Por Juan Carlos Gómez
La actividad más importante de Gombrowicz en su vida, y casi única, fue escribir. Sin embargo no fue un escritor prolífico, le costaba trabajo pasar de una obra a otra, le costaba también terminarlas, el final le parecía siempre arbitrario. Esta dificultad para asomar la cabeza con sus escritos lo hacía sufrir, no tenemos que olvidarnos que Gombrowicz era más un hombre de ágora que de claustro.
Cuando empezó a colaborar en “Cultura”, la revista más importante de la emigración polaca publicada en París, con algunos fragmentos de “Transatlántico”, se le dio por escribir unos artículos en forma de diario que le gustaron al redactor: —Este género le va bien, ¿no querría usted continuar?
“Un amigo me había prestado el ‘Diario’ de Gide en francés. Witold se mostraba desdeñoso con respecto a Gide: —Ese francés y sus historias de homosexuales. Como no había leído casi nada de él, hablaba más bien de la idea que se había hecho. Insistí para que leyese el ‘Diario’, y al final fui yo el que no pudo terminar el libro porque Witold no quería separarse de él. Sus comentarios se referían a la significación de diario como género literario. Descubrió un nuevo modo de expresión, un instrumento, y reflexionaba sobre el modo de utilizarlo. Leyó el ‘Diario’ de Gide en la posición de escritor, es así como él leía siempre, como creador, como artista. Esta lectura le despertó la idea de escribir su propio ‘Diario’, tan distinto, sin embargo, al de Gide”.
Este relato del Esperpento pone al descubierto que los inconvenientes que tenía Gombrowicz para cerrar la obra y André Gide dieron nacimiento a sus diarios.
Dos de los reproches más frecuentes que suelen hacerle a Gombrowicz son los de su falta de sinceridad y su histrionismo, cargos que son más bien aplicables a sus diarios que a su obra artística. Sin embargo, hay que decir que los diarios de Gombrowicz tienen una génesis particular. En efecto, los empieza a escribir porque, según lo sentía él, su empleo de bancario le impedía emprender proyectos literarios de mayores alcances. Comienza a publicarlos cuando todavía no había alcanzado la celebridad pero, lamentablemente para Gombrowicz, la gente sólo compra diarios de escritores famosos.
“Posiblemente sea injusto y algo cruel que mi alta vocación haya estado marcada por una falta de ilusiones tan terrible, por una lucidez tan implacable que me persigue todo el tiempo […]”.
“La ira que me acomete cuando pienso en un artista como Gide, ¿no estará relacionada con el hecho de que él, a pesar de todo, era capaz de leerle a alguien un texto suyo sin esa desesperante sospecha de estar aburriendo? También pienso que un poco de conciencia de lo que llamamos la importancia social del artista me hubiera sido más conveniente que esta certeza mía de ser socialmente un cero, un marginal”.
Tuvo que vencer inconvenientes importantes para continuar el desarrollo de este género literario durante diecisiete años (1953-1969), diez en la Argentina y siete en Europa.
“Además yo…, con mi vida… Si se suprimiera del ‘Diario’ de Gide toda la parafernalia de nombres ilustres, imagino que perdería buena parte de sus clientes. Yo me veía en el café Rex con Eisler, a quien conseguía sacar algunas monedas ganándole al ajedrez. Mi vida secreta no poseía la fuerza ni el color que nutren las memorias de los vagabundos auténticos”.
Las cosas cambiaron radicalmente cuando se mudó a Europa, allá empezó a comportarse como un mutante, como esos vegetales que adquieren el tamaño del lugar donde los transplantan. Quizás lo que ocurrió fue que se convirtió en una persona seria, en un adulto, en un inmaduro viejo.
“[…] hoy, por ejemplo, me levanté a las 9 (me levanto temprano) desayuné […] me puse a escribir una nota política (pues la grandeza me obliga a tomar la palabra en asuntos de excepcional importancia)”.
De apuro, también, se tuvo que construir un pasado familiar, un árbol genealógico (dibujado ya lo tenía, lo había desarrollado en sus horas de ocio mientras que fingía que trabajaba en el Banco Polaco), pues la fama lo obligaba a esclarecer su pertenencia a una familia de linaje noble, según lo imaginaba Gombrowicz.
En el Rex nos decía que no podía comprender cómo Gide podía hacer tantas cosas en el mismo día: —Yo apenas tengo tiempo de escribir un par de renglones y comerme un sandwichito.
Sus historias con Gide comenzaron en el año 1928, con su primer viaje a París, cuando se hizo amigo de Jules, un joven de una cultura muy refinada que conocía a Gide y lo visitaba en la casa que tenía en la isla de Cuverville. Treinta y seis años después Gombrowicz vuelve a visitar con su imaginación a André Gide.
“En Royaumont, cerca de París, pasé tres meses. Después huí del otoño, primero a la Messuguier, en las proximidades de Cannes. Alquilé la habitación donde antaño había vivido Gide. Mi senda sigue por fin la huella de los hombres que conozco bien desde hace años, como si los alcanzara físicamente post mortem, y siento en mí una voz que dice: estabas desterrado”.
De Jules no se sabía a qué debía ese honor que le dispensaba Gide, si a su catolicismo, a su talento literario o a su tez melocotón, ya que Gide poseía una naturaleza tan universal como sorprendente. Tenía un gran entusiasmo por los asuntos del espíritu, no faltaba a ninguno de los grandes conciertos ni a ninguna exposición importante.
“Un día fuimos al circo con Jules y las payasadas de dos clowns nos parecieron divertidas: —¿Por qué no traes aquí a Gide para que descanse un poco de sus obras maestras?; —Me gustaría, pero si se pone a llorar…; —¿A llorar? Será de risa; —No. Él siempre llora cuando algo le gusta mucho. Es capaz de deshacerse en lágrimas mirando la mejor comedia precisamente porque es buena y divertida. Me pareció grotesco y comencé a burlarme de Gide, al fin y al cabo no era la primera vez, pero Jules se ofendió”.
En el año 1960 un diario de Berlín Oeste, el “Tagesblatt”, publicó una encuesta internacional a la que respondieron treinticinco grandes maestros de la literatura. Les preguntaron cuáles eran los cinco escritores que más habían influido en ellos. Entre los interrogados estaban Herman Hesse, André Breton, John Dos Passos, Georg Lukácz. Gombrowicz también figuraba en esa lista, aún vivía en Buenos Aires, acababan de traducirlo al alemán y su fama europea crecía semana a semana, en medio de la más ciega indiferencia argentina. Gombrowicz incluyó en el quinteto de los grandes maestros de la literatura a Dostovieski, Nietzsche, Thoman Mann, Alfred Jarry y André Gide.
“André Gide. Los Diarios. Tal vez porque yo también escribo un Diario… y sólo Gide ha emprendido con seriedad la elaboración de este género tan amplio y tan existencial, que habrá de prevalecer, sin duda, sobre el relato contemporáneo”.
A mí me parece que entre Gide y Gombrowicz hay algo más, algo más que pasa por el camino de Sartre: las cuestiones del acto gratuito y de la representación de los sentimientos.
Para Sartre, sea como fuere, siempre hay que elegir, y si no se elige también se elige. Sartre tiene la costumbre de poner ejemplos, es una costumbre que tienen todos los pensadores que comprenden claramente lo que dicen y se sienten seguros aunque simplifiquen la expresión de sus ideas. El hombre es un ser sexuado que puede tener relaciones con seres del otro o del mismo sexo, puede tener hijos o no tenerlos, la elección que haga lo hace responsable y lo compromete con la humanidad entera.
Aunque ningún valor a priori lo determina, su elección no tiene nada que ver con el capricho. Gide teoriza sobre el acto gratuito porque no sabe lo que es una situación, él obra por simple capricho.
Y aquí Gombrowicz se pone de parte de Gide, el acto de elegir es para él una nebulosa de la que no puede surgir ninguna responsabilidad.
Pero la cuestión más importante era la de la representación de los sentimientos, y en esto estaban de acuerdo los tres: Gide, Sartre y Gombrowicz.
Cuando un discípulo le pide consejo a Sartre durante la guerra sobre si tenía que quedarse con la madre o enrolarse en la Resistencia, el filósofo hace una serie de reflexiones.
El hijo puede saber si quiere más a la madre sólo si se queda junto a ella, no lo puede saber antes. No puede determinar el valor de este afecto sino con un acto que lo ratifique y defina. Pero el hijo le pide al afecto que justifique el acto, entonces se encuentra encerrado en un círculo vicioso.
“Gide ha dicho muy bien que un sentimiento que se representa y un sentimiento que se vive son dos cosas casi indiscernibles: decidir que amo a mi madre quedándome junto a ella o representar una comedia que hará que permanezca con mi madre, es casi la misma cosa. Dicho de otro modo, el sentimiento se construye con actos que se realizan; no puedo pues consultarlo para guiarme por él. Lo cual quiere decir que no puedo ni buscar en mí el estado auténtico que me empujará a actuar, ni pedir a una moral los conceptos que me permitirían actuar”.
Quien conozca bien a Gombrowicz sabe que podría haber puesto su firma debajo de estas palabras de Sartre, la idea de la representación de los sentimientos es el centro de gravedad alrededor del cual giran las ideas de Gombrowicz. Gide le dio entonces más que un modelo para escribir los diarios, él también creía que los sentimientos empiezan a existir cuando se representan.
Cuando empezó a colaborar en “Cultura”, la revista más importante de la emigración polaca publicada en París, con algunos fragmentos de “Transatlántico”, se le dio por escribir unos artículos en forma de diario que le gustaron al redactor: —Este género le va bien, ¿no querría usted continuar?
“Un amigo me había prestado el ‘Diario’ de Gide en francés. Witold se mostraba desdeñoso con respecto a Gide: —Ese francés y sus historias de homosexuales. Como no había leído casi nada de él, hablaba más bien de la idea que se había hecho. Insistí para que leyese el ‘Diario’, y al final fui yo el que no pudo terminar el libro porque Witold no quería separarse de él. Sus comentarios se referían a la significación de diario como género literario. Descubrió un nuevo modo de expresión, un instrumento, y reflexionaba sobre el modo de utilizarlo. Leyó el ‘Diario’ de Gide en la posición de escritor, es así como él leía siempre, como creador, como artista. Esta lectura le despertó la idea de escribir su propio ‘Diario’, tan distinto, sin embargo, al de Gide”.
Este relato del Esperpento pone al descubierto que los inconvenientes que tenía Gombrowicz para cerrar la obra y André Gide dieron nacimiento a sus diarios.
Dos de los reproches más frecuentes que suelen hacerle a Gombrowicz son los de su falta de sinceridad y su histrionismo, cargos que son más bien aplicables a sus diarios que a su obra artística. Sin embargo, hay que decir que los diarios de Gombrowicz tienen una génesis particular. En efecto, los empieza a escribir porque, según lo sentía él, su empleo de bancario le impedía emprender proyectos literarios de mayores alcances. Comienza a publicarlos cuando todavía no había alcanzado la celebridad pero, lamentablemente para Gombrowicz, la gente sólo compra diarios de escritores famosos.
“Posiblemente sea injusto y algo cruel que mi alta vocación haya estado marcada por una falta de ilusiones tan terrible, por una lucidez tan implacable que me persigue todo el tiempo […]”.
“La ira que me acomete cuando pienso en un artista como Gide, ¿no estará relacionada con el hecho de que él, a pesar de todo, era capaz de leerle a alguien un texto suyo sin esa desesperante sospecha de estar aburriendo? También pienso que un poco de conciencia de lo que llamamos la importancia social del artista me hubiera sido más conveniente que esta certeza mía de ser socialmente un cero, un marginal”.
Tuvo que vencer inconvenientes importantes para continuar el desarrollo de este género literario durante diecisiete años (1953-1969), diez en la Argentina y siete en Europa.
“Además yo…, con mi vida… Si se suprimiera del ‘Diario’ de Gide toda la parafernalia de nombres ilustres, imagino que perdería buena parte de sus clientes. Yo me veía en el café Rex con Eisler, a quien conseguía sacar algunas monedas ganándole al ajedrez. Mi vida secreta no poseía la fuerza ni el color que nutren las memorias de los vagabundos auténticos”.
Las cosas cambiaron radicalmente cuando se mudó a Europa, allá empezó a comportarse como un mutante, como esos vegetales que adquieren el tamaño del lugar donde los transplantan. Quizás lo que ocurrió fue que se convirtió en una persona seria, en un adulto, en un inmaduro viejo.
“[…] hoy, por ejemplo, me levanté a las 9 (me levanto temprano) desayuné […] me puse a escribir una nota política (pues la grandeza me obliga a tomar la palabra en asuntos de excepcional importancia)”.
De apuro, también, se tuvo que construir un pasado familiar, un árbol genealógico (dibujado ya lo tenía, lo había desarrollado en sus horas de ocio mientras que fingía que trabajaba en el Banco Polaco), pues la fama lo obligaba a esclarecer su pertenencia a una familia de linaje noble, según lo imaginaba Gombrowicz.
En el Rex nos decía que no podía comprender cómo Gide podía hacer tantas cosas en el mismo día: —Yo apenas tengo tiempo de escribir un par de renglones y comerme un sandwichito.
Sus historias con Gide comenzaron en el año 1928, con su primer viaje a París, cuando se hizo amigo de Jules, un joven de una cultura muy refinada que conocía a Gide y lo visitaba en la casa que tenía en la isla de Cuverville. Treinta y seis años después Gombrowicz vuelve a visitar con su imaginación a André Gide.
“En Royaumont, cerca de París, pasé tres meses. Después huí del otoño, primero a la Messuguier, en las proximidades de Cannes. Alquilé la habitación donde antaño había vivido Gide. Mi senda sigue por fin la huella de los hombres que conozco bien desde hace años, como si los alcanzara físicamente post mortem, y siento en mí una voz que dice: estabas desterrado”.
De Jules no se sabía a qué debía ese honor que le dispensaba Gide, si a su catolicismo, a su talento literario o a su tez melocotón, ya que Gide poseía una naturaleza tan universal como sorprendente. Tenía un gran entusiasmo por los asuntos del espíritu, no faltaba a ninguno de los grandes conciertos ni a ninguna exposición importante.
“Un día fuimos al circo con Jules y las payasadas de dos clowns nos parecieron divertidas: —¿Por qué no traes aquí a Gide para que descanse un poco de sus obras maestras?; —Me gustaría, pero si se pone a llorar…; —¿A llorar? Será de risa; —No. Él siempre llora cuando algo le gusta mucho. Es capaz de deshacerse en lágrimas mirando la mejor comedia precisamente porque es buena y divertida. Me pareció grotesco y comencé a burlarme de Gide, al fin y al cabo no era la primera vez, pero Jules se ofendió”.
En el año 1960 un diario de Berlín Oeste, el “Tagesblatt”, publicó una encuesta internacional a la que respondieron treinticinco grandes maestros de la literatura. Les preguntaron cuáles eran los cinco escritores que más habían influido en ellos. Entre los interrogados estaban Herman Hesse, André Breton, John Dos Passos, Georg Lukácz. Gombrowicz también figuraba en esa lista, aún vivía en Buenos Aires, acababan de traducirlo al alemán y su fama europea crecía semana a semana, en medio de la más ciega indiferencia argentina. Gombrowicz incluyó en el quinteto de los grandes maestros de la literatura a Dostovieski, Nietzsche, Thoman Mann, Alfred Jarry y André Gide.
“André Gide. Los Diarios. Tal vez porque yo también escribo un Diario… y sólo Gide ha emprendido con seriedad la elaboración de este género tan amplio y tan existencial, que habrá de prevalecer, sin duda, sobre el relato contemporáneo”.
A mí me parece que entre Gide y Gombrowicz hay algo más, algo más que pasa por el camino de Sartre: las cuestiones del acto gratuito y de la representación de los sentimientos.
Para Sartre, sea como fuere, siempre hay que elegir, y si no se elige también se elige. Sartre tiene la costumbre de poner ejemplos, es una costumbre que tienen todos los pensadores que comprenden claramente lo que dicen y se sienten seguros aunque simplifiquen la expresión de sus ideas. El hombre es un ser sexuado que puede tener relaciones con seres del otro o del mismo sexo, puede tener hijos o no tenerlos, la elección que haga lo hace responsable y lo compromete con la humanidad entera.
Aunque ningún valor a priori lo determina, su elección no tiene nada que ver con el capricho. Gide teoriza sobre el acto gratuito porque no sabe lo que es una situación, él obra por simple capricho.
Y aquí Gombrowicz se pone de parte de Gide, el acto de elegir es para él una nebulosa de la que no puede surgir ninguna responsabilidad.
Pero la cuestión más importante era la de la representación de los sentimientos, y en esto estaban de acuerdo los tres: Gide, Sartre y Gombrowicz.
Cuando un discípulo le pide consejo a Sartre durante la guerra sobre si tenía que quedarse con la madre o enrolarse en la Resistencia, el filósofo hace una serie de reflexiones.
El hijo puede saber si quiere más a la madre sólo si se queda junto a ella, no lo puede saber antes. No puede determinar el valor de este afecto sino con un acto que lo ratifique y defina. Pero el hijo le pide al afecto que justifique el acto, entonces se encuentra encerrado en un círculo vicioso.
“Gide ha dicho muy bien que un sentimiento que se representa y un sentimiento que se vive son dos cosas casi indiscernibles: decidir que amo a mi madre quedándome junto a ella o representar una comedia que hará que permanezca con mi madre, es casi la misma cosa. Dicho de otro modo, el sentimiento se construye con actos que se realizan; no puedo pues consultarlo para guiarme por él. Lo cual quiere decir que no puedo ni buscar en mí el estado auténtico que me empujará a actuar, ni pedir a una moral los conceptos que me permitirían actuar”.
Quien conozca bien a Gombrowicz sabe que podría haber puesto su firma debajo de estas palabras de Sartre, la idea de la representación de los sentimientos es el centro de gravedad alrededor del cual giran las ideas de Gombrowicz. Gide le dio entonces más que un modelo para escribir los diarios, él también creía que los sentimientos empiezan a existir cuando se representan.
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