7.1.12

“LA QUEBRADA DE LOS PERROS”, UN CUENTO DE DINO JURADO


La mujer lo había enjabonado como a un niño. Le había repasado las ingles con esmero, luego arriba y abajo incluyendo los muslos, por si acaso, y ahora procedía a enjuagarlo. Con la mano ahuecada cogió agua del lavador de plástico y se la fue echando, de a pocos, con cuidado, para no mojar el suelo. Y él, fingiendo estar distraído pero en el fondo alerta, soportó con paciencia los hilos de frío corriendo entre sus partes cansadas, la espuma de jabón haciéndole cosquillas y resbalando piernas abajo, llegando casi hasta los dedos de los pies. Luego esas mismas manos, cálidas, maternales, le secaron todo, centímetro a centímetro, con una toallita blanca muy pulcra, y él quiso saber entonces si era a esto a lo que llamaban servicio completo, o faltaba algo tal vez.

Comenzó a abotonarse la camisa mientras la mujer cambiaba el agua, se acuclillaba encima con las piernas abiertas para lavarse mejor. Miró, el hombre. A los retratos multicolores de artistas de la tele que tapaban las paredes. A la estatuilla del santo en la esquina, con un libro en la mano, la otra elevada hacia el techo, los ojos en blanco. Parecía San Antonio por la túnica marrón, el de Padua. Algunos sonidos llegaban desde afuera mezclados como rumores, música de bisagras que se abrían o cerraban, pisadas bruscas acercándose, alejándose, como oleadas de piedras, allá afuera, en el callejón.

Sintió ganas, el hombre, de echarse en la vieja cama de hierro, estirarse como un gato panza arriba y descansar un par de horas, con la mujer al lado por supuesto, hasta que el desasosiego se esfumara conversando sin pudor de cualquier cosa, el frío asesino del invierno, la llegada del último crucero de marines al puerto, la detención abusiva del alcalde comunista el mes pasado. Le dolía la espalda como si hubiera esperado de pie horas enteras, y sentía en las mandíbulas, a veces con dolor, a veces con placer, el adormecimiento del que ha hablado o masticado demasiado.

Cuando terminó su aseo la mujer se encontró de golpe, por primera vez, con el hombre inmóvil que la observaba. “¡Qué!” dijo, manoteó al aire, y sin esperar respuesta se dirigió a la mesilla de noche, a un costado de la cama. Pasó tan cerca que las nalgas le temblaban con cada golpecito de los tacos en el piso de cemento, toda ella desnuda y resuelta. Se detuvo ante su ropa de trabajo, una pieza blanca doblada encima, pero no se vistió de inmediato. Dando premeditadamente la espalda, casi ofreciendo el culo a manera de yapa, meticulosa, sin apuro, amarró su largo cabello negro con una liga y se dedicó a frotarse hombros y brazos con una grasa.

El hombre, entonces, notó algo digno de ser anotado en un diario. No tenía que ver con el sexo o el amor. Era cierta incongruencia entre la ingenuidad del rostro y el aplomo sin duda profesional con que se comportaba. Le despertó la curiosidad, el deseo de salir de dudas y ayudar al prójimo.

—¿Quieres otro polvo?

Pero ¿quién había hablado? Con esa voz cantarina, como si estuviera de vacaciones en la playa, tenía que ser ella. Y se puso de memoria la bata de gasa.

—No, gracias. Estaba pensando en un trago.

Fue él, claro. Le tocaba responder y lo hizo con displicencia, mirando a un rincón, a los ojos de San Antonio suplicando una ayudita para salir del paso.

—¡Ah! ¡Pensé que querías repetir el plato! —concluyó la mujer.

Más atractiva ahora bajo la gasa transparente, más femenina que nunca, dio unos pasos contundentes por el cuarto mientras esparcía en el aire, como un veneno, el olor de la vaselina perfumada.

El hombre cogió su última ropa. Se acercó. Le puso bruscamente una mano en el centro de la espalda. Pareció que saludaba a un compadre.

—¡Anímate, cariño! Vamos a tomar un trago.

No podía. Imposible. Fuera cierto o no, dijo que tenía que trabajar.

—Sólo un par de cervezas, luego sigues trabajando —dijo él, levantando una ceja.

—No puedo salir ahora. Nadie puede. Son las reglas de la casa.

—¡Qué reglas ni qué ocho cuartos! —dijo él, por fin despierto, con ganas de juerga—. Si no puedes ahora, entonces ¿más tarde?

—Puede ser —le contestaron.

—¿A qué hora? —preguntó una vez, dos veces—. ¿A qué hora?

Nada. Miró su reloj mientras la mujer cogía un cigarrillo de la mesita acharolada. Luego se miraron a los ojos a través del primer humo, exhalado como si fuera el hedor de una batalla. Estaban en el centro del cuarto miserable, con la casaca en una mano él, ella con una mano en la cadera y parpadeando. Cada cual analizaba su posición y la sopesaba. Para él la medianoche estaba muy lejos aún, alcanzable sólo tras una espera larga en el peligroso bar del burdel. Allí había muerto gente y no de vieja. Para ella la invitación a tomar un trago no era un compromiso ineludible, no estaba obligada a aceptarla, ni de él ni de nadie, pero... pero por alguna razón no se atrevía a rechazarla de una vez.

—Está bien. A las doce —dijo él.

—Después de las doce —corrigió ella.

—En el bar —dijo él, impertérrito, decidido a olvidar minucias, a concentrarse en lo esencial.

A ella sólo le faltaba asentir con la cabeza y cerrar la puerta. Así, pues, asintió con la cabeza, cerró la puerta.

Ya en el callejón, el hombre avanzó a través de corrillos de gente que aquella noche estaba alegre, nadie sabía por qué. Pisó fuerte los retazos de luz roja como si fueran cucarachas encendidas, algunas habitaciones abiertas las dejaban caer sobre el piso de ladrillos. Y al levantar la cabeza respiró el aire preñado de humedad que bajaba del cielo. Se había originado en la costa próxima con el batir eterno de las olas, pues traía olor a tolina abierta, a branquias de pez recién capturado. Seguramente. Lo sintió dar vueltas, al aire, como si tuviera ojos y se condujera solo. Lo imaginó introduciéndose en los cuartos de las chicas malas que, sin suerte, sin gracia, se abrazaban con furor a lo mejor de sí mismas para entrar en calor. Luego ese mismo aire regresó al callejón mezclado de aromas nuevos, perfumes de hembra, desodorantes recién estrenados, el exclusivo tabaco de contrabando.

Con toda esta mezcla en las narices el hombre se puso a recordar cómo había reconocido, desde el taxi que lo trajo, el escondite donde levantaron el primer burdel del puerto tiempo atrás. Era una pampa circular protegida por una hilera de cerros, en el fondo de una quebrada. “¡La Quebrada de los Perros!”, se dijo a sí mismo cuando el automóvil se internaba rugiendo en el camino de tierra, despertando un coro irreal de ladridos que parecía trasladarse de una cumbre a otra a medida que avanzaban. Y ahora que iba moviéndose torpemente por la penumbra del callejón, rechazando con una sonrisa las corteses invitaciones de las pocas putas, se dio cuenta que le gustaba aquel lugar, aunque él no fuera asiduo, aunque fuera primerizo. Ese chongo ilustre podía ser vivido como una especie de club privado, exclusivo para la gentuza de siempre, estibadores cojos, pescadores bizcos, ladrones de trigo de los muelles del mundo.

Encontró el bar vacío. Las muchas mesas con las muchas sillas estaban alineadas alrededor de la pista de baile, como círculos concéntricos, y una radiola que parecía un ovni esperaba en un rincón, las lucecitas encendidas por un borracho que se alejaba del aparato, que se perdía por una puerta disimulada tras el mostrador. El hombre, cauto, eligió a propósito una mesa pegada a la pared y se sentó.

La música que había dejado el tipo se volvía chillona por el mal estado de la radiola, esa vieja Wurlitzer de dos cuerpos con su paquete de discos a cada lado. En la parte central sobrevivía el tarjetero con los nombres de las canciones y más abajo la doble fila de botones para elegir. Las mallas de los parlantes se inflaban con los últimos compases. Luego el disco fue cogido por la pinza metálica, que lo regresó a su lugar, en el lado de la derecha, y a continuación llegó la calma.

¡Ah, sus brazos! Los fluorescentes del techo los alumbraban con una extraña luz negra, un brillo negativo que adherido a la piel parecía un barniz traslúcido. Los hermoseaban, cubiertos como estaban por una capa de vellos que veranos interminables habían vuelto casi rubios. En cambio no le gustaban sus manos. Nada finas o artísticas. Demasiado grandes y huesudas para su gusto, los nudillos redondos y aplastados como los de un boxeador. Las juntó por la base, ahuecando las palmas, unió las yemas de los dedos una a una y se preguntó: ¿Por qué cuando se puso a mirar, recién llegado, las curvas desnudas de las chicas, indeciso entre una flaca y una gorda, había terminado por fijarse en la que parecía ser sólo la más joven, la más limpia, la menos india? ¿Por qué ella? De todos modos Ivana lo había tratado bien. No tenía motivos de queja. Sabía trabajar. Incluso le había ofrecido la opción de repetir, con delicadeza, amablemente, como quien ofrece un dulce a un niño. ¿Y cómo había respondido él? Con poca imaginación. Poco empeño. Prefiriendo jugar todas sus bazas a una segunda oportunidad. La que comenzaba a las doce de la noche, si comenzaba. ¡Vaya!

Ahora apareció otro tipo en la puertita. Sin camisa y tan ebrio como el anterior, avanzó hacia la radiola, presionó algunos botones y se quedó esperando, tambaleante. Luego, sin que la música hubiera surgido aún del aparato, regresó por donde había venido. Pero reapareció al instante, acompañado por una mujer gorda vestida de rojo. Sin molestarse en mirar alrededor, se dirigieron a la pista de baile pintada en el suelo, se acomodaron uno contra al otro y se pusieron a bailar.

Había sucedido muy rápido y ahora estaban allí, abrazados, balanceando sus cuerpos sin perder el ritmo. Ella parecía dirigir los pasos, por intuición pues cerraba los ojos para entregar el cuello a los labios de él, mientras él suspiraba a cada vuelta, cansado de su querida carga, al borde de la resignación. El bolero los transportaba fuera de la pista, entre las mesas. Se deslizaron sobre los restos de aserrín del piso como sobre patines, apartando con las caderas una silla, otra, suavemente, engreídos por esa historia triste que celebraba la pérdida de un amor, la fallida consumación de una venganza.

La música siguió sonando, imparable, hasta que ellos despertaron de golpe de su letargo. Se pararon en el centro de la pista y se consultaron. Nuestro hombre los miró largo y tendido, dejándose percutir el pecho por los últimos ayes del bolero.

—¿Qué desea? —dijo por fin la gorda, se acercó.

A diferencia de las otras siervas, ésta no llevaba pintura ni maquillaje. A través de la blusa veraniega se podían apreciar los copos blancos del sostén.

El hombre levantó el índice derecho antes de lanzar su petición:

—Media botella de pisco, por favor.

Luego pasó mucho tiempo, como suele ocurrir, llegó y se fue la medianoche. El antro se había llenado, lógicamente. La gente saltaba de una mesa a otra con el vaso en la mano. Se reconocían y saludaban como si acabaran de coincidir allí después de años, hacían brindis. Nuestro hombre hizo un vago saludo a un par de caras oscuras y luego evitó mirarlas. Quería estar solo. Así permaneció en su mesa, ensimismado. La media botella de pisco le había golpeado el pecho y lo hizo sentirse audaz, querido, la mirada concentrada en el vaso vacío.

Hizo a un lado la botella y solicitó otra media. Tal vez a Ivana la conocía de antes. Le resultaba familiar. Quizás había sido su alumna y le había tomado la lección a solas. Adolescente y temerosa, pálidamente muda con la chompa azul sobre el uniforme único, ella levantaba la vista para responder y sonrojarse, mientras él le aplicaba un nuevo cuestionario interminable. Era invierno también, era invención suya por supuesto, el salón de clases de entonces, enorme e invadido por el frío, los cuadernos dormitando sobre las carpetas mientras la neblina pegada a la ventana blanqueaba la visión de la Avenida Mariscal Castilla, de la puerta del colegio por donde las demás chicas uniformadas ya salían en fila india para no volver hasta la tarde.

Cuando le trajeron el pisco se sirvió dos dedos, siempre puro, y se quedó acariciando el vaso. Se sentía vivo, eso era bueno, vivo y alerta. En eso vio acercarse a la mujer y no supo qué sentir, si alegría o fastidio por la interrupción. La vio avanzar riendo entre las mesas, saludando a diestra y siniestra hasta llegar al rincón donde él estaba.

Ahora sí parecía una puta, con esa camiseta verde loro y esos pantalones tan blancos y ajustados, tan empinándole el culo. La saludó finalmente, elevó el vaso a la altura de los labios para decir salud, comprobó que estaba vacío y lo devolvió a la mesa.

Ella se había sentado.

—Estás borracho —había dicho.

—Te parece, estoy bien.

—¡Pero bueno! Te dije que pidieras un trago mientras me esperabas, no una botella.

Ivana cruzó los brazos sobre la mesa y se hizo la resentida. Hizo una seña al mostrador. Cuando el mozo se dignó traer la gaseosa y el vaso, el hombre se puso a preparar los chilcanos. Eso sí sabía hacer. Los preparó con sumo cuidado, protegiendo cada vaso con ternura cada vez que la otra mano se acercaba desde lo alto con el botellón. Una vez listos, cada uno cogió el suyo y brindaron. Sorbieron un buen trago y sonrieron, dándose a entender que todo estaba bien o podía estarlo. Luego él tomó un segundo gran bocado con el que se enjuagó la boca, y todo volvió a ser como antes.

—No tomes tan rápido, cariño, el pisco engaña —refunfuñó ella.

—Ciertamente. Pero el mío está suave. Prueba.

—Sí, tienes razón, está suave —dijo ella, sin probar nada—. Con todo, si sigues así no vas a durar mucho.

—¿Qué quieres decir con eso?

Más que a ella, se lo preguntaba a sí mismo. Y no sabía si valía la pena durar, y cuánto.

—Está bien, haz lo que quieras, no pasa nada —dijo ella, tan linda. El blanco de sus ojos era enorme, el rojo de sus labios chillón.

—Salud —dijo él. Se llevó el vaso a la boca. Tomó otro sorbo y no estaba retando a nadie. Era una manera de hacer algo, como cualquier otra, vamos—. Oye —dijo, acercando el rostro—, ¿desde cuándo trabajas aquí?

¿Por qué hacía esa pregunta?

—Desde cuándo —repitió.

Recién desde abril, había dicho ella.

—Y ¿qué tal? —preguntó él.

¿Qué tal qué?, había preguntado ella.

—Tu estadía —dijo él—. ¿Tienes muchos clientes?

Ella lo miraba, lo medía. Ni muchos ni pocos, había dicho. Más o menos.

—Es que eres nueva —dijo él—. Se nota que no eres de aquí.

—Ninguna es de aquí —dijo ella—. Nadie trabaja en su propia tierra –dijo—. ¿No lo sabías?

Sí lo sabía. Y pensó inmediatamente, como un disparo: “¡Nadie es profeta en su tierra!”.

Dejó el vaso en la mesa y trató de apaciguarse. Se enervaba con sólo toparse con la sonrisa de puta. Felizmente encontró una manera de entretenerse con el vaso y la cucharilla. Pescaba la rodaja de limón flotante, la apretaba contra el vidrio, echaba un vistazo al frente y paladeaba el líquido. Luego introducía la cucharilla otra vez.

…De todos modos era el momento más alegre de la noche. Con las botellas de cerveza cogidas del pico la gente se emborrachaba de pie entre las mesas. Ivana saludaba a uno que otro con el rápido guiño de un ojo, dos dedos despegados de la superficie de la mesa. Paseaba la mirada por encima sin detenerla en nadie, sin aparentes predilecciones. No parecía estar buscando, no se le había perdido nada. Parecía estar más bien a punto de levantarse.

Pero quien se levantó fue él.

—Voy al baño —dijo, haciendo atrás la silla.

¿Qué había ido a hacer allí? Se había emborrachado de golpe, en unos pocos segundos, por falta de práctica. O como si una mano invisible le hubiera puesto algo malo en el vaso, una pizca errónea. No podía controlar más los pasos que daba. Sin embargo seguía pensando. Se había equivocado de lugar, era obvio, de vida. De pronto lo único que le preocupaba era no chocar con las sillas ni la gente, no rozarlos siquiera. Quería evitar toda clase de disputa, era pacífico, creía en ciertos valores. Se quedó un tiempo interminable en el centro del bar, buscando a Ivana con los ojos locos, haciendo un esfuerzo tremendo para enfocar la mirada. A ratos alguna pareja de bailadores lo empujaba y un repentino chispazo de lucidez le devolvía la conciencia como un amago de incendio. Se daba cuenta entonces que seguía en medio del salón, rodeado de mesas gritonas y oscuras. Miró al techo, hacia los fluorescentes azules; luego, deslumbrado, se pasó una mano por el rostro. Cuando la retiró, Ivana estaba sentada en el otro lado, haciéndole señas con la mano.

—¿Dónde has estado? —le preguntó, gritando hasta hacerse oír—. ¡Te has tardado mucho!

¿Dónde había estado? En el baño, naturalmente, eso fue lo que dijo.

—¡Pensé que te habías ido! —siguió gritando ella.

Y él había contestado:

—¡No! ¡No me he ido! ¡Aquí estoy! —también con gritos, compitiendo en bienestar y volumen.

Entonces a él se le ocurrió invitarla.

—¡Vente conmigo! ¡Ahora mismo!

Parecía una orden y era la noche, tan ruidosa y poco íntima. Le prometió que en casa tomarían un trago, conversarían. Le habló de un café que le habían traído de Quillabamba, sumamente fragante, una delicia, lo más adecuado para un romance.

Pero ella no le creía, se siguió negando.

—Estás borracho —contestó, oscuramente—. Cualquier otra noche que estés sano y con plata.

No se le ocurría otro argumento para insistir a nuestro hombre, así que pensó en el dinero. ¡Toda mujer tiene un precio! Pero era demasiado tarde, se le había acabado el billete. Fijó la vista en los ojos esquivos de la puta, en su nariz puntiaguda como pico. ¿Se le había acabado el billete? ¿O se lo había robado? Aunque así fuera siguió insistiendo y, pese a los gritos, ella siguió negándose. Era terca, el burdel parecía su hogar. Entonces él rodeó la mesa, cogió a la chica por detrás, del cuello, como a un conejo gritón, y la zarandeó.

Si el hombre hubiera sopesado la nueva situación, habría salido de allí en busca de otro final para esa noche. Y la historia se habría terminado. Por el contrario, se puso a forcejear, a pelear contra dos hombres que querían sujetarlo, no quería que le robaran más. Mas de pronto consiguió soltar un brazo, encontró una mata de pelos y tiró con todas sus fuerzas, que no eran pocas. El grito que se escuchó en la distancia lo hizo pensar en el aullido de un lobo, en una pata metida en una trampa. En el momento siguiente él mismo estaba con el pie en una silla, saltando encima de la mesa endeble que se inclinaba a los lados. Trataba de asustarlos, de mantenerlos a raya con el vaso empuñado en una mano, la cucharilla enhiesta en la otra. Se volvía contra todos, tambaleándose, cuando algo de pronto golpeó su mano brutalmente y el vaso cayó al suelo. Lo que vino después fue una gran confusión que no estaba clara en su memoria. Se había defendido como un héroe, pero la fuerza que lo tiraba hacia abajo era enormemente superior y, finalmente, sin prisa, cayó.

Porque estaba seguro de haber caído en dos etapas, de eso no tenía la menor duda. Primero de rodillas sobre la mesa, luego de cabeza contra el suelo. Se palpó el cuero cabelludo hasta encontrar la hinchazón, leve pero real. Después de eso, nada. Por más que se concentraba no conseguía recordar lo sucedido tras la caída, quién lo había sacado de aquel lugar, cómo había llegado a casa. Era increíble la capacidad de sobrevivencia del ser humano, superior a la de cualquier animal. Simplemente la orden, como una estalactita, crecía dentro del cerebro y eso era todo. Sobrevivía.

—En fin —suspiró—. A otra cosa, mariposa.

Sacó una lata de cerveza del refrigerador y caminó hasta la ventana. Miró la huerta llena de sol. Todavía se sentía ebrio y tembloroso. Pero estaba seguro que la cerveza le iba a caer bien. Le templaría el pulso. Lo animaría a tomar una ducha fría.

Ya había pegado la lata a los labios, soñadoramente, cuando le comenzó a ganar la risa. Primero fue tranquila y sosegada, como el murmullo de los pájaros en los árboles. Luego se le abrió más la boca y comenzó a reírse de verdad, sin más certidumbre que la de estar solo. De haber estado siempre solo. Así que podía permitírselo. Más tarde, cuando llegó la primera carcajada, la lata, resbaladiza, rebelde, se le escapó de la mano.

* Tomado del blog altodelaluna. La imagen de aquí.

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