21.1.10

WITOLD GOMBROWICZ Y JEAN PAUL SARTRE 2


Por Juan Carlos Gómez

Gombrowicz no fue existencialista pero toda su vida anduvo dando vueltas alrededor de esta filosofía. El hecho de que la falta de seriedad fuera, a su juicio, tan importante para el hombre como la seriedad explica el porqué, a pesar de su conflicto tan agudo entre la vida y la conciencia, no se refugió en ninguno de los existencialismos contemporáneos. La autenticidad y la falta de autenticidad de la vida le resultaban igualmente preciosas y por eso la insuficiencia y el subdesarrollo tenía para él la misma importancia que las categorías del existencialismo.

“La juventud se me apareció como el más alto y más absoluto valor de la vida… Pero este valor tenía una característica inventada seguramente por el mismísimo diablo: estaba por debajo de cualquier otro valor”.

Aunque no como las de Plutarco también se pueden establecer vidas paralelas entre Gombrowicz y Sartre. Sartre nació en Francia en 1905, Gombrowicz en Polonia en 1904. Sartre proviene de una familia de clase media, Gombrowicz de la nobleza terrateniente. Sartre, de una familia protestante por parte de la madre y católica por parte del padre, Gombrowicz de una católica solamente. El padre de Sartre era un ingeniero naval, el de Gombrowicz un propietario de tierras y un gerente de grandes empresas. Sartre se graduó en filosofía, Gombrowicz en derecho. Sartre publicó su primera novela en 1938, Gombrowicz la suya en 1937. Sartre tenía una constitución física débil y era feo, Gombrowicz no era feo. Sartre fue prisionero de los alemanes y miembro de la resistencia, Gombrowicz no participó en la guerra. Ambos fueron alumnos incompetentes en matemática. Ambos pertenecieron a la generación de la alforja vacía, educada después de la primera guerra mundial, cuando todos los valores tradicionales se derrumbaron a Europa. Ambos buscaron la grandeza. Y ambos fueron adictos a los cafés.

Si el objetivo de la superioridad y de la grandeza es una compensación de un complejo de inferioridad, podríamos decir que Sartre quería compensar su fealdad, mientras Gombrowicz quería compensar su propia inferioridad, es decir, la inferioridad de su situación personal y nacional tal como él la sentía.

Sartre pasa gran parte de su vida y escribe la mayoría de sus obras en la atmósfera impersonal del humo del cigarrillo, el olor de café, el entrechocar de tazas, los fragmentos de conversaciones, y el ir y venir de un café parisiense. El Cafe de Flore y el Cafe Pont Royal se convirtieron con el tiempo en la Meca de la filosofía existencialista. La atmósfera del café está tan arraigada en la mente de Sartre que incluso explica teorías metafísicas en el más erudito de sus libros con ejemplos tomados de la vida de café.

Doscientos años antes ya decían que en París sabían cómo preparar esa bebida de tal manera que engendrara el ingenio en aquellos que la tomaban. Por lo menos cuando salían de allí, todos ellos se consideraban cuatro veces más inteligentes que cuando entraban. Sartre se mostraba todos los días en el Café de Flore, publicaba sus escritos y sus piezas de teatro eran representadas en el París ocupado por las tropas de Hitler.

“Frecuentar un café puede convertirse en un vicio, igual que el del vodka. Para un verdadero adicto, el no acudir a su café a una hora determinada significa sencillamente sentirse enfermo. En poco tiempo llegué a ser tan maniático que renuncié a todas las demás ocupaciones de las tardes, como el teatro, el cine y la vida mundana. Mi actitud en el café Ziemianska se caracterizaba por una desenvoltura que demostraba claramente que no tenía necesidad de ganarme la vida con la pluma ni apresurar nerviosamente mi carrera de escritor […]”.

“Supongo que la cantidad de tonterías, absurdos e idioteces proferidos por mí en el Ziemianska debería alcanzar unas cifras astronómicas y, sin embargo, a través de todas esas locuras, se trasparentaba mi natural sentido común y esta lucidez y este realismo que siempre ha estado alerta en mí”.

Sastre y Gombrowicz nacieron en una época que sucedía a otra anterior en la que había triunfado el intelecto con una violenta ofensiva en todos los campos, parecía entonces que la ignorancia podía ser erradicada por el esfuerzo tenaz de la razón.

Este impulso intelectual creció hasta alcanzar su apogeo después de la segunda guerra mundial, cuando el marxismo y el existencialismo se desparramaron por toda Europa ampliando explosivamente los horizontes de los hombres dedicados al pensamiento.

Gombrowicz empieza a darse cuenta de que, si bien la vieja ignorancia estaba desapareciendo, aparecía una nueva engendrada, justamente, por el intelecto, una estupidez desgraciadamente intelectual. La vieja visión del mundo que descansaba en la autoridad, sobre todo la de la iglesia, estaba siendo remplazada por otra, en la que cada uno tenía que pensar el mundo y la vida por cuenta propia, porque ya no existía la vieja autoridad.

El mundo del pensamiento empezó a caracterizarse por una extraordinaria ingenuidad, a la que animaba una juventud sorprendente, los intelectuales exhortaban a los hombres a que pensaran por ellos mismos, con su propia cabeza, algo parecido a lo que había hecho Lutero con su protestantismo, un giro del pensamiento al que Nietzsche calificó de revolución provinciana.

Las ideas podían tener un salvoconducto si se las comprendía personalmente, y no sólo eso, había que experimentarlas en la propia vida, había que tomarlas en serio y alimentarlas con la propia sangre. El aumento de este exceso de responsabilidad tuvo consecuencias paradójicas: el conocimiento y la verdad dejaron de ser la preocupación principal del intelectual, una preocupación que fue remplazada por otra, por la preocupación de que descubrieran su ignorancia.

El intelectual, atiborrado de conocimientos que no terminaba de asimilar, andaba con rodeos para no dejarse pescar, entonces empezó a tomar algunas medidas de precaución realmente ingeniosas: enmascaró la formulación de los pensamientos utilizando nociones sin desarrollar, dando por sentado que eran perfectamente conocidas por todo el mundo, y todo esto lo hacía para ocultar su ignorancia.

La omnipresencia de Sartre en la segunda mitad del siglo XX termina por cerrarle el cerco a los intelectuales, Sartre les exige que se comprometan y que elijan, que se pongan en pro o en contra.

Cuando expone los postulados de su exhortación en “Situations”, los pobres burgueses pensantes toman conciencia de que para entender la idea de la libertad, había que leer antes la setecientas páginas de "El ser y la nada", y también toman conciencia de que, como el fundamento de esta obra es una ontología fenomenológica, había que leer antes a Husserl…, y antes a Hegel…, y antes a Kant.

Sartre va acumulando poco a poco toda la patología de nuestra época, pone en crisis la grandeza de la literatura y la convierte en una literatura funcional.

La voz más categórica de su espíritu desciende al terreno llano para desempeñar el papel de un maestro pedante y moralista. Como no consigue unir el dominio de la verdad esencial con los asuntos cotidianos, le asigna al escritor una función social. Sus instrucciones positivas sobre el papel del escritor en la sociedad contienen todas las debilidades propias de los sermones, sean religiosos o marxistas, y son ajenas a los filósofos más antiguos, menos producidos y más naturales.

Gombrowicz no estaba para nada de acuerdo con la exigencia de Sartre, ésa que exhortaba a los intelectuales a tomar partido por la izquierda, por el proletariado y por el marxismo, la única forma de ejercitar la libertad según creía el filósofo. Pero como la libertad de Sartre es una idea que los buenos burgueses pensantes no podían asimilar sin una preparación filosófica que no tenían, empezaron a desarrollar una destreza particular para ocultar su ignorancia.

Los resultados no fueron buenos, la función social del escritor se hizo irresistible y el pensamiento se degradó. Una de las manías del existencialismo es la de darle a la nada y a la angustia, que vendría a ser algo así como el miedo a la nada, un lugar fundamental en la cultura. Gombrowicz piensa que debe controlarse esta sobreactividad de la razón porque no se corresponde con la realidad del hombre, el hombre es un ser intermedio que tiene necesidad de temperaturas medias.

“Pertenezco a la escuela de Montaigne y estoy a favor de una actitud más moderada, no hay que sucumbir a las teorías, conviene saber que los sistemas tienen una vida muy corta y no hay que dejarse impresionar por ello”.

En un pasaje memorable de los diarios Gombrowicz decide cancelar sus cuentas pendientes con Sastre, y para alcanzar este propósito inventa un relato que podría haberle hecho un francés recién llegado de París, un francés inventado que conoce muy bien al filósofo.

Este personaje imaginado por Gombrowicz le cuenta que Sartre, cuando todavía era muy joven, acostumbraba a pasear por la avenue l’Opéra a las siete de la tarde, la hora de más tráfico. Sartre le había dicho que la percepción del hombre a una distancia tan corta actúa como una amenaza física.

Debido a la gran cantidad de hombres que también paseaban, el hombre le resultaba enormemente próximo y terriblemente lejano. Esta apretujada masa no humana de hombres condicionaba el pensamiento del joven Sartre, entonces empieza a buscar un sistema solitario para la actividad de su conciencia y se refugia en sí mismo, se aísla herméticamente de los demás, cerrando la puerta del propio yo. Paradójicamente, esta soledad había nacido de la multitud.

Cuando la idea de la soledad se instaló en él, advirtió que su soledad iba a encontrar resonancia en miles de otras almas. La cantidad parecía seguir formando parte de la idea que derivaba de ella: la soledad.

Pero la filosofía y la cantidad son antinómicas, la conciencia y el hombre concreto no pueden alimentarse con la cantidad, sin embargo, se estaban alimentando con ella. El sistema de Sartre en su fase inicial proclama sencillamente que yo soy yo de manera impenetrable para los otros, como una lata de sardinas; los otros no existen.

El miedo que le produce esta idea no está solo, lo ve multiplicado por la cantidad de aquellos a los que puede haber convencido con la idea.

No podía seguir adelante con este pensamiento que se comía la cola, debía pues volver a reconocer, mejor dicho, a construir al otro, pero cuando termina de construirlo empieza a sentir sobre él la mirada de ese otro.

Y ese otro, determinado y construido por él, no tenía nada que ver con el hombre concreto, ese otro al que tenía que reconocerle la libertad, era al mismo tiempo un objeto. Sartre se encuentra cara a cara con la cantidad en toda su plenitud, con todos los hombres posibles, con el hombre en general, y él, que de joven se había asustado de la multitud parisina, se las está viendo ahora con todos los individuos. Estaba solo frente a todos.

A pesar de este panorama terrible no se asusta y se pone sobre los hombros la responsabilidad por todos los hombres.

Pero esta plenitud se le viene a mezclar nuevamente con una cantidad relacionada ahora con su obra. La cantidad de ediciones, de ejemplares, de lectores, de comentarios, de ideas derivadas de sus ideas, y variantes de estas variantes.

“Entonces, me dice, lo vi acercarse a un cristal empañado y escribir con el dedo: Nec Hercules contra pluses”.

La bancarrota era completa, Hercules no puede contra todos, pero como esa bancarrota estaba dividida por millones a causa de la cantidad, se empequeñecía justamente gracias a ella, en medio del caos y de la confusión donde nadie sabe nada, nadie entiende nada, donde se parlotea y se habla sin ton ni son, y donde todo acaba en nada.

Los hombres se las arreglan bastante bien con las limitaciones, o Dios hizo el menos malo de los mundos posibles, o el hombre elige los valores menos malos en un mundo que ya existe. Los valores de Kierkegaard están cerca de Dios y de la fe. Los de Sartre más cerca de la política y de la ausencia de Dios. Y los de Gombrowicz están cerca de Kirkegaard en su guerra con las teorías, y de Sartre en su búsqueda de la libertad.

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