Por Gregorio Morán
Ya es ironía de la vida apellidarse Lamborghini, que suena a lujo y exquisitez italiana, y dedicarse a la literatura. Osvaldo Lamborghini había nacido en Necochea, una pequeña ciudad playera a poco más de cien kilómetros de Buenos Aires, en una familia bien venida a menos. Es curioso, no hay que yo sepa ningún escritor que provenga de una familia bien llegada a más, y a lo mejor el motivo se reduce a que, de ser así, ninguno de sus miembros acumularía las frustraciones necesarias para dedicarse a la literatura. O quizá no, y la casualidad se reduzca a que cuando a uno le va bien dispone de una gama tan amplia de posibilidades que le evita empozarse en un mundo tan siniestro como es el del arte de las palabras. ¿Que no es siniestro el mundo de la creación literaria?
Que se lo pregunten a Osvaldo Lamborghini, y no digamos si lo hacen a quienes tuvieron la suerte o la desgracia de encontrárselo en la vida. Porque es verdad, no se engañen, los escritores son encantadores cuando se les lee, incluso cuando son retorcidos y malotes como ajados putones verbeneros, ¡oh, qué prosa!, ¡qué fuerte!, ¡qué párrafos seminales!, ¡Osvaldo, que grande sos!… Pero digámoslo todo, en vivo y en directo algunos hay que son para darles de comer aparte; como las fieras, los enfermos y los zelotes.
Osvaldo Lamborghini era un maricón desorejado que vivió con mujeres adorables e incluso tuvo-tiene una hija encantadora. Un porteño asimilado que nació como digo en una familia bien que por muy venida a menos, de evidente prosapia italiana, siempre conservaba un cierto patrimonio que el heredero Osvaldo no acababa de recibir (“a mí sólo me traiciona mi madre / que en morirse tarda tanto”) y que tuvo por norma no escrita de una vida breve la de abocarse siempre al límite. Los límites de la vida, del gozo y de la literatura. La historia de Osvaldo Lamborghini hay que seguirla en un orden digamos que inexistente y que está basado en las fronteras de los límites, es decir, lo que no hay.
Así fue la vida de Lamborghini y así es su literatura, un tejer y destejer infinito de situaciones, palabras y significados. Aparece como de la nada, pero con mucha cocina detrás, en 1969, con unas páginas inclasificables conocidas como El Fiord, y luego otras, no menos desbordantes de imaginación y talento narrativo, al servicio de los relojeros de la literatura, que no son los que dan cuerda a los relojes sino los que desmontan las ruedecitas y las vuelven a montar de otra manera, y sorprendentemente el instrumento-reloj sigue sonando. Segebrondi retrocede,versión española póstuma Segebrondi se excede. Y por los espacios que deja una prosa pegajosa y dúctil y letal como el dulce de leche, unos versos, los Poemas. Así, sin adjetivar, y sin otro título que su propio ser poemas. Porque no cabía que Lamborghini pudiera ser otra cosa que un poeta insólito, brutal; de la basura textual a la genialidad. Y está la política.
No son años de silencio, sino de debate, peleas, panfletos, violencia. Osvaldo Lamborghini es peronista convicto y su historia, como es sabido, acaba mal. Hay que leer las tropecientas páginas de la apabullante biografía que le ha dedicado Ricardo Strafacce (Mansalva, Buenos Aires, 2008) para seguir con minuciosidad los tránsitos de esta vida breve. Seguirla, lo que no quiere decir entenderla, quizá porque hay vidas que no dan para entendederas. Y resulta que este tipo, por tantas razones impresentable, debía de tener algo especial, pues con la genialidad literaria no basta, para que haya gente, un puñado, ¿para qué más?, que fueron capaces de darle todo, de entregarse a él, a sus extravagancias, sus violencias, sus pendencias, sus esclavitudes… Una biografía como la de Strafacce es un acto inconmensurable de amor. Como la incombustible amistad epistolar de César Aira. O la entrega con armas y bagajes de una mujer, de seguro libre, capaz, inteligente, como Hanna Muck… Pero no nos adelantemos.
Habíamos quedado en el momento nada estelar de la política, el peronismo en su variante armada, ese tumor nada benigno que son incapaces de detectar nuestros scanners. Una versión lunfarda del camarote de los hermanos Marx, eso podría ser una discusión entre argentinos sobre Perón con un testigo español que se retuerce en la silla y cuyo único deseo provocador consistiría en ahorcarse con un collar de Evita Duarte. Fue un paréntesis quizá en la literatura de Osvaldo, pero tan lleno de vida, que parece un mal tango. Llegó a Barcelona el 30 de noviembre de 1981, “después del mediodía”, nos señala preciso su biógrafo. “Esta inmunda ciudad”, según sus primeras impresiones, tan malas que apenas si mejorarán un tanto en los meses venideros. “Es una ciudad quieta, triste, como un diamante que jamás cambiara de mano”. Su experiencia barcelonesa será terrible de soledad y abandono. Pocos amigos, en realidad ninguno, fuera de una mujer mágica a la que encontrará en su vida el primer mes del año 1982. Hanna Muck. Imagino que el hecho de que ella fuera alemana de los Sudetes tendría algo que ver en esa insólita y rarísima mezcla de amor, delicadeza, entrega y paciencia infinita. Me rindo de admiración y respeto ante esta mujer capaz de cruzar todos los pantanos sin hundirse. Sin ella sería incomprensible la estancia terminal de Lamborghini en Barcelona, incluso dudo si hubiera sido posible.
Alcohólico empedernido, fumador de 50 cigarrillos diarios, bujarrón de urinario (“orgía: ciencia ficción sexual en labios de otro”), misántropo hasta la patología —no saldrá de casa en los siete meses de su postrera residencia en la calle Comercio, del casco antiguo, su segundo piso con Hanna Muck, el primero había sido en la concisa calle Berna de muy otro barrio, Sant Gervasi—. En Barcelona terminará su relato La causa justa, primera parte de un gran libro proyectado sobre La Gran Llanura de los Chistes, es decir, Argentina. Y parirá textos brutales, siempre en el límite de la literatura como vivencia y como juego, en la medida en que se puede llamar juego a la ruleta rusa. Las hijas de Hegel, por ejemplo, donde está presente como una obsesión el Martín Fierro de José Hernández, tan poco valorado entre nosotros, y también Kafka e incluso Mann, Thomas. La singularidad literaria de Osvaldo Lamborghini consiente admiraciones paralelas que harían palidecer a cualquier académico. No es literatura para profesores ni para lectores de Paulo Coelho. Estamos en otra dimensión de la escritura. “Yo quise que la vida fuera otra cosa / no la mal habida historia de un zorzal / un reputo y una rosa / Ahora ya nada espero / ¡Camarero!”.
Y también eso, más de doscientos poemas, algunos soberbios de factura y de fuerza. Murió el 18 de noviembre de 1985, cuando iban a cumplirse los cuatro años de su estancia aquí. “Tengo la impresión de que estuvo escribiendo en Barcelona hasta el último día sin perder el sentido del humor. Hanna, al volver del trabajo lo encontró en su habitación semiincorporado pero ya muerto. Vi sus restos en pompas fúnebres del hospital Clínic. Allí estábamos un peruano (Vladimir Herrera, que es quien escribe esta escena) y un catalán que lo conocía a través mío, Hanna y un personaje curioso que hizo un responso breve. No fue nadie más”. Tenía 45 años y dejaba una obra única por su intensidad y ese juego maléfico de escarbar hasta llegar a los límites de las palabras y los sentidos, si es que ambos, palabras y sentidos, tienen límites. Una prosa no apta para menores ni adolescentes literarios. Parodiando a los viejos censores, habría que decir que es literatura para adultos sin reparos. En primer lugar, hay que buscarla. No la sirven en las bandejas de las librerías. En 1988 Ediciones de El Serbal publicó sus novelas y cuentos; para sus poemas hay que recurrir a Argentina.
Vivimos en una interesada confusión entre industria editorial y literatura, que hace difícil entender por qué nuestra industria editorial es más potente que nunca y nuestra literatura más moribunda que jamás. En un seductor panfleto titulado La literatura de izquierda (Buenos Aires, 2004), escribe Damián Tabarovsky un apunte aplicable al caso Lamborghini. “En secreto ocurre algo insólito: la literatura continúa. Es una tumba sin sosiego”.
*Publicado en La Vanguardia (26.12.2009), tomado de Alternativa Ciudadana Progresista.
Que se lo pregunten a Osvaldo Lamborghini, y no digamos si lo hacen a quienes tuvieron la suerte o la desgracia de encontrárselo en la vida. Porque es verdad, no se engañen, los escritores son encantadores cuando se les lee, incluso cuando son retorcidos y malotes como ajados putones verbeneros, ¡oh, qué prosa!, ¡qué fuerte!, ¡qué párrafos seminales!, ¡Osvaldo, que grande sos!… Pero digámoslo todo, en vivo y en directo algunos hay que son para darles de comer aparte; como las fieras, los enfermos y los zelotes.
Osvaldo Lamborghini era un maricón desorejado que vivió con mujeres adorables e incluso tuvo-tiene una hija encantadora. Un porteño asimilado que nació como digo en una familia bien que por muy venida a menos, de evidente prosapia italiana, siempre conservaba un cierto patrimonio que el heredero Osvaldo no acababa de recibir (“a mí sólo me traiciona mi madre / que en morirse tarda tanto”) y que tuvo por norma no escrita de una vida breve la de abocarse siempre al límite. Los límites de la vida, del gozo y de la literatura. La historia de Osvaldo Lamborghini hay que seguirla en un orden digamos que inexistente y que está basado en las fronteras de los límites, es decir, lo que no hay.
Así fue la vida de Lamborghini y así es su literatura, un tejer y destejer infinito de situaciones, palabras y significados. Aparece como de la nada, pero con mucha cocina detrás, en 1969, con unas páginas inclasificables conocidas como El Fiord, y luego otras, no menos desbordantes de imaginación y talento narrativo, al servicio de los relojeros de la literatura, que no son los que dan cuerda a los relojes sino los que desmontan las ruedecitas y las vuelven a montar de otra manera, y sorprendentemente el instrumento-reloj sigue sonando. Segebrondi retrocede,versión española póstuma Segebrondi se excede. Y por los espacios que deja una prosa pegajosa y dúctil y letal como el dulce de leche, unos versos, los Poemas. Así, sin adjetivar, y sin otro título que su propio ser poemas. Porque no cabía que Lamborghini pudiera ser otra cosa que un poeta insólito, brutal; de la basura textual a la genialidad. Y está la política.
No son años de silencio, sino de debate, peleas, panfletos, violencia. Osvaldo Lamborghini es peronista convicto y su historia, como es sabido, acaba mal. Hay que leer las tropecientas páginas de la apabullante biografía que le ha dedicado Ricardo Strafacce (Mansalva, Buenos Aires, 2008) para seguir con minuciosidad los tránsitos de esta vida breve. Seguirla, lo que no quiere decir entenderla, quizá porque hay vidas que no dan para entendederas. Y resulta que este tipo, por tantas razones impresentable, debía de tener algo especial, pues con la genialidad literaria no basta, para que haya gente, un puñado, ¿para qué más?, que fueron capaces de darle todo, de entregarse a él, a sus extravagancias, sus violencias, sus pendencias, sus esclavitudes… Una biografía como la de Strafacce es un acto inconmensurable de amor. Como la incombustible amistad epistolar de César Aira. O la entrega con armas y bagajes de una mujer, de seguro libre, capaz, inteligente, como Hanna Muck… Pero no nos adelantemos.
Habíamos quedado en el momento nada estelar de la política, el peronismo en su variante armada, ese tumor nada benigno que son incapaces de detectar nuestros scanners. Una versión lunfarda del camarote de los hermanos Marx, eso podría ser una discusión entre argentinos sobre Perón con un testigo español que se retuerce en la silla y cuyo único deseo provocador consistiría en ahorcarse con un collar de Evita Duarte. Fue un paréntesis quizá en la literatura de Osvaldo, pero tan lleno de vida, que parece un mal tango. Llegó a Barcelona el 30 de noviembre de 1981, “después del mediodía”, nos señala preciso su biógrafo. “Esta inmunda ciudad”, según sus primeras impresiones, tan malas que apenas si mejorarán un tanto en los meses venideros. “Es una ciudad quieta, triste, como un diamante que jamás cambiara de mano”. Su experiencia barcelonesa será terrible de soledad y abandono. Pocos amigos, en realidad ninguno, fuera de una mujer mágica a la que encontrará en su vida el primer mes del año 1982. Hanna Muck. Imagino que el hecho de que ella fuera alemana de los Sudetes tendría algo que ver en esa insólita y rarísima mezcla de amor, delicadeza, entrega y paciencia infinita. Me rindo de admiración y respeto ante esta mujer capaz de cruzar todos los pantanos sin hundirse. Sin ella sería incomprensible la estancia terminal de Lamborghini en Barcelona, incluso dudo si hubiera sido posible.
Alcohólico empedernido, fumador de 50 cigarrillos diarios, bujarrón de urinario (“orgía: ciencia ficción sexual en labios de otro”), misántropo hasta la patología —no saldrá de casa en los siete meses de su postrera residencia en la calle Comercio, del casco antiguo, su segundo piso con Hanna Muck, el primero había sido en la concisa calle Berna de muy otro barrio, Sant Gervasi—. En Barcelona terminará su relato La causa justa, primera parte de un gran libro proyectado sobre La Gran Llanura de los Chistes, es decir, Argentina. Y parirá textos brutales, siempre en el límite de la literatura como vivencia y como juego, en la medida en que se puede llamar juego a la ruleta rusa. Las hijas de Hegel, por ejemplo, donde está presente como una obsesión el Martín Fierro de José Hernández, tan poco valorado entre nosotros, y también Kafka e incluso Mann, Thomas. La singularidad literaria de Osvaldo Lamborghini consiente admiraciones paralelas que harían palidecer a cualquier académico. No es literatura para profesores ni para lectores de Paulo Coelho. Estamos en otra dimensión de la escritura. “Yo quise que la vida fuera otra cosa / no la mal habida historia de un zorzal / un reputo y una rosa / Ahora ya nada espero / ¡Camarero!”.
Y también eso, más de doscientos poemas, algunos soberbios de factura y de fuerza. Murió el 18 de noviembre de 1985, cuando iban a cumplirse los cuatro años de su estancia aquí. “Tengo la impresión de que estuvo escribiendo en Barcelona hasta el último día sin perder el sentido del humor. Hanna, al volver del trabajo lo encontró en su habitación semiincorporado pero ya muerto. Vi sus restos en pompas fúnebres del hospital Clínic. Allí estábamos un peruano (Vladimir Herrera, que es quien escribe esta escena) y un catalán que lo conocía a través mío, Hanna y un personaje curioso que hizo un responso breve. No fue nadie más”. Tenía 45 años y dejaba una obra única por su intensidad y ese juego maléfico de escarbar hasta llegar a los límites de las palabras y los sentidos, si es que ambos, palabras y sentidos, tienen límites. Una prosa no apta para menores ni adolescentes literarios. Parodiando a los viejos censores, habría que decir que es literatura para adultos sin reparos. En primer lugar, hay que buscarla. No la sirven en las bandejas de las librerías. En 1988 Ediciones de El Serbal publicó sus novelas y cuentos; para sus poemas hay que recurrir a Argentina.
Vivimos en una interesada confusión entre industria editorial y literatura, que hace difícil entender por qué nuestra industria editorial es más potente que nunca y nuestra literatura más moribunda que jamás. En un seductor panfleto titulado La literatura de izquierda (Buenos Aires, 2004), escribe Damián Tabarovsky un apunte aplicable al caso Lamborghini. “En secreto ocurre algo insólito: la literatura continúa. Es una tumba sin sosiego”.
*Publicado en La Vanguardia (26.12.2009), tomado de Alternativa Ciudadana Progresista.
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