Escribe Juan Carlos Gómez
Quienes sigan atentamente las aventuras de estos gombrowiczidas habrán leído con algún provecho “Witold Gombrowicz y la Inmadurez”, le ha llegado el momento entonces, pues la inmadurez ya debe estar más o menos digerida, de darle lugar a la forma.
La Argentina fue para Gombrowicz un gran campo de maniobras, en este lugar neutral, como si fuera la mesa de un café, intentó establecer los límites al problema de poner en claro si el par dialéctico inmadurez-forma, una intuición que planea sobre toda su obra, era una verdadera reducción ontológica del hombre o tan sólo una perogrullada o una tautología.
La concepción de la forma no es para Gombrowicz un problema conceptual, como lo es para la filosofía, sino un problema práctico.
“Pero el hecho de que mi madre no quisiera ser lo que era, que no quisiera reconocerse a sí misma, terminó vengándose de ella, porque nosotros, sus hijos, le declaramos la guerra […] Y fue allí, seguramente, donde comenzaron mis dolorosas contorsiones con la forma polaca, que producían en mí un efecto parecido al de las cosquillas: uno se troncha de risa, pero no resulta agradable […]”.
“Mi sensibilidad respecto a la forma, que demostré desde mi más temprana infancia, me permitió más tarde hallar mi propio estilo literario y crear un género que va consiguiendo poco a poco derecho de ciudadanía en el mundo. […] Una cosa era cierta y yo me daba cuenta: mis primeras tentativas literarias manifestaban una fuerte oposición… oposición a todo… su tono era rebelde… Si entro en esta Cámara de los Lores, me decía, será como Byron, para sentarme en los bancos de la oposición”.
La realidad no puede ser abarcada tan sólo por la forma pues la forma no está acorde con la esencia de la vida. El intento por definir esta insuficiencia de la forma es un pensamiento que se convierte en forma, y que confirma tanto su impotencia para aprehender la existencia como nuestra inclinación por ella.
La realidad surge de asociaciones de una manera indolente y torpe en medio de equívocos, a cada momento la construcción se hunde en el caos, y a cada momento la forma se levanta de las cenizas como una historia que se crea a sí misma a medida que se escribe, introduciéndose de una manera ordinaria en un mundo extraordinario, en los bastidores de la realidad. Gombrowicz descompone el mundo en elementos de la forma, pero también recrea la reacción del hombre frente a ese proceso de descomposición, de modo que es de nuevo el hombre y no la forma quien se halla en el centro de la obra.
Entre el yo de Gombrowicz y lo otro siempre había un mediador, un mediador al que finalmente le puso un nombre: forma, y la forma era el origen de sus archidolores que como un puñal se le hundía en la carne y lo hería una y otra vez. Su conciencia se puso a disposición de su inmadurez y entre ambas entablaron un combate a muerte con las formas, y las formas son las máscaras con las que nos aparecemos ante los demás y ante nosotros mismos, una deformación interhumana del ese “yo mismo”. Gombrowicz explica muy claramente cómo asomaban la cabeza los dolores emergentes de esa lucha.
“[…] Ignoro cuál es mi forma, lo que soy, pero sufro cuando se me deforma. Así, pues, al menos sé lo que no soy. Mi ‘yo’ no es sino la voluntad de ser yo mismo […]”.
Como la escritura es también una forma en sí misma, Gombrowicz se refiera a ella como una ultractividad de su propia naturaleza, por lo menos para su propia obra.
Existe un ascenso desde los primeros elementos individuales que crecen mientras se escribe, siguiendo la ley de la acumulación formal, hasta la visión general que cierra el conjunto. Una clase de esos elementos son frases sueltas y situaciones excitantes, de los que sobreviven unos pocos. Esta función de control que el autor ejerce, eliminando buena parte de los primeros miembros de un conjunto que se va formando, es muy importante y está presente en todo el proceso.
Las frases y los elementos en estado caótico le impondrán al autor, por la propia necesidad interna de la forma, una representación más amplia: escenas y una trama en estado de nacimiento que sólo deben satisfacer las necesidades de la imaginación. En este segundo momento, el caos inicial se reduce y aparecen con alguna claridad las asociaciones y los elementos excitantes y misteriosos cuya acción se amplía; un repiqueteo que el autor debe buscar siempre.
También aquí es necesaria la actividad de eliminación. Mediante este proceso de control, el autor debe contrastar siempre el resultado con el sentido interior de su vida que, sin embargo, no conoce.
Los miembros de este conjunto, si es que la creación se realiza de esta manera, es decir, si el autor evita la intervención pesada de las líneas de realidad, adoptan un comportamiento que define su naturaleza y sus funciones. Es aquí donde aparecen las escenas claves, las metáforas y los símbolos que ya apuntan en una dirección determinada ante la que no se puede exclamar: —¡Elimino! Del caos inicial, por una acumulación de forma, se pasa a las escenas, a los personajes, a los conceptos y a las imágenes que el proceso de control ya no puede eliminar, y lo ya creado dictará el resto.
“Tu principio debe ser el siguiente: no sé dónde me llevará la obra pero, me lleve donde me lleve, tiene que expresarme y satisfacerme”.
El sentido interior de la vida es el ángel de la guarda que toma la palabra para confrontar constantemente la imaginación con la realidad y para mediar en la lucha entre la vida y la existencia.
“[…] Cuanto más loco, fantástico, intuitivo, imprevisible e irresponsable seas, tanto más sobrio, responsable y dueño de ti mismo debes ser”.
Resulta útil ver cómo Gombrowicz pone en funcionamiento esta concepción de la forma aplicada a la actividad de escribir en su propia obra. En uno de los primeros intentos que hizo en los diarios, al que podríamos considerar como un intento metaliterario, Gombrowicz se las arregla para desvincular a la forma de sus ataduras y darle vida propia echando mano a Creta.
Todo ocurre un día en que va almorzar a la casa de un ingeniero que tiene una industria en la localidad de Acassuso. A medida que ponía atención se iba dando cuenta que la casa, la mesa del comedor y los platos eran demasiado renacentistas, mientras la conversación se centraba también en el Renacimiento, una adoración por Grecia, Roma, la belleza desnuda y la llamada del cuerpo. La conversación giró alrededor de una columna de Creta, y a Gombrowicz se le pegó el cretino, leitmotive de toda la narración, pero no de una manera renacentista, sino totalmente neoclásica y cretínica. Llegado a este punto le advierte al lector que él sabe que no debería escribir sobre esto.
De vuelta en la ciudad se dirigió al café Rex pero, de repente, desde el café París, le hacen señas unas señoras conocidas que aparentemente estaban sentadas a la mesa comiendo bizcochos que mojan en la crema.
Pero era una mistificación, la verdad es que estaban sentadas a un tablero cubierto de esmalte apoyado sobre cuatro barras de hierro torcidas, y la acción de comer consistía en meterse una cosa u otra por un orificio practicado en la cara, al tiempo que sus orejas y sus narices despuntaban. Cháchara va, cháchara viene, Gombrowicz pide disculpas y se marcha alegando falta de tiempo. El hecho de que estuvieran ocurriendo cosas demasiado cretinas como para ser reveladas, era la razón que lo obligaba a relatarlas pues tenían un exceso de cretinismo.
Al salir del café París se dirigió al café Rex. En el camino se le acerca una persona desconocida, le dice que hacía tiempo que quería conocerlo, lo saluda, le da las gracias y se va.
Cuando iba a ponerlo de vuelta y media al cretino, se da cuenta que no es cretino, puesto que sólo quería conocerlo y lo había conocido. Se empiezan a encender las luces de la noche, pasan los coches, caminan los transeúntes, mientras tanto Gombrowicz mira las casas. En el balcón de un séptimo piso le están haciendo señas Henryk y su mujer. Él también les hace señas. Henryk y su mujer hablan y hacen señas. Coches, tranvías, gente, bocinazos, Gombrowicz les responde con señas. De pronto repara en que Henryk, más que hacer señas, enseña… ¿pero qué es lo que enseña? Se está enseñando a sí mismo como si fuera una botella.
“Yo hago señas. De repente ella (pero no, yo no puedo hacer el cretino; sin embargo, si tengo que desenmascarar al Cretino debo hacer el cretino); entonces ella le enseña hasta que él se asoma y ella le enseña con saña (pero, ¿qué es lo que enseña?), después de lo cual los dos se ensañan ligeramente, y uno hacia aquí, el otro hacia allá, y, ¡puff!… (¡Esto sí que no puedo decirlo, está por encima de mis fuerzas!)”.
La Argentina fue para Gombrowicz un gran campo de maniobras, en este lugar neutral, como si fuera la mesa de un café, intentó establecer los límites al problema de poner en claro si el par dialéctico inmadurez-forma, una intuición que planea sobre toda su obra, era una verdadera reducción ontológica del hombre o tan sólo una perogrullada o una tautología.
La concepción de la forma no es para Gombrowicz un problema conceptual, como lo es para la filosofía, sino un problema práctico.
“Pero el hecho de que mi madre no quisiera ser lo que era, que no quisiera reconocerse a sí misma, terminó vengándose de ella, porque nosotros, sus hijos, le declaramos la guerra […] Y fue allí, seguramente, donde comenzaron mis dolorosas contorsiones con la forma polaca, que producían en mí un efecto parecido al de las cosquillas: uno se troncha de risa, pero no resulta agradable […]”.
“Mi sensibilidad respecto a la forma, que demostré desde mi más temprana infancia, me permitió más tarde hallar mi propio estilo literario y crear un género que va consiguiendo poco a poco derecho de ciudadanía en el mundo. […] Una cosa era cierta y yo me daba cuenta: mis primeras tentativas literarias manifestaban una fuerte oposición… oposición a todo… su tono era rebelde… Si entro en esta Cámara de los Lores, me decía, será como Byron, para sentarme en los bancos de la oposición”.
La realidad no puede ser abarcada tan sólo por la forma pues la forma no está acorde con la esencia de la vida. El intento por definir esta insuficiencia de la forma es un pensamiento que se convierte en forma, y que confirma tanto su impotencia para aprehender la existencia como nuestra inclinación por ella.
La realidad surge de asociaciones de una manera indolente y torpe en medio de equívocos, a cada momento la construcción se hunde en el caos, y a cada momento la forma se levanta de las cenizas como una historia que se crea a sí misma a medida que se escribe, introduciéndose de una manera ordinaria en un mundo extraordinario, en los bastidores de la realidad. Gombrowicz descompone el mundo en elementos de la forma, pero también recrea la reacción del hombre frente a ese proceso de descomposición, de modo que es de nuevo el hombre y no la forma quien se halla en el centro de la obra.
Entre el yo de Gombrowicz y lo otro siempre había un mediador, un mediador al que finalmente le puso un nombre: forma, y la forma era el origen de sus archidolores que como un puñal se le hundía en la carne y lo hería una y otra vez. Su conciencia se puso a disposición de su inmadurez y entre ambas entablaron un combate a muerte con las formas, y las formas son las máscaras con las que nos aparecemos ante los demás y ante nosotros mismos, una deformación interhumana del ese “yo mismo”. Gombrowicz explica muy claramente cómo asomaban la cabeza los dolores emergentes de esa lucha.
“[…] Ignoro cuál es mi forma, lo que soy, pero sufro cuando se me deforma. Así, pues, al menos sé lo que no soy. Mi ‘yo’ no es sino la voluntad de ser yo mismo […]”.
Como la escritura es también una forma en sí misma, Gombrowicz se refiera a ella como una ultractividad de su propia naturaleza, por lo menos para su propia obra.
Existe un ascenso desde los primeros elementos individuales que crecen mientras se escribe, siguiendo la ley de la acumulación formal, hasta la visión general que cierra el conjunto. Una clase de esos elementos son frases sueltas y situaciones excitantes, de los que sobreviven unos pocos. Esta función de control que el autor ejerce, eliminando buena parte de los primeros miembros de un conjunto que se va formando, es muy importante y está presente en todo el proceso.
Las frases y los elementos en estado caótico le impondrán al autor, por la propia necesidad interna de la forma, una representación más amplia: escenas y una trama en estado de nacimiento que sólo deben satisfacer las necesidades de la imaginación. En este segundo momento, el caos inicial se reduce y aparecen con alguna claridad las asociaciones y los elementos excitantes y misteriosos cuya acción se amplía; un repiqueteo que el autor debe buscar siempre.
También aquí es necesaria la actividad de eliminación. Mediante este proceso de control, el autor debe contrastar siempre el resultado con el sentido interior de su vida que, sin embargo, no conoce.
Los miembros de este conjunto, si es que la creación se realiza de esta manera, es decir, si el autor evita la intervención pesada de las líneas de realidad, adoptan un comportamiento que define su naturaleza y sus funciones. Es aquí donde aparecen las escenas claves, las metáforas y los símbolos que ya apuntan en una dirección determinada ante la que no se puede exclamar: —¡Elimino! Del caos inicial, por una acumulación de forma, se pasa a las escenas, a los personajes, a los conceptos y a las imágenes que el proceso de control ya no puede eliminar, y lo ya creado dictará el resto.
“Tu principio debe ser el siguiente: no sé dónde me llevará la obra pero, me lleve donde me lleve, tiene que expresarme y satisfacerme”.
El sentido interior de la vida es el ángel de la guarda que toma la palabra para confrontar constantemente la imaginación con la realidad y para mediar en la lucha entre la vida y la existencia.
“[…] Cuanto más loco, fantástico, intuitivo, imprevisible e irresponsable seas, tanto más sobrio, responsable y dueño de ti mismo debes ser”.
Resulta útil ver cómo Gombrowicz pone en funcionamiento esta concepción de la forma aplicada a la actividad de escribir en su propia obra. En uno de los primeros intentos que hizo en los diarios, al que podríamos considerar como un intento metaliterario, Gombrowicz se las arregla para desvincular a la forma de sus ataduras y darle vida propia echando mano a Creta.
Todo ocurre un día en que va almorzar a la casa de un ingeniero que tiene una industria en la localidad de Acassuso. A medida que ponía atención se iba dando cuenta que la casa, la mesa del comedor y los platos eran demasiado renacentistas, mientras la conversación se centraba también en el Renacimiento, una adoración por Grecia, Roma, la belleza desnuda y la llamada del cuerpo. La conversación giró alrededor de una columna de Creta, y a Gombrowicz se le pegó el cretino, leitmotive de toda la narración, pero no de una manera renacentista, sino totalmente neoclásica y cretínica. Llegado a este punto le advierte al lector que él sabe que no debería escribir sobre esto.
De vuelta en la ciudad se dirigió al café Rex pero, de repente, desde el café París, le hacen señas unas señoras conocidas que aparentemente estaban sentadas a la mesa comiendo bizcochos que mojan en la crema.
Pero era una mistificación, la verdad es que estaban sentadas a un tablero cubierto de esmalte apoyado sobre cuatro barras de hierro torcidas, y la acción de comer consistía en meterse una cosa u otra por un orificio practicado en la cara, al tiempo que sus orejas y sus narices despuntaban. Cháchara va, cháchara viene, Gombrowicz pide disculpas y se marcha alegando falta de tiempo. El hecho de que estuvieran ocurriendo cosas demasiado cretinas como para ser reveladas, era la razón que lo obligaba a relatarlas pues tenían un exceso de cretinismo.
Al salir del café París se dirigió al café Rex. En el camino se le acerca una persona desconocida, le dice que hacía tiempo que quería conocerlo, lo saluda, le da las gracias y se va.
Cuando iba a ponerlo de vuelta y media al cretino, se da cuenta que no es cretino, puesto que sólo quería conocerlo y lo había conocido. Se empiezan a encender las luces de la noche, pasan los coches, caminan los transeúntes, mientras tanto Gombrowicz mira las casas. En el balcón de un séptimo piso le están haciendo señas Henryk y su mujer. Él también les hace señas. Henryk y su mujer hablan y hacen señas. Coches, tranvías, gente, bocinazos, Gombrowicz les responde con señas. De pronto repara en que Henryk, más que hacer señas, enseña… ¿pero qué es lo que enseña? Se está enseñando a sí mismo como si fuera una botella.
“Yo hago señas. De repente ella (pero no, yo no puedo hacer el cretino; sin embargo, si tengo que desenmascarar al Cretino debo hacer el cretino); entonces ella le enseña hasta que él se asoma y ella le enseña con saña (pero, ¿qué es lo que enseña?), después de lo cual los dos se ensañan ligeramente, y uno hacia aquí, el otro hacia allá, y, ¡puff!… (¡Esto sí que no puedo decirlo, está por encima de mis fuerzas!)”.
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