Por Juan Carlos Gómez
“Jeremi Stempowski se ocupó de mí y me presentó a uno de los más eminentes escritores de la Argentina, Manuel Gálvez. Gálvez se mostró como un auténtico amigo para mí y me ayudó mucho, pero la sordera que padecía lo mantenía lejano”.
Como si estuviera cruzando un río Gombrowicz navegó por el Océano Atlántico para enfrentar un futuro brumoso, saltando de piedra en piedra para no mojarse se instaló en Buenos Aires.
Por qué se fue Gombrowicz de Polonia y no volvió es un misterio que nadie sabe explicar, ni él mismo lo entendía con claridad. Todo empieza en un café, como tantos otros asuntos de Gombrowicz.
Un día, en el Zodiac, un café de Varsovia, se encuentra con un amigo escritor, Czeslaw Straszewicz: —Me voy a Sudamérica; —¿Cómo es eso?; —Dentro de un mes, el nuevo transatlántico polaco Chrobry leva anclas para Buenos Aires, será su primer travesía. En este momento Gombrowicz se prepara para saltar a la primera piedra.
—He sido invitado como escritor para publicar algunos artículos en los periódicos; —Oiga, ¿y no podrían invitarme a mí también?; —Podemos probar. Les propondré su candidatura. ¿Quién sabe? Quizá resulte. Siendo dos el viaje sería más agradable.
Después de sortear algunos inconvenientes de último momento Gombrowicz se embarcó en el Chrobry, y la compañía de su amigo Czeslaw le resultó de veras agradable.
En el café Rex relataba a los contertulios que en el barco había sido invitado de honor, que almorzaba en la mesa del capitán con el que sostenía conversaciones filosóficas y al que le daba consejos místicos. También repetía hasta el cansancio que no le había gustado Río de Janeiro porque su vegetación era demasiado verde y porque los morros eran un tanto dudosos.
Y tantas veces como el cuento de la vegetación, repetía que no había regresado a Polonia por los intensos estudios del alma sudamericana que había iniciado el día anterior a la partida del barco.
“Seguía viviendo en el barco con mi amigo Straszewski. Al enterarse de la declaración de la guerra, el capitán decidió regresar a Inglaterra (ya no se podía pensar en llegar a Polonia). Straszewski y yo celebramos un consejo de guerra. Él optó por Inglaterra. Yo me quedé en la Argentina”.
Mientras Straszewski se embarca en el “Chrobry” de regreso a Europa Gombrowicz se queda flotando en las aguas del puerto de Buenos Aires como una tabla en el mar después de un naufragio, de allí lo rescata Jeremi Stempowski.
“Witold estaba muy nervioso. Dudaba entre regresar o bien permanecer en la Argentina a la espera del fin de las hostilidades. Yo no sabía que aconsejarle, aquí, en Buenos Aires, no se sabía nada de la auténtica situación, entonces acompañé a Witold al puerto. Hizo que le subieran el equipaje, se despidió y embarcó. Yo me quedé en el muelle, diez minutos más tarde sonó la sirena anunciando la partida del “Chrobry”, y en ese momento vi que Gombrowicz cruzaba la pasarela con sus maletas y bajaba rápidamente al muelle. Era el único momento en que podía tomar una decisión y la tomó. Temblaba: —No lo sé, se trata del momento más trágico de mi vida”.
Sin saber a qué santo encomendarse con ese Gombrowicz tan difícil Stempowski decide presentarle a los polacos de la colectividad y también a algunos escritores argentinos como Manuel Gálvez y Arturo Capdevila.
La dotación de elementos que Gombrowicz traía en las maletas para enfrentar en la Argentina las cuestiones relacionadas con el trabajo y con la actividad de escribir era muy escasa.
Es muy difícil imaginárselo a Gombrowicz en Polonia manejando asuntos administrativos, o alguna otra cuestión que tenga algo que ver con el trabajo. Sin embargo, había ocasiones en que tomaba responsabilidades no carentes de cierta importancia. En los tribunales de Varsovia, cuando se desempeñaba como auxiliar en una de las secretarías, los jueces le habían encargado un proyecto para cambiar los formularios impresos porque lo consideraban el mejor de los pasantes. Y ya treintiañero, sus hermanos le pedían de vez en cuando que buscara administradores para las fincas que tenían en el campo, lo que ponía a Gombrowicz en una situación equivalente a la de un gerente de personal.
Su pertenencia a dos mundos, tan fuertemente marcada desde su juventud, fue muy clara hasta la muerte del padre, después las cosas fueron cambiando. En vida del viejo Gombrowicz entraba a la oscuridad y volvía a la luz con alguna facilidad, cruzaba la línea de sombra en las dos direcciones lo que le permitía comportarse como un camaleón. Esa doble personalidad se prestaba a la mistificación, su apariencia de terrateniente más que de asiduo de cafés y de escritor vanguardista le producía todo tipo de malentendidos.
Yo creo que la atracción fatal que tenía para Gombrowicz el mundo de la inmadurez tiene origen en este doble mundo que nunca perdió ni quiso perder. La inmadurez fue el salvoconducto que le permitía entrar en el campo del enemigo cuando iba de la clase social a la intelligentsia, y viceversa.
Quien conozca bien sus obras podrá descubrir también como una inmadurez premeditada es la llave que utiliza para componer literariamente los pasajes de situaciones contradictorias, pero esta manera de ver las cosas le hacía difícil su ingreso a la literatura.
Ocho años después de su desembarco en Buenos Aires, Nowinski, el presidente del Banco Polaco, deslumbrado con la seguridad que había demostrado Gombrowicz conduciendo la conferencia que había dado contra los poetas, pensó que esa maestría la podía aplicar en el trabajo, entonces lo contrató.
El desempeño de Gombrowicz en el Banco Polaco fue distinto al de sus experiencias laborales en Polonia, especialmente por el tiempo que duró. Comenzó haciendo pequeños trabajos de secretario, pero enseguida consiguió que Nowinski le diera permiso para escribir sus cosas en la oficina.
Se aprovechó de la situación y se paseaba en forma arrogante delante de los otros empleados fumando nerviosamente en busca de inspiración; así escribió el “Transatlántico”, su segunda novela.
Manuel Gálvez le había brindado a Gombrowicz una exquisita hospitalidad, pero la sordera de Gálvez y la propia falta de seriedad de Gombrowicz lo pusieron finalmente en las manos de unas jóvenes estudiantes que lo iniciaron en el mundo del flirteo argentino. En esta prehistoria de sus aventuras en la Argentina el grupo de Victoria Ocampo brillaba como una estrella.
“[…] una dama ya entrada en años y aristócrata, que nadaba en millones largos y que con su tenacidad entusiasta había conseguido hacerse amiga de Paul Valéry, invitar a su casa a Tagore y Keyserling, tomar el té con Bernard Shaw y hacer buenas migas con Strawinski […]”.
“Un escritor francés de renombre había caído ante ella de rodillas gritando que no se levantaría hasta recibir el dinero suficiente para fundar una ‘revue’ literaria: —¿Qué iba hacer con un hombre arrodillado y que no quería levantarse? Tuve que dárselo”
A pesar de que unos pocos miembros de la ‘intelligentsia’ argentina habían reconocido en Gombrowicz un escritor de talento, la única pieza de triunfo que podía exhibir para que reconocieran su importancia era una carta de Manuel Gálvez.
Este ilustre hombre de letras, de una familia tradicional que tenía parentesco con Juan de Garay, fue uno de los representantes más conspicuos de la literatura argentina en la primera mitad del siglo XX.
Cuando Gombrowicz se tomaba vacaciones llevaba consigo la carta de Manuel Gálvez con el propósito de vencer la desconfianza que despertaba en los sitios que visitaba.
“[…] Che, Asno, devuélvame enseguida la carta de Gálvez […] si no me vas a devolver la carta de Gálvez, ya verás […] Te prevengo, Asno, que sí, como parece, en tu escuela perdieron la carta de Gálvez te voy a joder, escribiré al director, exigiré devolución y que no se crean que conmigo se pueden permitir tales bromas, por suerte tengo entrada al Ministerio y, en general, soy hombre que sabe defender sus intereses y sus bienes. Mandame enseguida la dirección de la escuela. No digas nada. No me obligues a que yo mismo la tenga que buscar […]”.
La carta de Manuel Gálvez es una manifestación elocuente de cómo algunos argentinos habían tratado con generosidad a Gombrowicz, muy lejos del desprecio que le había mostrado desde el principio el Asiriobabilónico Metafísico.
“Como no me conformo con tocarme la oreja derecha cuando lo vea, ahí va mi opinión sobre ‘Ferdydurke’. No he leído en mi vida libro más original ni más raro. No se parece en nada a Rabelais, salvo en la invención de palabras. Pero pertenece a una corta familia de libros muy raros, entre los que yo colocaría, además de la obra de Rabelais, el drama ‘Le roi Bombance’ de Marinetti, varios libros futuristas, dadaístas y ultraístas y algo de Ramón Gómez de la Serna […]”.
“Si ‘Ferdydurke’ no es una obra genial, está muy cerca de serlo. Tiene usted una imaginación formidable y un poderoso sentido dramático. Sobre lo segundo, le diré que muchas escenas me han apasionado por su dramaticidad, a pesar de tratarse de asuntos en cierto modo absurdos, como me apasionaron escenas realistas o sentimentales, escritas por verdaderos maestros […]”.
“Acaso lo que más me ha gustado sea el capítulo ‘Filifor forrado de niño’. Lo mismo la pelea en la casa de los Juventones. A pesar de ser, en apariencia, lo opuesto a una novela realista, hay en su libro un fondo realista y humano. Ha dado usted una representación en cierto modo simbólica de la realidad. O mejor que simbólica, algebraica […]”.
“Hay un extraño humorismo en su libro. Y cosas excelentes […] Algunas intenciones que hay en su libro son difíciles de ser comprendidas, y no sé si las habré alcanzado […]. No quiero olvidarme del enorme contenido que hay en su libro: contenido filosófico, poético, idiomático […] La traducción me parece buena, sin conocer el original […]”.
Como si estuviera cruzando un río Gombrowicz navegó por el Océano Atlántico para enfrentar un futuro brumoso, saltando de piedra en piedra para no mojarse se instaló en Buenos Aires.
Por qué se fue Gombrowicz de Polonia y no volvió es un misterio que nadie sabe explicar, ni él mismo lo entendía con claridad. Todo empieza en un café, como tantos otros asuntos de Gombrowicz.
Un día, en el Zodiac, un café de Varsovia, se encuentra con un amigo escritor, Czeslaw Straszewicz: —Me voy a Sudamérica; —¿Cómo es eso?; —Dentro de un mes, el nuevo transatlántico polaco Chrobry leva anclas para Buenos Aires, será su primer travesía. En este momento Gombrowicz se prepara para saltar a la primera piedra.
—He sido invitado como escritor para publicar algunos artículos en los periódicos; —Oiga, ¿y no podrían invitarme a mí también?; —Podemos probar. Les propondré su candidatura. ¿Quién sabe? Quizá resulte. Siendo dos el viaje sería más agradable.
Después de sortear algunos inconvenientes de último momento Gombrowicz se embarcó en el Chrobry, y la compañía de su amigo Czeslaw le resultó de veras agradable.
En el café Rex relataba a los contertulios que en el barco había sido invitado de honor, que almorzaba en la mesa del capitán con el que sostenía conversaciones filosóficas y al que le daba consejos místicos. También repetía hasta el cansancio que no le había gustado Río de Janeiro porque su vegetación era demasiado verde y porque los morros eran un tanto dudosos.
Y tantas veces como el cuento de la vegetación, repetía que no había regresado a Polonia por los intensos estudios del alma sudamericana que había iniciado el día anterior a la partida del barco.
“Seguía viviendo en el barco con mi amigo Straszewski. Al enterarse de la declaración de la guerra, el capitán decidió regresar a Inglaterra (ya no se podía pensar en llegar a Polonia). Straszewski y yo celebramos un consejo de guerra. Él optó por Inglaterra. Yo me quedé en la Argentina”.
Mientras Straszewski se embarca en el “Chrobry” de regreso a Europa Gombrowicz se queda flotando en las aguas del puerto de Buenos Aires como una tabla en el mar después de un naufragio, de allí lo rescata Jeremi Stempowski.
“Witold estaba muy nervioso. Dudaba entre regresar o bien permanecer en la Argentina a la espera del fin de las hostilidades. Yo no sabía que aconsejarle, aquí, en Buenos Aires, no se sabía nada de la auténtica situación, entonces acompañé a Witold al puerto. Hizo que le subieran el equipaje, se despidió y embarcó. Yo me quedé en el muelle, diez minutos más tarde sonó la sirena anunciando la partida del “Chrobry”, y en ese momento vi que Gombrowicz cruzaba la pasarela con sus maletas y bajaba rápidamente al muelle. Era el único momento en que podía tomar una decisión y la tomó. Temblaba: —No lo sé, se trata del momento más trágico de mi vida”.
Sin saber a qué santo encomendarse con ese Gombrowicz tan difícil Stempowski decide presentarle a los polacos de la colectividad y también a algunos escritores argentinos como Manuel Gálvez y Arturo Capdevila.
La dotación de elementos que Gombrowicz traía en las maletas para enfrentar en la Argentina las cuestiones relacionadas con el trabajo y con la actividad de escribir era muy escasa.
Es muy difícil imaginárselo a Gombrowicz en Polonia manejando asuntos administrativos, o alguna otra cuestión que tenga algo que ver con el trabajo. Sin embargo, había ocasiones en que tomaba responsabilidades no carentes de cierta importancia. En los tribunales de Varsovia, cuando se desempeñaba como auxiliar en una de las secretarías, los jueces le habían encargado un proyecto para cambiar los formularios impresos porque lo consideraban el mejor de los pasantes. Y ya treintiañero, sus hermanos le pedían de vez en cuando que buscara administradores para las fincas que tenían en el campo, lo que ponía a Gombrowicz en una situación equivalente a la de un gerente de personal.
Su pertenencia a dos mundos, tan fuertemente marcada desde su juventud, fue muy clara hasta la muerte del padre, después las cosas fueron cambiando. En vida del viejo Gombrowicz entraba a la oscuridad y volvía a la luz con alguna facilidad, cruzaba la línea de sombra en las dos direcciones lo que le permitía comportarse como un camaleón. Esa doble personalidad se prestaba a la mistificación, su apariencia de terrateniente más que de asiduo de cafés y de escritor vanguardista le producía todo tipo de malentendidos.
Yo creo que la atracción fatal que tenía para Gombrowicz el mundo de la inmadurez tiene origen en este doble mundo que nunca perdió ni quiso perder. La inmadurez fue el salvoconducto que le permitía entrar en el campo del enemigo cuando iba de la clase social a la intelligentsia, y viceversa.
Quien conozca bien sus obras podrá descubrir también como una inmadurez premeditada es la llave que utiliza para componer literariamente los pasajes de situaciones contradictorias, pero esta manera de ver las cosas le hacía difícil su ingreso a la literatura.
Ocho años después de su desembarco en Buenos Aires, Nowinski, el presidente del Banco Polaco, deslumbrado con la seguridad que había demostrado Gombrowicz conduciendo la conferencia que había dado contra los poetas, pensó que esa maestría la podía aplicar en el trabajo, entonces lo contrató.
El desempeño de Gombrowicz en el Banco Polaco fue distinto al de sus experiencias laborales en Polonia, especialmente por el tiempo que duró. Comenzó haciendo pequeños trabajos de secretario, pero enseguida consiguió que Nowinski le diera permiso para escribir sus cosas en la oficina.
Se aprovechó de la situación y se paseaba en forma arrogante delante de los otros empleados fumando nerviosamente en busca de inspiración; así escribió el “Transatlántico”, su segunda novela.
Manuel Gálvez le había brindado a Gombrowicz una exquisita hospitalidad, pero la sordera de Gálvez y la propia falta de seriedad de Gombrowicz lo pusieron finalmente en las manos de unas jóvenes estudiantes que lo iniciaron en el mundo del flirteo argentino. En esta prehistoria de sus aventuras en la Argentina el grupo de Victoria Ocampo brillaba como una estrella.
“[…] una dama ya entrada en años y aristócrata, que nadaba en millones largos y que con su tenacidad entusiasta había conseguido hacerse amiga de Paul Valéry, invitar a su casa a Tagore y Keyserling, tomar el té con Bernard Shaw y hacer buenas migas con Strawinski […]”.
“Un escritor francés de renombre había caído ante ella de rodillas gritando que no se levantaría hasta recibir el dinero suficiente para fundar una ‘revue’ literaria: —¿Qué iba hacer con un hombre arrodillado y que no quería levantarse? Tuve que dárselo”
A pesar de que unos pocos miembros de la ‘intelligentsia’ argentina habían reconocido en Gombrowicz un escritor de talento, la única pieza de triunfo que podía exhibir para que reconocieran su importancia era una carta de Manuel Gálvez.
Este ilustre hombre de letras, de una familia tradicional que tenía parentesco con Juan de Garay, fue uno de los representantes más conspicuos de la literatura argentina en la primera mitad del siglo XX.
Cuando Gombrowicz se tomaba vacaciones llevaba consigo la carta de Manuel Gálvez con el propósito de vencer la desconfianza que despertaba en los sitios que visitaba.
“[…] Che, Asno, devuélvame enseguida la carta de Gálvez […] si no me vas a devolver la carta de Gálvez, ya verás […] Te prevengo, Asno, que sí, como parece, en tu escuela perdieron la carta de Gálvez te voy a joder, escribiré al director, exigiré devolución y que no se crean que conmigo se pueden permitir tales bromas, por suerte tengo entrada al Ministerio y, en general, soy hombre que sabe defender sus intereses y sus bienes. Mandame enseguida la dirección de la escuela. No digas nada. No me obligues a que yo mismo la tenga que buscar […]”.
La carta de Manuel Gálvez es una manifestación elocuente de cómo algunos argentinos habían tratado con generosidad a Gombrowicz, muy lejos del desprecio que le había mostrado desde el principio el Asiriobabilónico Metafísico.
“Como no me conformo con tocarme la oreja derecha cuando lo vea, ahí va mi opinión sobre ‘Ferdydurke’. No he leído en mi vida libro más original ni más raro. No se parece en nada a Rabelais, salvo en la invención de palabras. Pero pertenece a una corta familia de libros muy raros, entre los que yo colocaría, además de la obra de Rabelais, el drama ‘Le roi Bombance’ de Marinetti, varios libros futuristas, dadaístas y ultraístas y algo de Ramón Gómez de la Serna […]”.
“Si ‘Ferdydurke’ no es una obra genial, está muy cerca de serlo. Tiene usted una imaginación formidable y un poderoso sentido dramático. Sobre lo segundo, le diré que muchas escenas me han apasionado por su dramaticidad, a pesar de tratarse de asuntos en cierto modo absurdos, como me apasionaron escenas realistas o sentimentales, escritas por verdaderos maestros […]”.
“Acaso lo que más me ha gustado sea el capítulo ‘Filifor forrado de niño’. Lo mismo la pelea en la casa de los Juventones. A pesar de ser, en apariencia, lo opuesto a una novela realista, hay en su libro un fondo realista y humano. Ha dado usted una representación en cierto modo simbólica de la realidad. O mejor que simbólica, algebraica […]”.
“Hay un extraño humorismo en su libro. Y cosas excelentes […] Algunas intenciones que hay en su libro son difíciles de ser comprendidas, y no sé si las habré alcanzado […]. No quiero olvidarme del enorme contenido que hay en su libro: contenido filosófico, poético, idiomático […] La traducción me parece buena, sin conocer el original […]”.
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