Por Juan Carlos Gómez
Gombrowicz pronunciaba con picardía la palabra Lechon, pues el nombre del poeta se nos asociaba en el café Rex con el cerdo mamón o con el aspecto de un joven obeso. Son bastante conocidas las diferencias que Gombrowicz mantenía con Jan Lechon: la del caballo de la nación, la del cambio de opinión y la de los judíos. Jan Lechon era un miembro distinguidísimo del grupo de los Skamandritas.
Los escritores polacos no le habían proporcionado a Polonia ninguna transformación excitante, expresiva y definida. El grupo Skamander estaba constituido por jóvenes agradables pero sin peso, y la vanguardia pergeñaba panfletos grandiosos y revolucionarios concebidos por cabezas provincianas y desesperadas. Polonia se había convertido en un país que soñaba ponerse a la altura de París, entonces, Gombrowicz rompió las relaciones con la gente de su país y con lo que creaban, se dispuso a vivir su propia vida, fuera la que fuese, y a ver con sus propios ojos.
Gombrowicz no se sentaba a la mesa de los Skamandritas en los café legendarios de Ziemianska, de Ips y de Zodiak, él actuaba casi únicamente en la planta baja de los cafés, mientras las plantas más altas prácticamente las ignoraba. Boy Zelenski era muy asiduo a esos cafés: —Oiga, dicen que es usted quien reina en el Ziemianska, y que no admite en su mesa a ninguno de nosotros.
“Efectivamente, no los admitía, era profeta y payaso, pero sólo entre seres iguales a mí, aún no del todo formados, sin pulir, inferiores…, a los otros, los honorables, con quienes no me podía permitir una broma, una mofa, una provocación, a quienes no podía imponer mi estilo, prefería no tratarlos; me aburrían y sabía que yo también los aburría […] Los poetas de Skamander eran conscientes de su lugar sólo hasta cierto punto, conocían su lugar en el arte, pero no sabían cuál era el lugar del arte en la vida. Conocían su lugar en Polonia, pero ignoraban el lugar de Polonia en el mundo, ninguno de ellos se elevó tan alto como para ver la situación de su propia casa”.
Las diferencias que mantenía Gombrowicz con Lechon respecto al caballo de la nación surgieron a propósito de una conferencia que dio el Skamandrita en Nueva York para la colonia polaca.
“Nuestros sabios de la escritura, ocupados generalmente en la salvaguarda del idioma polaco, no pudieron cumplir con su papel de asignarle a nuestra literatura el lugar que le correspondía entre las otras, de conferir rango mundial a nuestras obras maestras. Sólo un gran poeta, un maestro de la lengua, podría dar a sus compatriotas una idea acerca del nivel de nuestros poetas, situados a la altura de los más grandes del mundo, convencerles de que nuestra poesía está hecha del mismo metal noble que la de Dante, Racine y Shakespeare”.
A Gombrowicz le pareció que Lechon quería hacerse pasar por ese gran poeta y maestro de la lengua que daría a sus compatriotas la idea del nivel universal de la poesía polaca.
“Pero me gustaría llegar a ver el momento en que el caballo de la nación agarre con los dientes la dulce mano de los Lechon”.
Las diferencias que Gombrowicz mantenía con Lechon respecto al cambio de opinión tienen que ver con una particularidad muy especial de la crítica literaria. Una de las ocupaciones principales que tienen los hombres de letras es la de leer, pero acostumbran a decir que leen más de lo que en realidad leen. Gombrowicz hizo experimentos memorables en Polonia y en la Argentina para demostrar que esta afirmación es hasta cierto punto cierta.
En dos momentos distintos y no muy lejanos entre sí, Jan Lechon, escribía sobre Gombrowicz cosas contradictorias. Que era loco, sórdido y hediondo, y poco tiempo después, que su obra era excelente y que le producía mucho placer. ¿Por qué cambió de opinión? Gombrowicz descubre que cambió de opinión porque nunca la había tenido.
¿Y por qué nunca la había tenido? Porque no había leído a Gombrowicz, o porque lo había leído así nomás, echándole un vistazo, que es lo mismo que había hecho Gombrowicz con los poemas de Jan Lechon. De este modo concluye que ésta es la razón por la que existe una mayor orientación en las lecturas que hacen los estudiantes obligados a leer, que en muchos literatos profesionales que hablan con maestría de textos que no conocen.
Para conocer con más detalle las diferencias que Gombrowicz mantenía con Lechon respecto a los judíos tenemos que saber antes qué relación tenía Gombrowicz con los judíos.
“Esos terribles destructores, esos revolucionarios eran en su mayoría benévolos como niños, bastaba rascar un poquito para descubrir su tendencia soñadora, impregnada de una fe casi mística, su mordacidad se unía en forma extraña a la blandura […] Yo torturaba cuanto podía su ingenuidad, toda mi táctica se centraba en invertir los papeles a fin de que ellos y no yo se convirtieran en románticos”.
Mientras Polonia fue para Gombrowicz un surtidor de formas rígidas, la Argentina lo regresó a ese tiempo de la vida en que las formas son más blandas.
Las convulsiones europeas tenían una réplica en América, pero débil, alcanzaban a un conjunto reducido de personas, mientras Europa estaba completamente movilizada. Y las formas polacas tenían aún un grado mayor de esclerosis que las de Occidente. Algunos miembros de la nobleza polaca se unían a los judíos para darle un poco de aire financiero a sus blasones, eran unas uniones desgraciadas pues sus hijos no llegaban nunca a ser reconocidos en los salones.
Los integrantes de la clase alta se comportaban como si nada se supiera, la buena educación los obligaba a evitar en presencia de esas familias la más ligera alusión a los judíos. En su familia el antisemitismo estaba considerado como una prueba de estrechez mental y nadie sentía hostilidad hacia ellos, aunque sí conservaban prejuicios de carácter social. Gombrowicz tenía por costumbre poner en evidencia lo grotesco de la actitud de la nobleza hacia los judíos.
Fue en la universidad donde se aproximó verdaderamente al medio semita y descubrió muy pronto que con ellos podía moverse más libremente que con los demás, en todo lo que la libertad tenía de locura y de descontrol. En el café lo llamaban “el rey de los judíos” porque a su mesa concurría una gran cantidad de semitas, eran sus oyentes más fieles. Pero no era solamente la libertad y la audacia el atractivo que tenían los judíos para él, tardó algún tiempo en descubrirlo pero, finalmente, se dio cuenta que tenía con ellos algo más en común: la actitud frente a la forma.
No era de extrañar que ese pueblo trágico, sufriendo a través de los siglos enormes deformaciones, tuviera una forma grotesca: barbudos, con levitas, poetas en éxtasis concurriendo a los cafés, millonarios en la bolsa, unos personajes increíbles.
Los judíos sienten en su propia carne la vergüenza de este ridículo, pero no saben liberarse de la deformación que los oprime, por tal razón se perciben a sí mismos como una caricatura, como una broma extraña del Creador. Esta actitud tensa de los judíos hacia la forma que les impide ser del todo judíos, como son del todo campesinos o nobles los campesinos o nobles con una forma heredada por generaciones, lo fascinaba a Gombrowicz, era eso precisamente lo que destacaba en sus creaciones: la pugna del hombre con la forma para descubrir su tiranía y para luchar contra su violencia.
“Eran entonces problemas casi inconcebibles para la gente de mi medio, que se movía, pensaba y sentía según un modo establecido de una vez por todas, heredado de sus antepasados […]”.
“Sólo cuando la guerra y la revolución vinieron a romper este ritual y se pusieron a modelar a la gente como muñecos de cera, cuando todo lo que parecía eterno resultó ser frágil y huidizo, entonces mis ideas adquirieron peso. Pero yo ya me había dado cuenta antes cómo, justamente, respecto a los judíos, esas maneras soberanas y altivas de la gente de mi esfera se derrumbaban penosamente. Los judíos parecían ser un elemento comprometedor ante el cual uno no podía comportarse adecuadamente”.
Gombrowicz ha manifestado en más de una oportunidad que les debía mucho a los judíos, era un filosemita que consideraba al antisemitismo polaco como bonachón.
En el contraste con los judíos se le revelaba la torpeza de las formas ancestrales polacas, su falta de adaptación a la vida.
El modo judío incorporado al modo polaco era un elemento explosivo que debía dar la oportunidad de elaborar un nuevo tipo de polaco capaz de encarar el presente.
“Ayer lo escuché atacando la ingenuidad judía; —¿Qué quiere decir?; —Verá, es que los judíos y yo somos carne y uña, me he especializado tanto en judeología, que podría escribir sobre ellos un tratado. Quienes no conocen a los judíos piensan que son astutos, perversos, refinados, fríos. Pero, en verdad, solamente cuando uno ha comido con ellos un barril de arenques se entera de hasta qué punto son ingenuos. Sin embargo, el caso es que es una ingenuidad ligada a la astucia, así como su romanticismo (ya que son más románticos que Chopin) está ligado a la lucidez; verá, ellos son ingenuamente ladinos y románticamente lúcidos; —No es tanto así; —Oiga, ayer al escuchar cómo los pinchaba, me dije en seguida: vaya, éste les dará una lección, éste sí que ha encontrado su talón de Aquiles”.
Gombrowicz no estaba de acuerdo con estos comentarios de Jan Lechon, tenía con los judíos una unión espiritual nada superficial, fueron siempre y en todas partes los primeros en comprender y valorar su trabajo de escritor, sin embargo, sus relaciones intelectuales no se extendieron nunca al terreno de la amistad personal. No era tanto la frialdad intelectual de los judíos lo que le chocaba, sino la ingenuidad con la que se dejaban impresionar por el intelecto, una admiración confiada e infantil por la razón científica, las teorías y la cultura en general.
Los judíos desempeñaron un papel muy importante en el desarrollo polaco de la época de Gombrowicz. Él se sentía atraído desde su juventud por sus inquietudes intelectuales, por su racionalismo y porque, al mismo tiempo, le proporcionaban una gran variedad de elementos cómicos que tenían mucho que ver con sus debilidades y ridiculeces.
No todos los judíos piensan que el antisemitismo polaco era bonachón, como lo pensaba Gombrowicz. Una tarde, jugando al ajedrez, le transmití a Najdorf la invitación a la Embajada de Polonia que le estaba haciendo el embajador Noworyta, tenía muchos deseos de conocerlo: —Vea, Gómez, voy a aceptar porque soy polaco y porque no quiero hacerlo quedar mal a usted pero, me cuesta, los polacos no nos quieren, odian a los judíos.
El único personaje judío de la obra artística de Gombrowicz que yo recuerdo es la madre de Stefan, en “El diario de Stefan Czarniecki”, un prototipo de la monstruosidad y del poder del dinero. En el “Diario” también metió un personaje judío, pero Eisler, a diferencia de la madre de Stefan, tuvo que pagarle a Gombrowicz para que lo incluyera en sus escritos.
“De allí, alrededor de las doce, me fui al Rex a tomar un café. Se sentó a mi mesa Eisler, con quien mis conversaciones suelen ser más o menos como sigue: —¿Qué hay de nuevo, señor Gombrowicz?; —Pero, por favor, señor Eisler, entre usted en razón, se lo ruego”.
Los escritores polacos no le habían proporcionado a Polonia ninguna transformación excitante, expresiva y definida. El grupo Skamander estaba constituido por jóvenes agradables pero sin peso, y la vanguardia pergeñaba panfletos grandiosos y revolucionarios concebidos por cabezas provincianas y desesperadas. Polonia se había convertido en un país que soñaba ponerse a la altura de París, entonces, Gombrowicz rompió las relaciones con la gente de su país y con lo que creaban, se dispuso a vivir su propia vida, fuera la que fuese, y a ver con sus propios ojos.
Gombrowicz no se sentaba a la mesa de los Skamandritas en los café legendarios de Ziemianska, de Ips y de Zodiak, él actuaba casi únicamente en la planta baja de los cafés, mientras las plantas más altas prácticamente las ignoraba. Boy Zelenski era muy asiduo a esos cafés: —Oiga, dicen que es usted quien reina en el Ziemianska, y que no admite en su mesa a ninguno de nosotros.
“Efectivamente, no los admitía, era profeta y payaso, pero sólo entre seres iguales a mí, aún no del todo formados, sin pulir, inferiores…, a los otros, los honorables, con quienes no me podía permitir una broma, una mofa, una provocación, a quienes no podía imponer mi estilo, prefería no tratarlos; me aburrían y sabía que yo también los aburría […] Los poetas de Skamander eran conscientes de su lugar sólo hasta cierto punto, conocían su lugar en el arte, pero no sabían cuál era el lugar del arte en la vida. Conocían su lugar en Polonia, pero ignoraban el lugar de Polonia en el mundo, ninguno de ellos se elevó tan alto como para ver la situación de su propia casa”.
Las diferencias que mantenía Gombrowicz con Lechon respecto al caballo de la nación surgieron a propósito de una conferencia que dio el Skamandrita en Nueva York para la colonia polaca.
“Nuestros sabios de la escritura, ocupados generalmente en la salvaguarda del idioma polaco, no pudieron cumplir con su papel de asignarle a nuestra literatura el lugar que le correspondía entre las otras, de conferir rango mundial a nuestras obras maestras. Sólo un gran poeta, un maestro de la lengua, podría dar a sus compatriotas una idea acerca del nivel de nuestros poetas, situados a la altura de los más grandes del mundo, convencerles de que nuestra poesía está hecha del mismo metal noble que la de Dante, Racine y Shakespeare”.
A Gombrowicz le pareció que Lechon quería hacerse pasar por ese gran poeta y maestro de la lengua que daría a sus compatriotas la idea del nivel universal de la poesía polaca.
“Pero me gustaría llegar a ver el momento en que el caballo de la nación agarre con los dientes la dulce mano de los Lechon”.
Las diferencias que Gombrowicz mantenía con Lechon respecto al cambio de opinión tienen que ver con una particularidad muy especial de la crítica literaria. Una de las ocupaciones principales que tienen los hombres de letras es la de leer, pero acostumbran a decir que leen más de lo que en realidad leen. Gombrowicz hizo experimentos memorables en Polonia y en la Argentina para demostrar que esta afirmación es hasta cierto punto cierta.
En dos momentos distintos y no muy lejanos entre sí, Jan Lechon, escribía sobre Gombrowicz cosas contradictorias. Que era loco, sórdido y hediondo, y poco tiempo después, que su obra era excelente y que le producía mucho placer. ¿Por qué cambió de opinión? Gombrowicz descubre que cambió de opinión porque nunca la había tenido.
¿Y por qué nunca la había tenido? Porque no había leído a Gombrowicz, o porque lo había leído así nomás, echándole un vistazo, que es lo mismo que había hecho Gombrowicz con los poemas de Jan Lechon. De este modo concluye que ésta es la razón por la que existe una mayor orientación en las lecturas que hacen los estudiantes obligados a leer, que en muchos literatos profesionales que hablan con maestría de textos que no conocen.
Para conocer con más detalle las diferencias que Gombrowicz mantenía con Lechon respecto a los judíos tenemos que saber antes qué relación tenía Gombrowicz con los judíos.
“Esos terribles destructores, esos revolucionarios eran en su mayoría benévolos como niños, bastaba rascar un poquito para descubrir su tendencia soñadora, impregnada de una fe casi mística, su mordacidad se unía en forma extraña a la blandura […] Yo torturaba cuanto podía su ingenuidad, toda mi táctica se centraba en invertir los papeles a fin de que ellos y no yo se convirtieran en románticos”.
Mientras Polonia fue para Gombrowicz un surtidor de formas rígidas, la Argentina lo regresó a ese tiempo de la vida en que las formas son más blandas.
Las convulsiones europeas tenían una réplica en América, pero débil, alcanzaban a un conjunto reducido de personas, mientras Europa estaba completamente movilizada. Y las formas polacas tenían aún un grado mayor de esclerosis que las de Occidente. Algunos miembros de la nobleza polaca se unían a los judíos para darle un poco de aire financiero a sus blasones, eran unas uniones desgraciadas pues sus hijos no llegaban nunca a ser reconocidos en los salones.
Los integrantes de la clase alta se comportaban como si nada se supiera, la buena educación los obligaba a evitar en presencia de esas familias la más ligera alusión a los judíos. En su familia el antisemitismo estaba considerado como una prueba de estrechez mental y nadie sentía hostilidad hacia ellos, aunque sí conservaban prejuicios de carácter social. Gombrowicz tenía por costumbre poner en evidencia lo grotesco de la actitud de la nobleza hacia los judíos.
Fue en la universidad donde se aproximó verdaderamente al medio semita y descubrió muy pronto que con ellos podía moverse más libremente que con los demás, en todo lo que la libertad tenía de locura y de descontrol. En el café lo llamaban “el rey de los judíos” porque a su mesa concurría una gran cantidad de semitas, eran sus oyentes más fieles. Pero no era solamente la libertad y la audacia el atractivo que tenían los judíos para él, tardó algún tiempo en descubrirlo pero, finalmente, se dio cuenta que tenía con ellos algo más en común: la actitud frente a la forma.
No era de extrañar que ese pueblo trágico, sufriendo a través de los siglos enormes deformaciones, tuviera una forma grotesca: barbudos, con levitas, poetas en éxtasis concurriendo a los cafés, millonarios en la bolsa, unos personajes increíbles.
Los judíos sienten en su propia carne la vergüenza de este ridículo, pero no saben liberarse de la deformación que los oprime, por tal razón se perciben a sí mismos como una caricatura, como una broma extraña del Creador. Esta actitud tensa de los judíos hacia la forma que les impide ser del todo judíos, como son del todo campesinos o nobles los campesinos o nobles con una forma heredada por generaciones, lo fascinaba a Gombrowicz, era eso precisamente lo que destacaba en sus creaciones: la pugna del hombre con la forma para descubrir su tiranía y para luchar contra su violencia.
“Eran entonces problemas casi inconcebibles para la gente de mi medio, que se movía, pensaba y sentía según un modo establecido de una vez por todas, heredado de sus antepasados […]”.
“Sólo cuando la guerra y la revolución vinieron a romper este ritual y se pusieron a modelar a la gente como muñecos de cera, cuando todo lo que parecía eterno resultó ser frágil y huidizo, entonces mis ideas adquirieron peso. Pero yo ya me había dado cuenta antes cómo, justamente, respecto a los judíos, esas maneras soberanas y altivas de la gente de mi esfera se derrumbaban penosamente. Los judíos parecían ser un elemento comprometedor ante el cual uno no podía comportarse adecuadamente”.
Gombrowicz ha manifestado en más de una oportunidad que les debía mucho a los judíos, era un filosemita que consideraba al antisemitismo polaco como bonachón.
En el contraste con los judíos se le revelaba la torpeza de las formas ancestrales polacas, su falta de adaptación a la vida.
El modo judío incorporado al modo polaco era un elemento explosivo que debía dar la oportunidad de elaborar un nuevo tipo de polaco capaz de encarar el presente.
“Ayer lo escuché atacando la ingenuidad judía; —¿Qué quiere decir?; —Verá, es que los judíos y yo somos carne y uña, me he especializado tanto en judeología, que podría escribir sobre ellos un tratado. Quienes no conocen a los judíos piensan que son astutos, perversos, refinados, fríos. Pero, en verdad, solamente cuando uno ha comido con ellos un barril de arenques se entera de hasta qué punto son ingenuos. Sin embargo, el caso es que es una ingenuidad ligada a la astucia, así como su romanticismo (ya que son más románticos que Chopin) está ligado a la lucidez; verá, ellos son ingenuamente ladinos y románticamente lúcidos; —No es tanto así; —Oiga, ayer al escuchar cómo los pinchaba, me dije en seguida: vaya, éste les dará una lección, éste sí que ha encontrado su talón de Aquiles”.
Gombrowicz no estaba de acuerdo con estos comentarios de Jan Lechon, tenía con los judíos una unión espiritual nada superficial, fueron siempre y en todas partes los primeros en comprender y valorar su trabajo de escritor, sin embargo, sus relaciones intelectuales no se extendieron nunca al terreno de la amistad personal. No era tanto la frialdad intelectual de los judíos lo que le chocaba, sino la ingenuidad con la que se dejaban impresionar por el intelecto, una admiración confiada e infantil por la razón científica, las teorías y la cultura en general.
Los judíos desempeñaron un papel muy importante en el desarrollo polaco de la época de Gombrowicz. Él se sentía atraído desde su juventud por sus inquietudes intelectuales, por su racionalismo y porque, al mismo tiempo, le proporcionaban una gran variedad de elementos cómicos que tenían mucho que ver con sus debilidades y ridiculeces.
No todos los judíos piensan que el antisemitismo polaco era bonachón, como lo pensaba Gombrowicz. Una tarde, jugando al ajedrez, le transmití a Najdorf la invitación a la Embajada de Polonia que le estaba haciendo el embajador Noworyta, tenía muchos deseos de conocerlo: —Vea, Gómez, voy a aceptar porque soy polaco y porque no quiero hacerlo quedar mal a usted pero, me cuesta, los polacos no nos quieren, odian a los judíos.
El único personaje judío de la obra artística de Gombrowicz que yo recuerdo es la madre de Stefan, en “El diario de Stefan Czarniecki”, un prototipo de la monstruosidad y del poder del dinero. En el “Diario” también metió un personaje judío, pero Eisler, a diferencia de la madre de Stefan, tuvo que pagarle a Gombrowicz para que lo incluyera en sus escritos.
“De allí, alrededor de las doce, me fui al Rex a tomar un café. Se sentó a mi mesa Eisler, con quien mis conversaciones suelen ser más o menos como sigue: —¿Qué hay de nuevo, señor Gombrowicz?; —Pero, por favor, señor Eisler, entre usted en razón, se lo ruego”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario