GUITARRAS
Dieciséis años tardó en componer Jacinto Málaga la única canción que pudo componer en su guitarra. Era un joven flaco y de una estatura notable, comía como un oso, sino como un chancho, aunque más tarde, cuando ya hecho un hombre de escuela, adquirió modales propios de la ciudad. Sus padres estaban convencidos de haberse gastado toda una vida en su educación y no era para menos, ellos querían que su hijo fuese un “profesional” porque profesional, digo, profesional acartonado, estaba de moda ser. Jacinto que no conocía más de sí mismo que su mal nombre porque ya no lidiaba con lo contemporáneo se enamoró muy joven de una compañera de clase que le superaba en un par de años y que no rehusó su amor frente a la declaración cantada (puesto que no le salía la canción en guitarra) del adolescente Jacinto.
Cuando los primos querían abreviar el nombre no tomaron en cuenta que el asunto resultaba poco fácil, alguien se atrevió a decirle “Cinto” y otro añadió “Precinto”, entonces a Jacinto se le ocurrió sentirse como un retazo de carne embalado para un destino que nadie ni el mismísimo Dios conocía, así que él mismo de tanto joder de la familia se denominó “Cacho” y con Cacho lo conocieron todos los cercanos hasta cuando a los cuarenta años decidió acabar con su vida porque mientras más intentaba componer la segunda canción, más se parecía ésta a la primera.
Cacho no tenía familia de músicos, ni amigos músicos, ni profesores músicos; y a decir verdad, cuando la radio llegó a su casa, demoró poco en malograrse porque Cacho no pudo resistir a sus pasiones de abrir todo lo que encontraba en sus manos. Pero el padre de Cacho, un hombre mucho más grande que él y con una fuerza descomunal siempre se había bañado de huaynitos y yaravíes con la distinta gente que había conocido en su trabajo de operador de maquinaria pesada, que bien pesada le caía hasta que la noche no caía y el viejo Gerónimo Aspilcueta sacaba del cajón un acordeón de no se sabe cuándo y empezaba a cantar y todos empezaban a cantar, menos el padre de Cacho quien era tímido hasta para el miedo y prefería quedarse callado. Lo que nadie sabía era que ejercitaba sus manos y estiraba sus dedos tratando de recordar los movimientos que Gerónimo hacía. Gerónimo era el “tío” del padre de Cacho pero ni el mismo Cacho lo conocía, su madre sí, decía que un día Gerónimo se iba a morir y nadie se daría cuenta de su muerte porque todos los acordeonistas parecían muertos mientras tocaban, el padre de Cacho se quedaba callado entonces y ponía la peor cara de preocupado porque Gerónimo siempre le había conseguido trabajo y ellos se habían gastado toda la vida en darle educación a Cacho, sin embargo esto no era ningún reclamo, sencillamente las cuentas a veces no cuadraban y tras la obligación de que la aritmética es exacta, pues la educación de Cacho parchaba toda falta.
Un día el padre de Cacho casi fue descubierto cuando en la oscuridad de la noche ensayaba sus manos en el instrumento que solo su imaginación poseía, Cacho abrió la puerta, lo observó y el padre haciendo el ademán de espantar los mosquitos de la noche, le preguntó si no tenía interés en tocar algo. Cacho pensó primero en los pechos de la chica que le había dicho que sí sin rehusar su canción a capella pero prontamente tomó conciencia que su padre le hablaba de música, el dijo que “Sí” y sin más el sábado salieron en pro de una guitarra que le dijo el padre a la madre de Cacho ante la pregunta de ¿adónde van? “A cumplir una promesa”.
Pero Cacho para ese tiempo no estaba muy entendido de música, podría estar seguro de lo que no le gustaba, pero no de lo que le gustaba. Al fin llegó la radio reparada, pero llegó con una amenaza contra Cacho de tocarla, tan solo para encenderla, no saldría más de la casa, sino hasta el momento de la boda y como a nadie le gusta ser presidiario en su propia casa ni en ningún otro lado, Cacho cumplió fielmente con el encargo. Cacho estaba ya en romances con la “Titán” de Mahler y con algunas canciones de Ella Fitzgerald pero no estaba seguro de que eso le fuera a gustar completamente o que eso le gustaría siempre; eso sí, estaba seguro que todo el resto le iba gustar mucho menos y perecería desde el primer momento.
Cuando ambos llegaron con la guitarra en manos, vieron el rostro de Cacho y pensaron que no pasarían muchos días para que la destruyera. Pues se equivocaron, todos se equivocaron. Cacho se volvió más disciplinado acababa con sus deberes temprano, miraba un poco de televisión que traía la misma amenaza de la radio y se devolvía a su cuarto para entregarse al ensayo con su guitarra. A veces hasta le daba una mano a la madre en los quehaceres de la casa y más de una vez aró la huerta, echó la semilla y cosechó el maíz para los patos sin chistar sólo para tener ese par de horas sobre las nueve de la noche en que podía practicar a sus anchas.
Sin embargo Cacho no se daba cuenta de lo que todos cuenta se daban, que era más desorejado que perro doberman y que en vez de deleitar al hogar con melodías dulces y serenas hacía ruidos insoportables, tales que un día su propia hermana arremetió en su cuarto gritándole “¡Ya, cállate!”. A Cacho no le quedó de otra sino que tocar muy bajito, pero para eso ya se había apertrechado de un millón de cancioneros y métodos de “guitarra fácil”. Pudo pasarse el resto de la vida así, pero como era sumamente ansioso y apurado quería tener su propia canción y comenzó a explorar en los trastes logrando cortos momentos de exquisita melodía, pero no estaba satisfecho, para nada satisfecho, quería más y ya le habían pasado un cassette de Satchmo al cual le daba vueltas mil veces, pues su familia ya se había dado cuenta que con la guitarra Cacho se había vuelto inocuo para las otras cosas.
A pesar de que Cacho se había aprendido todas las indicaciones de los manuales, le era imposible reconocer una mi en el aire, por lo que si su amigo Abel Miranda no le afinaba la guitarra cada quince días, él se echaba a tan angelical labor con poco o ningún éxito. Alguna vez apareció en casa un tío que no era su tío, quien le había preguntado por la guitarra que descansaba en la sala, Cacho, muy modesto, le dijo que intentaba aprender a tocarla, el tío pidió una demostración ordenándole pare cuando apenas había rasgado unos minutos pues sencillamente era insoportable tal ruido de graves sueltas y agudas demasiado ajustadas. Cuando el tío afino el instrumento y dio clases magistrales del arte de la música, el muchacho estaba ofuscado y no sabía qué hacer, agradeció entonces las clases, las notas, los ejercicios, pero no tocó cuando se lo pidieron. Ciertamente después de la visita del tío, Cacho dejó de tocar por muchos días absorbiéndose en la lectura de libros de caballerías buscando alguna locura que le prestara lucidez para la magia de los sonidos.
A escondidas su padre hacía unos cuantos ejercicios sin mayor éxito, los años de palanca y timón le habían endurecido la muñeca y simplemente se cansaba detrás del primer rasqueteo.
Cacho volvió a la guitarra cuando ya en la Universidad, que les había costado toda la vida a los padres, se enamoró de una muchacha quien no le dio bola como la otra chica que no rehusó a su declaración cantada. La muchacha se llamaba Rocío Bedoya y se volvió fea en menos de un año, justo cuando todo el mundo la veía más hermosa y ella misma hacía planes de presentarse al concurso de belleza del Distrito. Un buen día Rocío se miró al espejo, comparó su abdomen abultado contra el inexistente de una modelo en una revista, ensayó todas las pomadas y lociones para tapar un grano que le había salido en el pómulo izquierdo del tamaño de un volcán, se puso las pestañas postizas, se acomodó el cabello y se dio cuenta de que “sí, verdaderamente era fea”, entonces decidió darle el sí a Cacho pues le había contado que tocaba guitarra y había demostrado ser el mejor alumno en algebra lineal. Cacho más enamorado, en ese entonces, del blues que de la horrorosa Rocío, no supo eludirla y empezó a enamorarse nuevamente creyendo que juntos podrían estudiar prontamente la carrera y se graduarían, el dinero y el éxito la vencerían y él estaría solo nuevamente: él, su plata y su guitarra. Así fue, pero no tanto así, pasaron dos años de carrera universitaria, en la cual los padres habían hecho todo el gasto de su vida, Rocío se volvía más fea, había comenzado a ponerse pantalones apretadísimos y escotes cada vez mayores, se había teñido el cabello de púrpura y utilizaba lentes de contacto con bordes grises, Cacho seguía ensimismado y apenas la besaba, cuando ella dio la gran idea: “hagamos juntos la tesis y después nos casamos”. Cacho no fue a la Universidad una semana aludiendo un resfriado infernal y no supo qué hacer mucho menos qué decir, le contó a su madre el asunto con mayor fuerza de voluntad que con ganas de escuchar una respuesta, la madre le pidió que sea sincero con Rocío cuando finalmente un día antes del último examen, Cacho estrenó en su dormitorio a las tres de la madrugada, su única melodía que según él tenía un tono amargo de blues pero los entendidos comentaban que era el yaraví más triste de los últimos tiempos.
Cuando tocaron la melodía de Cacho, el día de su entierro, su padre afirmó que el yaraví como el huayno estaba en la sangre de todos los arequipeños y que no era otra cosa, ¡carajo!, pero ese carajo fue mas doliente que emotivo y Cacho yacía en ese momento en la tumba, escuchando quizás otra melodía que no era la única que pudo componer dieciséis años después de comprada la guitarra que su padre quiso tocar siempre.
Se había puesto a practicar demasiado, esta semana de ausencia logró unir todos los acordes que tenía apuntados en papelitos que escondía sigilosamente en una caja de zapatos, de aquellos zapatos nuevos que su madre le había comprado para que vaya a la Universidad en la que gastaron todos los ahorros de una vida. Cacho se había vuelto muy metódico y anotaba cada acorde que salía de sus ensayos, iba burilando las notas una a una y finalmente rompía y volvía a comenzar. Así nació la canción, un buen día se la interpretó a los amigos de los patios de literatura y ellos estuvieron gozosos de oírla por segunda vez, cuando un grupo de chicas se reunió en torno a él y Cacho se sintió tan famoso que consideró fácilmente podía componer una segunda canción. Pero la felicidad nunca llega completa e instantáneamente le pidieron una segunda canción porque no hay primera sin segunda y como esta segunda había sido igual que la primera entonces no habría tercera sin segunda, en este caso no había tercera sin primera y allá por allá las ordenes de las canciones porque Cacho no supo obedecer la orden de su gran público y temeroso como su padre se armó de la guitarra y se largó sin dar cuenta a nadie.
Roció Bedoya, fea pero nada burra, entendió claramente que el asunto del matrimonio no tenía nada que ver con Cacho así que ella misma decidió deslizarse por la puerta trasera cuando él apareció para pedirle disculpas y explicar la situación. Sin embargo no había descuidado el hecho de que Cacho había sido el mejor en álgebra lineal y sostuvo su oferta de hacer la tesis juntos y así lo hicieron. Un año después de que Cacho estrenara su canción y Rocío Bedoya desistiera de su propia boda, sustentaron una tesis que ganó felicitaciones públicas y una indignante borrachera en la que Cacho no supo dar razones a su madre de los vómitos de toda la noche y el silencio en su dormitorio hasta pasado el mediodía del día siguiente. A pesar de todo la felicidad era grande y un hijo profesional, digo profesional acartonado no era para menos, ya que les había costado la vida completa.
Cacho entonces dejó de llamarse Cacho y aceptó su nombre de Jacinto, porque al fin y al cabo le daba más personalidad y la juventud estaba en su piel, en sus ideas y no en el nombre ni tampoco en las canciones de Ella Fitzgerald que nadie conocía sino solamente él y nadie más. Por las tardes, después del trabajo, huía de los compañeros para internarse en su cuarto e intentar la segunda canción, esta primera había ganado mucha fama entre los padres y los abuelos y eventualmente las aulas de literatura y no faltaban las invitaciones para tocar la única canción que había compuesto y que sabía tocar. Al cabo de un par de años decidió comparar los viejos papeles contra los nuevos y se topó con que los acordes eran los mismos, absolutamente iguales y otra vez le había traicionado el oído pues se había plagiado a si mismo sin más ni más. Cayó frustrado contra su cama y no supo qué hacer, tomó una siesta de quince minutos y apareció bajo el dintel de la puerta de la cocina ofreciéndose a su madre para lo que sea, decidió que no tocaría ni intentaría componer nunca más.
No pudo hacerlo. Una semana después, los callos de sus dedos le reclamaban a fuerza de tirones y calambres aquel viejo retazo de madera y no solo ellos sino el rostro de su padre también. Volvió a su cuarto, desenfundó la guitarra, sacó lápiz y papel y comenzó a escribir sin mucho éxito. Entonces imaginaba música por todos lados, cuando iba caminando, cuando viajaba en el bus, cuando encendía la computadora, cuando miraba a los trabajadores, cuando observaba el mundo, música por todas partes, pero cómo escribirla, cómo componerla en su guitarra. Las canas empezaban a poblar sus sienes, su piel se arrugaba, su carácter se había vuelto más irascible, pero su voz no cambiaba y, por ende, sus pensamientos tampoco, así que le daba vuelta al papel y seguía intentando.
El 17 de febrero de 1999, Jacinto llegó a casa con el sonido exacto, lo tenía en los dedos, lo percibía en el aire, ya lo tocaba en la mente. Al llegar se topó con su tarima en la calle, estaba vieja y carcomida por las polillas recién tomó cuenta de cuántas veces la había clavado por el centro y no sabía si sentir pena o vergüenza de hallarla en la calle en semejantes condiciones, se sentó al pie, dejó caer la quijada contra las manos y los codos contra las rodillas y pensó, pensó durante unos cuantos minutos, penetró en la casa, saludó a todos y fue directamente al baño, se miró en el espejo y pudo percibir sus canas, sus arrugas, sus ojos decaídos y cuando se dijo a sí mismo “estás viejo” escuchó la misma voz que cuando era adolescente, así que a partir de ese día decidió entonarla, cambiar de ropa y caminar más despacio. No le duró mucho, días después vio a su padre, sin trabajo con el cuerpo agolpado contra el mueble, frente a la televisión, con una pensión ingrata y un hijo cuya educación le había costado toda la vida. Lo vio y en el vio todo su futuro, echó rápidamente cuentas y tomó fielmente la sopa que su madre había preparado. Tenía cuarenta años y haciendo una liana con seis sextas, se colgó muy temprano de madrugada en el árbol del centro del patio, donde su madre lo encontró con la misma mirada tierna puesta en el infinito como cuando de niño se perdía en sus elucubraciones. La madre lloró amargamente pero en silencio y el padre estaba ya muerto aunque vivía.
Jacinto Málaga tenía la de sentarse en los parques a mirar las palomas, tenía las de ensimismarse con un buen libro, tenía las de ser silencioso y callado como su padre, pero pocas veces con miedo, con muy poco miedo, tenía las de mirar a las chicas lindas y a las feas también, tenía las de ser atento con las señoras, tenía las de devolver los vueltos mal calculados y tenía las de desgastar los cuellos y puños tan pronto como las camisas llegaban a su cuerpo. Su madre le preguntó hasta cuándo tendría que voltearle los cuellos y los puños de las camisas y el respondió con la mirada puesta en el infinito, creo que hasta cuando cumpla los cuarenta, madre.
* Lenin Velarde Paredes nació en Arequipa en 1978. Es egresado de la Escuela Preofecional de Ingeniería Civil de la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa y actualmente estudia la Maestría en Ingeniería Civil de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha escrito y publicado algunos cuentos así como los libros de poesía Carol (Arequipa, Ediciones del 9no Granizo, 2003) y Hocrelugural (Arequipa, Ediciones del 9no Granizo & Wawasara Editores, 2006) en tiras muy cortas, debido a su inconformidad con sus propios escritos.
1 comentario:
Este cuento es malísimo. Le sobran 10 párrafos.
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