23.1.12

NI BREVIARIOS NI PUTRIDISTAS (SEGUNDA PARTE)


Por Luis Ormachea

(Puede leer la primera parte aquí).

Hughes prescinde casi con desprecio de narrarnos la historia subsecuente de aquél otro niño que con Langston espera ver al dios prometido, permitiéndose los dos extender la habitual duración del rito. Ha resistido, pero el peso de esa atmósfera le ha sido demasiado: camina, admite, concede, se restituye a la comunidad, ha dejado solo a Langston; y entonces, porque ya solo, porque ya el único, todas las voces de la iglesia funden sus actuaciones devocionales concentrándose intensa, febrilmente sobre el pobre Langston que no ve, que quiere ver, que necesita ver con libertad; habrán sido necesarias unas horas de espera y crescendo religioso para que Langston sepa lo que tiene que hacer, finalmente vencido en medio de la celebración, y ateo desde entonces.

Langston deseaba sinceramente ser testigo de la aparición en su fuero íntimo del redentor cristiano, no admitirá los límites simplificadores del reconocimiento protocolar que le es ofrecido. Hay fe en su actitud, pero es otra y está rendida a otro ser: a esas mujeres que cantan, a los hombres a quienes esos niños enorgullecen, al organista que suda y encanece, a esos niños y al pastor que, además, es hombre de generosidad, y que les pregunta si ya vieron al redentor y va recibiéndolos uno a uno cuando, opacos, y enterados de antemano, no de lo que va a ocurrir, sino de lo que debe ocurrir, deciden ocupar el lugar previsto para ellos en la ceremonia; es una negación de lo determinado y puntual esa fe de Langston que al no haber visto al redentor espera hasta que ese redentor se haga visible, y es un cuestionamiento histórico no de la fe que los objetos humanos de su fe practican (la de Langston: esas personas a las que se siente idéntico porque está salido del ámbito de las homogeneidades que harían imposible el acto de la identificación), sino de la continuidad del tiempo del cual Langston, siente él, y los otros congregantes forman parte como fugitivos, como vencedores, como revocadores.

Langston se niega a pasar al frente al lado del pastor porque, quizás narrado a su vez por un recordador perspicaz, necesita saber que los siglos de sacrificio en las plantaciones de la barbarie occidental, la asimilación cultural, la religión abrazada, pertenecen al acierto histórico que los educadores, a cuyo cargo él está, predican.

Hughes es consciente de la enorme responsabilidad que conlleva heredarse a sí mismo y es por eso que nos obsequia este incidente clarificador, no ya de su propia fortuna, sino de la del hombre negro en general: Hughes cae sobre el vociferado beneficio de la civilización que lo ha esclavizado, Hughes está hablando por esos millones de hombres y mujeres, todos muertos en la inmovilidad que, contradictoriamente, el rito que ahora Langston se niega a obedecer, consagra. Hughes ha encontrado los límites poco explorados del principio de la esclavitud invisible, y los ha encontrado en su pasado, en la fundación de su ciudadanía, en el nacimiento de su humanidad como acto, como consciencia, como responsabilidad, como baluarte; y entendemos por él —la suya es voz humana entre otras tantas visionarias y conscientes, pero imprescindible en cuanto particular— lo que ese rito religioso esconde: una estructura de poder hábilmente disfrazada por el miedo, un dialogo entre vencedores y vencidos, la huella de una laceración invisible sobre la carne viva, la institución de una contienda que enfrenta al ser humano contra sí mismo a favor de alguna perversa perpetuación; y podríamos llegar un poco más lejos, podríamos arriesgarnos afirmar que aquella arcaica sociedad basada en el culto, organizada en torno a él, y dirigida por sus intérpretes está muy lejos de haber concluido a pesar de la condición cosmética de los estados que la encubren, a pesar del credo que sus múltiples expresiones colectivas proclamen con la buena fe de la omisión culposa.

Pero Hughes nos ha permitido encontrar algo más. Mientras aun renuente, Langston se pregunta si merece ver al redentor; Hughes ha reafirmado para nosotros que esa ciudadanía terrenalizada por la iniciación religiosa se erige sobre una base de permanente cuestionamiento y censura: su libertad o los límites de su libertad, como hombre negro —¿quizás porque seguimos hablando en medio del rumor de una época que todavía no ha conocido final?—, dependerán de su militancia con respecto a la sumisión cuyo mandato coexiste con la ciudadanía adquirida; el redentor ha hecho innecesario al capataz, la redención que Hughes ha rechazado en secreto posee los atributos de una nueva esclavitud cuyos perpetradores lucen el mismo rostro que los esclavizados, el acto de ver al redentor implica construirlo, y la fe, como paradigma de identidad, obliga a llevar a cabo esa construcción echando mano del propio rostro, de lo que a cada cual caracteriza, la multitud transfigurada por la redención ha renunciado a los beneficios de una memoria histórica para imponer sobre sí el peso deshumanizador de la pirámide esclavista y convenir con ella y reflejarla reconociéndola como exclusiva definición de su identidad.

3

No hay rito más poderoso que la guerra. La que comprometió a España entre 1936 y 1939, lo supo Vallejo —muy por detrás de él, ¡a muchos milenios de distancia!, una orquesta de cómodos versificadores interpretó esa desgracia de muerte sólo a partir de lo español, negándose a recuperar desde los escombros sino la insignificante cuestión nacional—, representaba al ser humano mismo como animal histórico: entre el fascismo que prometía, —promete: atávico fantasma de la estupidez— la raza y la tierra: supremos y terroríficos límites de humanidad, y las fuerzas progresistas comprometidas con el adelanto espiritual de los pueblos en marcha hacia la libertad derivada del bienestar y los frutos inteligentes que esa libertad permitiría conquistar, entre el pasado y el futuro, entre la bestia, su ferocidad intrínseca, y el ser humano definido por la esencialidad axiológica de su aventura evolutiva, estaba de por medio el presente y necesitaba ser redimido; no lo hizo la sangre, que al final se perdió inútilmente en vista de quién fue vencedor.

Había muerto el combatiente —el pueblo como víctima atrapada entre dos fuegos, y la materia domada por el hombre y atacada por la destrucción del hombre, también, y a su modo, fueron actores en esa guerra, como en todas—, actor por sobre todos los demás fundamental, instruido en el ladrido de las armas que aquél rito atroz impuso a sus manos, y lo que quedaban de él era un cadáver en renuencia humanísima y quien ante él se inclinaba conminándolo a no morir; el rito había concluido, la vida yacía depuesta a favor de una ciudadanía de muerte, Langston acababa de descubrir su libertad y ésta no tenía lugar en ninguna sociedad como no fuera la que congregaba a los cadáveres, Langston era incapaz de ver otro camino que aquel que lo conducía a la muerte, a seguir muriendo.

Masa, poema cumbre de la literatura universal escrita hasta nuestros días, constituye el camino de vuelta que va del desencanto solitario hacia la comunidad antes o a pesar de ninguna redención y cuyos rostros todos poseen nombre y condición sagrada por humanos —por humánicos: de algún modo los ritos nos serán imprescindibles siempre que afirmen la civilización humana, la de todas las sangres (!)—.

Como en la atmósfera del bautismo de Hughes, en Masa también hará falta una suma creciente de todas las voluntades para obtener por medio de la solidaridad la restitución del cadáver a nosotros, comprometidos y vivientes: todos los hombres de la tierra; y el cadáver que siguió muriendo y que no nos ha sido sugerido por Vallejo como sufriente de ese morir aquí, o allá, o en España ya que el hecho de morir lo ubica por sobre toda nacionalidad, por sobre toda territorialidad, en el centro del mundo, no necesita de identidad racial o nacional ninguna, se ha convertido en el ser humano mismo atacado por la dentellada de la involución a quien el pastor, las voces cromáticas, el arte, ruegan, a quien se intenta devolver desde el error del rito, desde el error de la historia hacia su primordialidad de cadáver quien, aunque en acto de morir, se debe además al hecho del amor, comprende la obligación de no yacer derrotado, comprende su responsabilidad por heredero del heroísmo gracias al cual, todos nuestros hallazgos, incluso la guerra, como ritual, y el más perverso, fueron posibles, con el error: para revocarlo, con la esperanza, con el poderío humanista que nos permite reconocer en el tiempo, en la historia, en nuestra historia, los lazos que vinculan a Hughes con Vallejo, y a ellos dos con ese primer hombre a quien el cadáver, que no ha dejado de serlo pero que se concede la libertad de vivir, de ser Langston Hughes, o César Vallejo, de reconciliar su finitud individual a la infinitud de una humanidad encaminada hacia el hallazgo feliz de la supervivencia y la continuidad, hacia el examen cada vez más inteligente de nuestro misterio espiritual, de su leyes, de sus características, de sus singularidades, de sus rasgos más inalcanzables, escucha, abraza, y acompaña.

Si ese momento de su vida relatado por Hughes consiste en la necesaria desintegración del rito cuando impone una identidad alienante, espúrea y orientada hacia la esclavitud, y si Hughes sobrevive a esa desintegración asumiendo lo que en adelante será un interminable pero fructífero destierro intelectual, Vallejo ha encontrado el territorio donde ese destierro pondrá pie y sembrará sus frutos de serenidad, Vallejo ha develado los escenarios de una historia, quizás la real, quizás aquella que resulta inalcanzable para alguna corriente filosófica, y que ha ido ocurriendo en simultaneidad con esta otra de violencia y escarnio, de salvaje degradación en virtud del culto a la propiedad desorbitada: no el pasado cuando lo apenas adquirido y precario nos inducía al error, nos hacía incapaces de reconocer al otro como igual, sino el futuro siempre real y marcado por el signo de furiosa felicidad del hecho solidario y que encuentra y define cualquier axiología como interpretación de nuestra naturaleza viviente, y a esta como voluntad ordenadora, y que hace de su evidente sensatez certeza ante la cual ningún descarrío —como aquellos que se incuban con secreto e indigencia en esos lamentables, irresponsables breviarios de desolación que giran alrededor de la podredumbre personal, si no del fascismo más descarado—, podría perdurar.

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