinceramente la mayor tontería. Los pensamientos se deben analizar en tanto que pensamientos, y no en tanto a cuál sea la actitud del hombre que los pronuncia. Hay que observar también que el engaño es una herramienta a la que el escritor debe recurrir a menudo para no convertirse en una presa fácil del lector.

“Basta ya de ese sueño tranquilo en el seno de la confianza mutua. ¡Que despierte el espíritu! ¡Despierta! ¡Y salud, indios!”.

“Estaba sentado en un banco, en un parque, y a mi lado tenía un muchacho aindiado, posiblemente de la Escuela Industrial, con un compañero mayor que él: —Si fueras de putas —le decía el muchacho al compañero—, tendrías que soltar al menos cincuenta. ¡O sea que a mí me debes lo mismo! […]”.

“¿Cómo entender eso? Ya me he percatado que en Santiago todo puede interpretarse de dos maneras diferentes: como extrema inocencia o como extrema depravación, por lo que no me extrañaría que estas palabras fueran inocentes, una simple broma en una conversación entre colegiales. Pero no puede excluirse algo más perverso. Como tampoco puede excluirse la archiperversión que consistiría en que, teniendo el significado que yo les atribuía, fueran, a pesar de todo ello, inocentes…, en cuyo caso el escándalo mayor constituiría la más perfecta inocencia […]”.

“Ese muchacho quinceañero era evidentemente de buena familia, de sus ojos emanaba salud, cordialidad y alegría, no decía aquello voluptuosamente, sino con toda la convicción de una persona que defiende un derecho legítimo. Y además reía..., con esa risa de aquí, nunca excesiva pero envolvente”.

Gombrowicz ya advertido de la dulzura equívoca de los changos santiagueños dio una conferencia en la Universidad en la que habló como hablan los más célebres, simulando que se sentía como si estuviera en su propia casa, que aquello era para él pan comido, cuando en realidad cualquier cuestionario indiscreto que le hubieran hecho lo hubiera dejado desarmado.

“¡Pero estoy tan acostumbrado a la mistificación! Y además sé perfectamente que hasta los más ilustres no desdeñan tal mistificación. Hacía, pues, mi papel como podía, que por otro lado no me salía del todo mal […]”.

“De repente vi, un poco al fondo, detrás de la primera fila, una mano que descansaba sobre una rodilla… Otra mano, al lado, perteneciente a otra persona, se apoyaba o, mejor, se agarraba con los dedos al respaldo de la silla…, y de pronto fue como si esas dos manos me tomaran, hasta el punto que me asusté, me quedé sin respiración…, y otra vez sentí en mí la llamada de la carne”.

Las manos que irrumpen como un llamado del cuerpo lo llevan a Gombrowicz a una persecución anhelante y arrebatada de un de un muchacho moreno, desconocido para él, por las calles de la ciudad de Santiago.

“Fue uno de esos momentos de mi vida en que comprendí con toda claridad que la moral es salvaje…, salvaje… De pronto… cuando llegué a su altura, me saludó sonriente: —¿Qué tal? ¡Lo conocía, era uno de lustrabotas de la plaza […] para eso no estaba preparado! […];—¿Adónde vas?”.

Se cruzaron y de toda esa pasión no le quedó sino la normalidad.

El parlamento argentino había promulgado una ley que concedía a las universidades católicas y de otras confesiones los mismos derechos que tenían las universidades estatales cuando Gombrowicz estaba en Santiago del Estero.

Se produjo una protesta enfurecida de la mayoría de los estudiantes universitarios a la que se unieron los alumnos de las escuelas secundarias.

“Una buena mañana vi en la plaza mayor de Santiago una multitud de adolescentes bajo la mirada paternal de la policía; uno de aquellos jóvenes pronunciaba un fogoso discurso exigiendo la dimisión del gobierno y la supresión de la enseñanza religiosa en las escuelas. Habló con tanta vehemencia, que cuando terminó le pregunté a solas cuál era el motivo de su odio hacia la iglesia y el clero: —Las chicas— contestó lacónicamente dándome un codazo”.

El pecado original anatematizado por la iglesia católica era el verdadero motivo de la revuelta estudiantil, pero la tendencia revolucionaria del joven argentino no revestía ningún peligro, era demasiado sonriente y sociable y, pese a sus protestas, vivía demasiado bien.

En la maraña indígeno erotizada que Gombrowicz había armado en Santiago del Estero se fueron perfilando poco a poco dos personajes míticos: Leopoldo Allub Manzur y Mario Roberto Santucho a los que Gombrowicz apodó el Beduino y el Indiecito respectivamente.

El Beduino era un personaje desconcertante, de un aspecto intimidatorio por la fiereza de su rostro, sin embargo, era el más tierno de todos nosotros. Para defenderse de su timidez recurría a burlas inocentes en forma permanente de modo que alrededor del Beduino flotaba un aire de irrealidad manifiesto.

Una tarde Gombrowicz conversaba con el Beduino en un banco de la plaza principal de Santiago. Este pichón santiagueño de sociólogo le preguntaba de vez en cuando si tenía tanto sentido del humor como parecía a primera vista. Mientras tanto le contaba que cada uno de los hermanos Santucho tenía una tendencia política diferente, gracias a lo cual la familia no le temía a las revoluciones tan frecuentes en aquella época, cualquiera fuese la revolución que triunfara algún hermano ganaría: el comunista, el nacionalista, el liberal, el cura o el peronista. El Beduino trataba de asegurarse, más que de ninguna otra cosa, de que Gombrowicz tuviera sentido del humor. Cuando estuvo más o menos seguro de que lo tenía, con mucho disimulo, encendió un petardo y lo puso debajo del banco, el petardo estalló: —Perdón, Gombrowicz, ¿se asustó?; —No utilice, jovencito, esas armas infernales contra mí. Me contaba el Beduino que se puso blanco como un papel y durante un largo rato Gombrowicz no pudo pronunciar palabra.

El talante ligero de este gombrowiczida santiagueño le daba oportunidad a Gombrowicz para armar numeritos teatrales.

“Beduino y yo en la parada del autobús, esperamos el 208 cerca de mi casa de Venezuela: —¡Oye, viejo! Para no aburrirnos, ¡montaremos un numerito! ¡Los dejaremos boquiabiertos! Habla conmigo como si yo fuera director de orquesta y tú músico, pregúntame por Toscanini…”.

Beduino se muestra encantado. Subimos. Se sitúa a una distancia conveniente y comienza, en voz alta: —En tu lugar, reforzaría los contrabajos, prestaría atención también al fugato, maestro… La gente aguza los oídos: —Hum, hum…; —Y cuidado con los cobres en ese pasaje del Fa al Re… ¿Cuándo tienes ese concierto? Yo toco el catorce… A propósito, ¿cuándo me mostrarás esa carta de Toscanini?; —Me dejas asombrado, chico… No conozco a Toscanini, no soy director de orquesta y francamente no entiendo por qué has de presumir delante de la gente haciéndote pasar por músico. ¿Qué es eso de engalanarte con plumas ajenas? ¡Es muy feo!

Todos miraban severamente a Beduino que, colorado como un tomate, me dirige una mirada asesina.

“Santiago es una vaca que rumia diariamente su vuelo, es una pesadilla en la que uno corre una carrera vertiginosa pero sin moverse de un lugar […] Roby llegó a Buenos Aires […] es un soldado nato, sirve para el fusil, las trincheras, el caballo. Me interesaba saber si en los dos años que habíamos dejado de vernos había cambiado algo en aquel estudiante […] me parecía imposible que a su edad, pudiera evitar una mutación aunque fuese parcial […] El tonto no ha asimilado nada desde que lo dejé en Santiago hace dos años”.

En el año 1960 Roby Santucho vino a Buenos Aires y nos fue a visitar al Rex. A la una de la mañana nos fuimos a otro bar a tomar cerveza y a discutir en un círculo más privado. Esa noche Roby lo había trasladado a Gombrowicz al pasado, al hitlerismo, al sentimiento de impotencia que lo había asaltado en la víspera de la quiebra de Europa, y al asombro que le producía el cómo la calidad inferior puede ser hasta tal punto fuerte y agresiva.

Por esa particularidad fructuosa que tiene la literatura podemos mezclar estos recuerdos del ascenso irresistible de la barbarie alemana del año 1938, con ese Roby santiagueño de 1960, y con unas aventuras extrañas que corrió Gombrowicz durante su estada en Berlín en 1963.

La cabeza y la mano, en la imaginación de Gombrowicz, son las partes del cuerpo que ponían en contacto a ese joven argentino, que el tiempo convirtió en el jefe del ejército revolucionario del pueblo, con el terror del nazismo.

“En Berlín me llevaron a una prisión y me mostraron una habitación corriente, luminosa, con unas anillas de hierro en el techo que habían servido para colgar de ellas a quienes luchaban contra Hitler, o quizás no para colgar, sino para asfixiar”.

Por las calles de una ciudad profundamente moral tenía también que ver perros y hombres monstruosos junto a una voluntad admirable de ser normales.

El año nuevo de 1964 Gombrowicz lo pasó con un grupo de jóvenes alemanes en la casa de un pintor. Y es aquí donde empieza a darle vuelta a las manos, ve a esos jóvenes nórdicos encadenados a sus propias manos, unas manos por otra parte perfectamente civilizadas.

“Y las cabezas acompañaban esas manos como una nube acompaña la tierra, no fue una sensación nueva, ya en alguna otra ocasión, en la Argentina, Roby Santucho se me había identificado con sus propias manos”

Eran unas manos nuevas e inocentes y, sin embargo, iguales a aquellas otras sangrientas del pasado.

Manos amistosas, fraternales y amorosas, como las de aquel bosque de manos alzadas, tendidas hacia delante en su ‘heil’, en las que también había amor. Una generación que parecía no engendrada por nadie, sin pasado y suspendida en el vacío, sólo que seguía encadenada a sus propias manos, unas manos que ya no mataban, sino que se ocupaban de los gráficos, de la contabilidad y de la producción.

“Al mismo tiempo miré la pared en la casa del pintor anfitrión y vi allá, en lo alto, casi tocando el techo, un gancho clavado en la pared, clavado en una pared lisa, solitario, trágico como aquellas anillas de hierro de las que colgaban o asfixiaban a los que luchaban contra Hitler”.

Ese año nuevo en Berlín le resultó plácido, sin la presencia del tiempo ni de la historia.

Sólo aquel gancho en la pared y esas manos se le asociaban con las paradas militares amorosamente mortales. De esos jóvenes se habían extraído unas manos puestas en la avanzada de un bosque de manos que mostraban el camino hacia delante.

“Aquí y ahora, en cambio, las manos estaban tranquilas, desocupadas, eran privadas, y, sin embargo, los vi de nuevo encadenados a sus manos […] En realidad no sabía a qué atenerme: nunca había visto una juventud más humanitaria y universal, democrática y auténticamente inocente…, más tranquila. Pero… ¡con esas manos!”.

A Gombrowicz lo asaltaba la sospecha insistente de que el contenido de las ideologías no tenía importancia, que las ideologías sólo servían para agrupar a la gente, formar una masa y una fuerza creadora.

Pero Gombrowicz quería ser él mismo, sostenerse sobre sus propios pies, alejarse de las palabras huecas, de la mentira y del éxtasis para tener contacto con la realidad.

“Viví antes de la guerra y durante la guerra la victoria de la fuerza colectiva y también su derrota y su desintegración con el renacimiento del ‘yo’ inmortal. Poco a poco se han ido debilitando en mí aquellos miedos, ¡cuando de pronto Roby me ha hecho llegar nuevamente ese tufo diabólico!”.

Otra vez Gombrowicz se sentía sometido a las fuerzas ciegas de la colectividad y de la historia; la moral, la ciencia, la razón, la lógica, todo se convierte en instrumento de una idea diferente y superior que quiere conquistarnos y poseernos. Pero no es una idea, es una criatura surgida de la masa y que expresa a la multitud.

“Tomaba cerveza sentado frente a ese estudiante tan encantadoramente joven, tan indefenso y al mismo tiempo tan peligroso. Miraba su cabeza y su mano. ¡Su cabeza! ¡Su mano! […]”.

“Una mano dispuesta a matar en nombre de una niñería. La prolongación del disparate y la sandez que se estaba incubando en su cabeza era una bayoneta ensangrentada… Una criatura extraña: de cabeza confusa y trivial, de mano peligrosa. Se me ha ocurrido una idea, un poco vaga y no acabada de pensar, que sin embargo quisiera anotar aquí […]”.

“Se podría formular más o menos como sigue: su cabeza está llena de quimeras, por lo tanto es digna de compasión; pero su mano tiene el don de transformar las quimeras en realidad, es capaz de crear hechos. Irrealidad, pues, del lado de la cabeza, realidad del lado de la mano… y seriedad de uno de los extremos […]”.

“Tal vez le esté agradecido por haberme vuelto a mis antiguas angustias. Esta seguridad en mí mismo de hombre culto, de intelectual, de artista, que va creciendo en mí con la edad, ¡no es nada bueno! No hay que olvidar que los que no escriben con tinta escriben con sangre”.

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