Sin duda, a estas alturas y después de haber publicado su segundo libro de cuentos La prosperidad reclusa (Arequipa, Cascahuesos Editores, 2009), el mismo que ha tenido gran acogida por parte de la crítica (véase El comercio, Caretas)¸ nuestro amigo, el escritor Orlando Mazeyra Guillén (Arequipa, 1980) es considerado como un de las “mayores” promesas de la nueva narrativa peruana. Él, muy gentilmente me envía este cuento para compartirlo con todos los lectores de este blog. Y ahí les va.
RIÑUCO (*)
Las gentes del lugar no valían la pena, tanto así que me resultó más provechoso establecer algún vínculo místico con las muchas hiedras trepadoras que parecían apoderarse de la autonomía de los gruesos árboles que marcaban con desgano un sendero sin alumbrado público ni tiendas o, al menos, alguna posada de medio pelo.
Por las noches uno siente como la presencia de nadie, una compañía ausente desprovista de toda catadura. Quiero decir que los silencios son breves porque los grillos se hacen de la ciudad. Un forastero como yo es mal visto, eso lo percaté desde el primer instante.
El día que llegué me encontré con un muchacho huraño que jugaba con un trompo que de tan viejo y maltratado daba pena verlo bailar:
—Yo tenía uno muy parecido —le dije para indagar sobre la ciudad y ganarme su confianza—. Hace tiempo que no veía un trompo tan bueno.
—Disculpe usted, mi señor, pero no le entiendo.
—Te hablo del trompo —le dije señalándolo—. De tu trompo.
—Se ha equivocado usted —musitó y se lo guardó en el bolsillo.
—¿Me dejas usarlo? —le pregunté.
Negó dos veces con la cabeza.
—¿Qué te pasa, ñato, o no tienes buenos modales? Préstame tu trompo un instante nomás.
—Mi señor, no es un trompo, es un riñuco.
—No me tomes el pelo y dime tu nombre, eso que tienes en el bolsillo es un trompo.
Echó a correr y se alejó como a unos cien metros de distancia. Volteó, me miró con un odio insuflado e inexplicable, pero avasallador. Se bajó el pantalón, luego el calzoncillo y me mostró un pubis lampiño. Yo no acababa de salir de mi desconcierto cuando sacó el trompo de su bolsillo y me lo lanzó con inusitada precisión.
—Quédatelo, infeliz, ¡tengo mejores! —espetó altanero y, ágilmente, me tuve que hacer a un lado para que el objeto no me impactara en la frente.
La primera idea que me vino a la mente fue ir al alcance del mocoso para darle una buena lección. Pero estaba en un territorio extraño y de ninguna manera podía tomarme atribuciones de progenitor. Caminé unos pocos pasos y ubiqué al trompo hundido en medio del barro.
Al recogerlo, una sensación de ingravidez se apoderó de mí. Cerré los ojos casi mecánicamente y empecé a girar atrozmente. Mis zapatos se enfangaron, estaba a punto de perder el sentido; pero seguía, infatigable, dando vueltas sobre mi propio eje. No era posible seguir: el corazón me latía a rabiar, las piernas cada vez más fláccidas… Ya no estaba solo: un grito primero, luego dos, después tres… al final, una muchedumbre que parecía acordonarme, vitoreaba, aplaudía:
—¡Riñuco, riñuco!
Una ola de lucidez me invadió y consagré un par de segundos a convocar a la calma. Fue en vano, acudió a mí un exabrupto:
—Malditos, ¿qué es lo que quieren, perros miserables?
Un silencio atronador: todo se detuvo como en las películas, y no pude mantenerme en pie ni siquiera para tomar un poco de aire. Caí de bruces sobre el fango, empecé a temblar como si fuera presa de un ataque epiléptico.
Estaba listo para morir: «Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu y hágase tu voluntad», logré decir apenas, sin conseguir persignarme. Agua tibia caía sobre mi espalda, alguien empezaba a cortarme el pelo (quizá esa misma persona era la que ahora exploraba sin recato mis partes íntimas).
—¿Qué quieren de mí? Déjenme en paz —rogué en vano. Cada vez eran más: las manos, los murmullos y vejámenes. Ahora voces femeninas hincándome en las orejas. ¿Qué querían hacer con mis orejas?
—¡Basta, piedad, pido piedad!
Un relámpago de paz: abrí los ojos, pude reconocer al muchacho del trompo con el rostro pitando de negro, ahora vestía un traje de plumas y un collar con ajos le colgaba del cuello.
—Riñuco —me dijo sonriente—. Nunca hables con un riñuco.
*Este cuento recibió una Mención Honrosa en la I Bienal Internacional de Arte «Victor Humareda Gallegos», y ha sido publicado previamente en el Semanario El Búho.
Por las noches uno siente como la presencia de nadie, una compañía ausente desprovista de toda catadura. Quiero decir que los silencios son breves porque los grillos se hacen de la ciudad. Un forastero como yo es mal visto, eso lo percaté desde el primer instante.
El día que llegué me encontré con un muchacho huraño que jugaba con un trompo que de tan viejo y maltratado daba pena verlo bailar:
—Yo tenía uno muy parecido —le dije para indagar sobre la ciudad y ganarme su confianza—. Hace tiempo que no veía un trompo tan bueno.
—Disculpe usted, mi señor, pero no le entiendo.
—Te hablo del trompo —le dije señalándolo—. De tu trompo.
—Se ha equivocado usted —musitó y se lo guardó en el bolsillo.
—¿Me dejas usarlo? —le pregunté.
Negó dos veces con la cabeza.
—¿Qué te pasa, ñato, o no tienes buenos modales? Préstame tu trompo un instante nomás.
—Mi señor, no es un trompo, es un riñuco.
—No me tomes el pelo y dime tu nombre, eso que tienes en el bolsillo es un trompo.
Echó a correr y se alejó como a unos cien metros de distancia. Volteó, me miró con un odio insuflado e inexplicable, pero avasallador. Se bajó el pantalón, luego el calzoncillo y me mostró un pubis lampiño. Yo no acababa de salir de mi desconcierto cuando sacó el trompo de su bolsillo y me lo lanzó con inusitada precisión.
—Quédatelo, infeliz, ¡tengo mejores! —espetó altanero y, ágilmente, me tuve que hacer a un lado para que el objeto no me impactara en la frente.
La primera idea que me vino a la mente fue ir al alcance del mocoso para darle una buena lección. Pero estaba en un territorio extraño y de ninguna manera podía tomarme atribuciones de progenitor. Caminé unos pocos pasos y ubiqué al trompo hundido en medio del barro.
Al recogerlo, una sensación de ingravidez se apoderó de mí. Cerré los ojos casi mecánicamente y empecé a girar atrozmente. Mis zapatos se enfangaron, estaba a punto de perder el sentido; pero seguía, infatigable, dando vueltas sobre mi propio eje. No era posible seguir: el corazón me latía a rabiar, las piernas cada vez más fláccidas… Ya no estaba solo: un grito primero, luego dos, después tres… al final, una muchedumbre que parecía acordonarme, vitoreaba, aplaudía:
—¡Riñuco, riñuco!
Una ola de lucidez me invadió y consagré un par de segundos a convocar a la calma. Fue en vano, acudió a mí un exabrupto:
—Malditos, ¿qué es lo que quieren, perros miserables?
Un silencio atronador: todo se detuvo como en las películas, y no pude mantenerme en pie ni siquiera para tomar un poco de aire. Caí de bruces sobre el fango, empecé a temblar como si fuera presa de un ataque epiléptico.
Estaba listo para morir: «Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu y hágase tu voluntad», logré decir apenas, sin conseguir persignarme. Agua tibia caía sobre mi espalda, alguien empezaba a cortarme el pelo (quizá esa misma persona era la que ahora exploraba sin recato mis partes íntimas).
—¿Qué quieren de mí? Déjenme en paz —rogué en vano. Cada vez eran más: las manos, los murmullos y vejámenes. Ahora voces femeninas hincándome en las orejas. ¿Qué querían hacer con mis orejas?
—¡Basta, piedad, pido piedad!
Un relámpago de paz: abrí los ojos, pude reconocer al muchacho del trompo con el rostro pitando de negro, ahora vestía un traje de plumas y un collar con ajos le colgaba del cuello.
—Riñuco —me dijo sonriente—. Nunca hables con un riñuco.
*Este cuento recibió una Mención Honrosa en la I Bienal Internacional de Arte «Victor Humareda Gallegos», y ha sido publicado previamente en el Semanario El Búho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario