Hace 100 años nació este extraordinario escritor en la sierra sur peruana, quién vivió atormentado por los grandes problemas históricos del país (los que personalizó hasta llegar más allá del dolor histórico, patrio; tal como Vallejo que llegó al dolor humano desde el dolor serrano). Siempre estuvo en defensa de la cultura aborigen, de lo mestizo y lo sincretizado, de esa “heterogeneidad” producida entre lo que aquí existió y entró en contacto con lo que aquí llegó. Fue (y lo sigue siendo) un luchador inagotable (hasta su muerte, su última novela) para que no desapareciera la cultura, a pesar del auge occidentalizante: esa supuesta “modernidad” que hasta ahora nos sigue siendo esquiva o que en todo caso pasó desapercibida, o a lo mejor nos es innecesaria (a pesar que un “noble y novel” compatriota nuestro haya dicho en 1996 que eso es arcaico, y que lo mejor es ir de lleno a la modernidad sin el mayor respeto por lo indígena —digamos, una utopía alienígena—). Este conflicto arguediano se puede entender mejor en uno de sus poemas que tituló “Llamado a los doctores”. Es una de las grandes pruebas que atormentó a Arguedas. Por ello, a 41 años de su muerto: ¿en cuánto hemos cambiado?; si bien es cierto que desde que comenzaron las grandes olas de migración del “interior” del país a la capital, el Perú actualmente presenta un nuevo rostro, acaso, ¿hemos mejorado?, ¿seguimos siendo forasteros en nuestra propia tierra?; ¿o, acaso los problemas se han traslado un poquito más allá hasta la frontera selvática… Mi cálido homenaje es compartir con ustedes el poema que cité, con la creencia de que aún Arguedas seguirá motivando más reflexiones sobre el Perú, sin dejar de lado obviamente la reflexión sobre su obra, su literatura, su forma de escribir de ver el mundo a través de su lenguaje:
LLAMADO A ALGUNOS DOCTORES
(Traducción del harawi-haylli)
A Carlos Cueto Fernandini y John V. Murra.
A Carlos Cueto Fernandini y John V. Murra.
Dicen que ya no sabemos nada, que somos el atraso, que nos han de cambiar la cabeza por otra mejor.
Dicen que nuestro corazón tampoco conviene a los tiempos, que está lleno de temores, de lágrimas, como el de la calandria, como el de un toro grande al que se degüella, que por eso es impertinente;
dicen que algunos doctores afirman eso de nosotros, doctores que se reproducen en nuestra misma tierra, que aquí engordan o que se vuelven amarillos.
Que estén hablando, pues; que estén cotorreando si eso les gusta.
¿De qué están hechos mis sesos? ¿De qué está hecha la carne de mi corazón?
Los ríos corren bramando en la profundidad. El oro y la noche, la plata y la noche temible forman las rocas, las paredes de los abismos en que el río suena; de esta roca están hechos mi mente, mi corazón, mis dedos.
¿Qué hay a la orilla de esos ríos que tú no conoces, doctor?
Saca tu largavista, tus mejores anteojos. Mira, si puedes.
Quinientas flores de papas distintas crecen en los balcones de los abismos que tus ojos no alcanzan, sobre la tierra en que la noche y el oro, la plata y el día se mezclan. Esas quinientas flores son mis sesos, mi carne.
¿Por qué se ha detenido un instante el sol, por qué ha desaparecido la sombra en todas partes, doctor?
Pon en marcha tu helicóptero y sube aquí, si puedes. Las plumas de los cóndores, de los pequeños pájaros se han convertido en arco iris y alumbran.
Las cien flores de la quinua que sembré en las cumbres hierven al sol en colores; en flor se han convertido la negra ala del cóndor y de las aves pequeñas.
Es el mediodía; estoy junto a las montañas sagradas; la gran nieve con lampos amarillos, con manchas rojizas, lanzan su luz a los cielos.
En esta fría tierra siembro quinua de cien colores, de cien clases, de semilla poderosa. Los cien colores son también mi alma, mis infatigables ojos.
Yo, aleteando amor, sacaré de tus sesos las piedras idiotas que te han hundido.
El sonido de los precipicios que nadie alcanza, la luz de la nieve rojiza que, espantando, brilla en las cumbres;
el jugo feliz de millares de yerbas, de millares de raíces que piensan y saben, derramaré en tu sangre, en la niña de tus ojos.
El latido de miradas de gusanos que guardan tierra y luz; el vocerío de los insectos voladores, te los enseñaré, hermano, haré que los entiendas.
Las lagrimas de las aves que cantan, su pecho que acaricia igual que la aurora, haré que las sientas y oigas.
Ninguna maquina difícil hizo lo que sé, lo que sufro, lo que del gozar del mundo gozo.
Sobre la tierra, desde la nieve que rompe los huesos hasta el fuego de las quebradas, delante del cielo, con su voluntad y con mis fuerzas hicimos todo eso.
¡No huyas de mí, doctor, acércate! Mírame bien, reconóceme. ¿Hasta cuándo he de esperarte?
Acércate a mí; levántame hasta la cabina de tu helicóptero. Yo te invitare el licor de mil savias diferentes; la vida de mil plantas que cultivé en siglos, desde el pie de las nieves hasta los bosques donde tienen sus guaridas los osos salvajes.
Curaré tu fatiga que a veces te nubla como bala de plomo, te recrearé con la luz de las cien flores de quinua, con la imagen de su danza al soplo de los vientos; con el pequeño corazón de la calandria en que se retrata el mundo; te refrescare con el agua limpia que canta y que yo arranco de la pared de los abismos que tiemplan con su sombra a nuestras criaturas.
¿Trabajaré siglos de años y meses para que alguien que no me conoce y a quien no conozco me corte la cabeza con una máquina pequeña?
No, hermanito mío. No ayudes a afilar esa maquina contra mí, acércate, deja que te conozca, mira detenidamente mi rostro, mis venas; el viento que va de mi tierra a la tuya es el mismo; el mismo viento respiramos; la tierra en que tus máquinas, tus libros y tus flores cuentas, baja de la mía, mejorada, amansada.
Que afilen cuchillos, que hagan tronar zurriagos; que amasen barro para desfigurar nuestros rostros; que todo eso hagan.
No tememos a la muerte; durante siglos hemos ahogado a la muerte con nuestra sangre, la hemos hecho danzar en caminos conocidos y no conocidos.
Sabemos que pretenden desfigurar nuestros rostros con barro; mostrarnos así, desfigurados, ante nuestros hijos para que ellos nos maten.
No sabemos bien qué ha de suceder. Que camine la muerte hacia nosotros; que vengan esos hombres a quienes no conocemos. Los esperaremos en guardia, somos hijos del padre de todos los ríos, del padre de todas las montañas. ¿Es que ya no vale nada el mundo, hermanito doctor?
No contestes que no vale. Más grande que mi fuerza en miles de años aprendida; que los músculos de mi cuello en miles de meses; en miles de años fortalecidos, es la vida, la eterna vida mía, el mundo que no descansa, que crea sin fatiga; que pare y forma como el tiempo, sin fin y sin principio.
Dicen que nuestro corazón tampoco conviene a los tiempos, que está lleno de temores, de lágrimas, como el de la calandria, como el de un toro grande al que se degüella, que por eso es impertinente;
dicen que algunos doctores afirman eso de nosotros, doctores que se reproducen en nuestra misma tierra, que aquí engordan o que se vuelven amarillos.
Que estén hablando, pues; que estén cotorreando si eso les gusta.
¿De qué están hechos mis sesos? ¿De qué está hecha la carne de mi corazón?
Los ríos corren bramando en la profundidad. El oro y la noche, la plata y la noche temible forman las rocas, las paredes de los abismos en que el río suena; de esta roca están hechos mi mente, mi corazón, mis dedos.
¿Qué hay a la orilla de esos ríos que tú no conoces, doctor?
Saca tu largavista, tus mejores anteojos. Mira, si puedes.
Quinientas flores de papas distintas crecen en los balcones de los abismos que tus ojos no alcanzan, sobre la tierra en que la noche y el oro, la plata y el día se mezclan. Esas quinientas flores son mis sesos, mi carne.
¿Por qué se ha detenido un instante el sol, por qué ha desaparecido la sombra en todas partes, doctor?
Pon en marcha tu helicóptero y sube aquí, si puedes. Las plumas de los cóndores, de los pequeños pájaros se han convertido en arco iris y alumbran.
Las cien flores de la quinua que sembré en las cumbres hierven al sol en colores; en flor se han convertido la negra ala del cóndor y de las aves pequeñas.
Es el mediodía; estoy junto a las montañas sagradas; la gran nieve con lampos amarillos, con manchas rojizas, lanzan su luz a los cielos.
En esta fría tierra siembro quinua de cien colores, de cien clases, de semilla poderosa. Los cien colores son también mi alma, mis infatigables ojos.
Yo, aleteando amor, sacaré de tus sesos las piedras idiotas que te han hundido.
El sonido de los precipicios que nadie alcanza, la luz de la nieve rojiza que, espantando, brilla en las cumbres;
el jugo feliz de millares de yerbas, de millares de raíces que piensan y saben, derramaré en tu sangre, en la niña de tus ojos.
El latido de miradas de gusanos que guardan tierra y luz; el vocerío de los insectos voladores, te los enseñaré, hermano, haré que los entiendas.
Las lagrimas de las aves que cantan, su pecho que acaricia igual que la aurora, haré que las sientas y oigas.
Ninguna maquina difícil hizo lo que sé, lo que sufro, lo que del gozar del mundo gozo.
Sobre la tierra, desde la nieve que rompe los huesos hasta el fuego de las quebradas, delante del cielo, con su voluntad y con mis fuerzas hicimos todo eso.
¡No huyas de mí, doctor, acércate! Mírame bien, reconóceme. ¿Hasta cuándo he de esperarte?
Acércate a mí; levántame hasta la cabina de tu helicóptero. Yo te invitare el licor de mil savias diferentes; la vida de mil plantas que cultivé en siglos, desde el pie de las nieves hasta los bosques donde tienen sus guaridas los osos salvajes.
Curaré tu fatiga que a veces te nubla como bala de plomo, te recrearé con la luz de las cien flores de quinua, con la imagen de su danza al soplo de los vientos; con el pequeño corazón de la calandria en que se retrata el mundo; te refrescare con el agua limpia que canta y que yo arranco de la pared de los abismos que tiemplan con su sombra a nuestras criaturas.
¿Trabajaré siglos de años y meses para que alguien que no me conoce y a quien no conozco me corte la cabeza con una máquina pequeña?
No, hermanito mío. No ayudes a afilar esa maquina contra mí, acércate, deja que te conozca, mira detenidamente mi rostro, mis venas; el viento que va de mi tierra a la tuya es el mismo; el mismo viento respiramos; la tierra en que tus máquinas, tus libros y tus flores cuentas, baja de la mía, mejorada, amansada.
Que afilen cuchillos, que hagan tronar zurriagos; que amasen barro para desfigurar nuestros rostros; que todo eso hagan.
No tememos a la muerte; durante siglos hemos ahogado a la muerte con nuestra sangre, la hemos hecho danzar en caminos conocidos y no conocidos.
Sabemos que pretenden desfigurar nuestros rostros con barro; mostrarnos así, desfigurados, ante nuestros hijos para que ellos nos maten.
No sabemos bien qué ha de suceder. Que camine la muerte hacia nosotros; que vengan esos hombres a quienes no conocemos. Los esperaremos en guardia, somos hijos del padre de todos los ríos, del padre de todas las montañas. ¿Es que ya no vale nada el mundo, hermanito doctor?
No contestes que no vale. Más grande que mi fuerza en miles de años aprendida; que los músculos de mi cuello en miles de meses; en miles de años fortalecidos, es la vida, la eterna vida mía, el mundo que no descansa, que crea sin fatiga; que pare y forma como el tiempo, sin fin y sin principio.
Marzo, 1966
Para completar este homenaje, les dejo este vídeo donde hace lectura de otro de sus grandes poemas: “A nuestro padre creador Túpac Amaru (himno-canción)” leído por él mismo y en su escritura original, el quechua. También pueden oírlo en castellano siguiendo este enlace. Y para terminar, les dejo los links de varios vídeos en Youtube donde se hace una semblanza de su vida. La primera es del historiador Antonio Zapata cuando conducía el excelente programa “Sucedió en el Perú” que transmite el canal del Estado (vídeo 1, vídeo 2, vídeo 3, vídeo 4 y vídeo 5); y el segundo es del periodista Alejandro Guerrero quien hizo varios vídeos biográficos sobre personajes peruanos en una serie que se llamó “Hombres de bronce” (vídeo 1, vídeo 2, vídeo 3, vídeo 4, vídeo 5 y vídeo 6). Disfrútenlo.
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