Por Juan Carlos Gómez
Mastronardi había elaborado una estrategia para acercar a Gombrowicz al grupo “Sur”, cuando pensaba en ese encuentro le temblaban las piernas, y no era para menos, ese conde polaco se había referido a Victoria Ocampo con desconsideración, una dama aristocrática apoyada en muchos millones que acostumbraba a hospedar en su casa a celebridades europeas, y sobre la que se hacía una pregunta que no se atrevía a contestar.
“¿En qué medida influyeron en esas majestuosas amistades los millones de la señora Ocampo y en qué medida sus indudables calidades y su talento personal? […] Por lo pronto Mastronardi decidió presentarme primero a la hermana de Victoria, Silvina, casada con Bioy Casares […]”.
“Una noche fuimos a cenar con ellos […] Decidieron, pues, que yo era un anarquista bastante turbio, de segunda mano, uno de aquellos que por falta de mayores luces proclaman el elan vital y desprecian aquello que son incapaces de comprender. Así terminó la cena en casa de Bioy Casares… en nada… como todas las cenas consumidas por mí al lado de la literatura argentina”.
El Dandy se refiere a la cena con otras palabras, pero el aburrimiento fue, según parece, el sentimiento predominante entre los siete comensales: Silvina, Bioy, Borges, Gombrowicz, Mastronardi, José Bianco y Manuel Peyrou. La cena en la casa del Dandy que menciona Gombrowicz en los diarios y Bioy en un reportaje se volvió famosa sin ningún motivo. Quizás, lo único destacable, fueron los tangos que escucharon antes de sentarse a la mesa y el accidente que sufrió Silvina Ocampo.
En efecto, a Silvina se le cayó la fuente de las manos cuando la llevaba de la cocina al comedor con un gran estruendo. El único que se dio por enterado fue Gombrowicz pues no le prestaba ninguna atención a los tangos, entonces corrió a ver lo que pasaba. La vio a la pobre Silvina con la cabeza entre las manos y le dijo que no se preocupara, que recogiera todo y lo sirviera como si no hubiese pasado nada. Silvina le pidió que guardara el secreto, durante la comida Gombrowicz le echaba miradas cómplices cuando los demás decían que la comida estaba muy buena.
“Yo también la recuerdo con tedio. En ningún momento durante esa larga noche prosperó un asomo mínimo de conversación. Sólo al retirarse, lo acompañé abajo para despedirlo […]”.
“Miramos juntos un momento la avenida del Libertador, que entonces se llamaba Alvear, y Gombrowicz dijo: —¡Bioy, qué hermosa avenida! Y entonces sí estuvimos de acuerdo. Yo no sé, ese Gombrowicz. Carlos Mastronardi estaba obsesionado con él. Hablaba todo el día, al punto que cuando ya lo había nombrado como diez veces, comenzaba a usar perifrasis: un amigo europeo, cierto conde polaco. Era gracioso”.
El Asiriobabilónico Metafísico casi no hablaba de Gombrowicz, pero cuando hablaba se refería a él en forma ácida e insubstancial.
“A ese hombre lo conocí por mi amigo el poeta Mastronardi, de quien él era también amigo. Mastronardi hablaba tanto de Gombrowicz que finalmente le prohibimos nombrarlo. Cada vez que Mastronardi usaba palabras como 'un extranjero, un eslavo, un aristócrata, un observador' ya sabíamos a quién se refería […]”.
“Recuerdo otra anécdota de Gombrowicz: él solía comer con mi amigo Mastronardi en un restaurante —un almacén, mejor dicho— y tenía la costumbre de abrirse el cuello de la camisa, hecho que fastidiaba a Mastronardi. De golpe, mi amigo se lleva el cuchillo a la boca y Gombrowicz le dice: ‘Si usted come cuchillo yo abro camisa’. Ahora bien, a esta anécdota habría que darle vuelta, tendría que ser mi amigo el del cuello abierto y Gombrowicz el del cuchillo, entonces podría decirle: ‘Si usted abre camisa yo como cuchillo’. Con esto, ‘como cuchillo’, que es el elemento gracioso —‘abro camisa’ es vulgar, cotidiano— quedaría al final. Y siempre hay que ponerle al lector lo gracioso al final, eso que llaman golpe de efecto”.
Manuel Gálvez y Arturo Capdevila le habían brindado a Gombrowicz una exquisita hospitalidad, pero la sordera de uno y su falta de seriedad lo pusieron finalmente en las manos de unas jóvenes estudiantes que lo iniciaron en el mundo del flirteo argentino. En esta prehistoria de sus aventuras en la Argentina el grupo de Victoria Ocampo brillaba como una estrella.
“[…] una dama ya entrada en años y aristócrata, que nadaba en millones largos y que con su tenacidad entusiasta había conseguido hacerse amiga de Paul Valéry, invitar a su casa a Tagore y Keyserling, tomar el té con Bernard Shaw y hacer buenas migas con Strawinski […] Un escritor francés de renombre había caído ante ella de rodillas gritando que no se levantaría hasta recibir el dinero suficiente para fundar una ‘revue’ literaria: —¿Qué iba hacer con un hombre arrodillado y que no quería levantarse? Tuve que dárselo”.
Mastronardi hizo lo que pudo para acercarlos, pero entre el Sur que Gombrowicz había descubierto pedaleando una bicicleta entre un pequeño balneario montañoso y la playa de un puerto diminuto en los Pirineos Orientales, y el “Sur” de Victoria Ocampo había un abismo. Ese poeta de Entre Ríos, irónico y hermético, se obsesionó con Gombrowicz. En esa encarnación de lo provinciano con el europeísmo más parisino se alojaba una bondad angelical protegida por la causticidad. Un crustáceo que defendía su hipersensibilidad se interesó por ese ejemplar de europeo culto, y lo introdujo en los secretos de una Argentina entre bastidores, que se escapaba de los intelectuales y los aterrorizaba con su inmadurez.
Fue con Mastronardi, también homosexual, con quien Gombrowicz mantuvo los diálogos más escabrosos sobre la sodomía, cada uno disfrazándose como podía en este juego prohibido.
El factor atenuante en este diálogo era el infantilismo. A mi juicio Gombrowicz se manejaba mejor con la forma infantil que con la inmadura, porque la infancia, con las pulsiones sexuales en estado de nacimiento, es menos drástica que la juventud. Mastronardi recuerda en sus testimonios algunas de las cosas que le decía Gombrowicz.
“[…] En todos los casos, el placer de los escritores que saben ser leídos es más grande que el de sus lectores; en consecuencia los primeros deberían pagar a estos últimos y no a la inversa, como se hace […] No vea en mí a un indiferente, a la manera de los cínicos: únicamente combato el disimulo y la mentira. Sobre esta base afirmo que un dolor de muelas nos desespera más que la muerte de un hermano muy querido. La muerte se distrae, pero el cuerpo insiste […]”.
Unas semanas antes de partir para Europa, por casualidad, Mastronardi nos ve a Gombrowicz y a mí en un café de San Martín y Lavalle, entra y se sienta a la mesa. En medio de las efusiones y de los recuerdos Mastronardi hace una referencia poética a la homosexualidad de ambos en las misas negras del pasado: —Le doy dos minutos, Mastronardi, para que se retire de la mesa. Pasaron los dos minutos, y como Mastronardi no se levantó, se levantó Gombrowicz, así terminaron. Siete años después de este episodio lamentable Mastronardi se despide de Gombrowicz con dignidad.
“Estoico, sufrido, capaz de soportar todas la adversidades, no parecía tomar en cuenta los bienes que el destino le negaba. En la Argentina, no buscó la aceptación ni tampoco fue rechazado por aquellos que ornaban el Olimpo literario; más bien habría que decir que estaba muy a gusto en otros medios […]”.
“Nunca quiso, ni aquí ni en su patria, entrar en la Cultura como se entra a un templo en el que los fieles rezan de rodillas […] Gombrowicz ha vivido más de veinte años en la Argentina, mi país. Poco antes de su partida, le llegó el eco de su fama en Europa, donde los jóvenes escritores polacos le alababan en voz baja. Tras una temporada en Alemania, se instaló en Francia; allí, tras haber entrevisto la gloria, se lo llevó una antigua enfermedad. Lúcido, decidido, nunca por debajo, siempre a la altura de las circunstancias, distante de las quimeras y la ilusión, no creo que esta explosión casi póstuma lo haya emocionado demasiado”.
“¿En qué medida influyeron en esas majestuosas amistades los millones de la señora Ocampo y en qué medida sus indudables calidades y su talento personal? […] Por lo pronto Mastronardi decidió presentarme primero a la hermana de Victoria, Silvina, casada con Bioy Casares […]”.
“Una noche fuimos a cenar con ellos […] Decidieron, pues, que yo era un anarquista bastante turbio, de segunda mano, uno de aquellos que por falta de mayores luces proclaman el elan vital y desprecian aquello que son incapaces de comprender. Así terminó la cena en casa de Bioy Casares… en nada… como todas las cenas consumidas por mí al lado de la literatura argentina”.
El Dandy se refiere a la cena con otras palabras, pero el aburrimiento fue, según parece, el sentimiento predominante entre los siete comensales: Silvina, Bioy, Borges, Gombrowicz, Mastronardi, José Bianco y Manuel Peyrou. La cena en la casa del Dandy que menciona Gombrowicz en los diarios y Bioy en un reportaje se volvió famosa sin ningún motivo. Quizás, lo único destacable, fueron los tangos que escucharon antes de sentarse a la mesa y el accidente que sufrió Silvina Ocampo.
En efecto, a Silvina se le cayó la fuente de las manos cuando la llevaba de la cocina al comedor con un gran estruendo. El único que se dio por enterado fue Gombrowicz pues no le prestaba ninguna atención a los tangos, entonces corrió a ver lo que pasaba. La vio a la pobre Silvina con la cabeza entre las manos y le dijo que no se preocupara, que recogiera todo y lo sirviera como si no hubiese pasado nada. Silvina le pidió que guardara el secreto, durante la comida Gombrowicz le echaba miradas cómplices cuando los demás decían que la comida estaba muy buena.
“Yo también la recuerdo con tedio. En ningún momento durante esa larga noche prosperó un asomo mínimo de conversación. Sólo al retirarse, lo acompañé abajo para despedirlo […]”.
“Miramos juntos un momento la avenida del Libertador, que entonces se llamaba Alvear, y Gombrowicz dijo: —¡Bioy, qué hermosa avenida! Y entonces sí estuvimos de acuerdo. Yo no sé, ese Gombrowicz. Carlos Mastronardi estaba obsesionado con él. Hablaba todo el día, al punto que cuando ya lo había nombrado como diez veces, comenzaba a usar perifrasis: un amigo europeo, cierto conde polaco. Era gracioso”.
El Asiriobabilónico Metafísico casi no hablaba de Gombrowicz, pero cuando hablaba se refería a él en forma ácida e insubstancial.
“A ese hombre lo conocí por mi amigo el poeta Mastronardi, de quien él era también amigo. Mastronardi hablaba tanto de Gombrowicz que finalmente le prohibimos nombrarlo. Cada vez que Mastronardi usaba palabras como 'un extranjero, un eslavo, un aristócrata, un observador' ya sabíamos a quién se refería […]”.
“Recuerdo otra anécdota de Gombrowicz: él solía comer con mi amigo Mastronardi en un restaurante —un almacén, mejor dicho— y tenía la costumbre de abrirse el cuello de la camisa, hecho que fastidiaba a Mastronardi. De golpe, mi amigo se lleva el cuchillo a la boca y Gombrowicz le dice: ‘Si usted come cuchillo yo abro camisa’. Ahora bien, a esta anécdota habría que darle vuelta, tendría que ser mi amigo el del cuello abierto y Gombrowicz el del cuchillo, entonces podría decirle: ‘Si usted abre camisa yo como cuchillo’. Con esto, ‘como cuchillo’, que es el elemento gracioso —‘abro camisa’ es vulgar, cotidiano— quedaría al final. Y siempre hay que ponerle al lector lo gracioso al final, eso que llaman golpe de efecto”.
Manuel Gálvez y Arturo Capdevila le habían brindado a Gombrowicz una exquisita hospitalidad, pero la sordera de uno y su falta de seriedad lo pusieron finalmente en las manos de unas jóvenes estudiantes que lo iniciaron en el mundo del flirteo argentino. En esta prehistoria de sus aventuras en la Argentina el grupo de Victoria Ocampo brillaba como una estrella.
“[…] una dama ya entrada en años y aristócrata, que nadaba en millones largos y que con su tenacidad entusiasta había conseguido hacerse amiga de Paul Valéry, invitar a su casa a Tagore y Keyserling, tomar el té con Bernard Shaw y hacer buenas migas con Strawinski […] Un escritor francés de renombre había caído ante ella de rodillas gritando que no se levantaría hasta recibir el dinero suficiente para fundar una ‘revue’ literaria: —¿Qué iba hacer con un hombre arrodillado y que no quería levantarse? Tuve que dárselo”.
Mastronardi hizo lo que pudo para acercarlos, pero entre el Sur que Gombrowicz había descubierto pedaleando una bicicleta entre un pequeño balneario montañoso y la playa de un puerto diminuto en los Pirineos Orientales, y el “Sur” de Victoria Ocampo había un abismo. Ese poeta de Entre Ríos, irónico y hermético, se obsesionó con Gombrowicz. En esa encarnación de lo provinciano con el europeísmo más parisino se alojaba una bondad angelical protegida por la causticidad. Un crustáceo que defendía su hipersensibilidad se interesó por ese ejemplar de europeo culto, y lo introdujo en los secretos de una Argentina entre bastidores, que se escapaba de los intelectuales y los aterrorizaba con su inmadurez.
Fue con Mastronardi, también homosexual, con quien Gombrowicz mantuvo los diálogos más escabrosos sobre la sodomía, cada uno disfrazándose como podía en este juego prohibido.
El factor atenuante en este diálogo era el infantilismo. A mi juicio Gombrowicz se manejaba mejor con la forma infantil que con la inmadura, porque la infancia, con las pulsiones sexuales en estado de nacimiento, es menos drástica que la juventud. Mastronardi recuerda en sus testimonios algunas de las cosas que le decía Gombrowicz.
“[…] En todos los casos, el placer de los escritores que saben ser leídos es más grande que el de sus lectores; en consecuencia los primeros deberían pagar a estos últimos y no a la inversa, como se hace […] No vea en mí a un indiferente, a la manera de los cínicos: únicamente combato el disimulo y la mentira. Sobre esta base afirmo que un dolor de muelas nos desespera más que la muerte de un hermano muy querido. La muerte se distrae, pero el cuerpo insiste […]”.
Unas semanas antes de partir para Europa, por casualidad, Mastronardi nos ve a Gombrowicz y a mí en un café de San Martín y Lavalle, entra y se sienta a la mesa. En medio de las efusiones y de los recuerdos Mastronardi hace una referencia poética a la homosexualidad de ambos en las misas negras del pasado: —Le doy dos minutos, Mastronardi, para que se retire de la mesa. Pasaron los dos minutos, y como Mastronardi no se levantó, se levantó Gombrowicz, así terminaron. Siete años después de este episodio lamentable Mastronardi se despide de Gombrowicz con dignidad.
“Estoico, sufrido, capaz de soportar todas la adversidades, no parecía tomar en cuenta los bienes que el destino le negaba. En la Argentina, no buscó la aceptación ni tampoco fue rechazado por aquellos que ornaban el Olimpo literario; más bien habría que decir que estaba muy a gusto en otros medios […]”.
“Nunca quiso, ni aquí ni en su patria, entrar en la Cultura como se entra a un templo en el que los fieles rezan de rodillas […] Gombrowicz ha vivido más de veinte años en la Argentina, mi país. Poco antes de su partida, le llegó el eco de su fama en Europa, donde los jóvenes escritores polacos le alababan en voz baja. Tras una temporada en Alemania, se instaló en Francia; allí, tras haber entrevisto la gloria, se lo llevó una antigua enfermedad. Lúcido, decidido, nunca por debajo, siempre a la altura de las circunstancias, distante de las quimeras y la ilusión, no creo que esta explosión casi póstuma lo haya emocionado demasiado”.
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