21.4.10

WITOLD GOMBROWICZ Y PABLO NERUDA


Gombrowicz se veía a sí mismo como un hombre de una naturaleza noble pero también débil, como un rebelde con un reflejo moral simple pero a la vez fuerte. Esta naturaleza lo inclinó a manejarse con una moral granulada para enfrentar a las morales del siglo, el comunismo y el existencialismo, y a la moral milenaria del cristianismo de la que rechazaba sus concepciones erróneas de la igualdad y de la inmortalidad del alma.

En los diarios analiza la posición moral de Camus como uno de los casos de los moralistas en la literatura de posguerra. Así como es cierto que la cantidad de los que sufren le pone límites a la comprensión del dolor, como cumplidamente lo había mostrado en el cuento de los escarabajos, también es cierto que la cantidad de los que hacen sufrir le pone límites al sentimiento de culpa, hecho que Camus escamotea para alcanzar sus propósitos. Separa al hombre de su relación con los demás, necesita realizar esta operación para llevar a buen fin su maniobra con la tragedia.

Los moralistas no confrontan el alma individual con la existencia, sus proposiciones teóricas andan detrás del perfeccionamiento de la conciencia. Pero la cuestión para Gombrowicz es otra, es saber hasta qué punto su conciencia es suya. La conciencia es un producto colectivo, así que con ella no se lo puede tratar al hombre como si fuera un alma autónoma.

La actitud trágica de Camus es diferente a la de Schopenhauer, la del alemán es la consecuencia del desarrollo de un pensamiento que se manifiesta como una expansión de una función vital, la del francés es fría y oculta el hecho de que su infierno es intencionado. Camus renuncia al placer que produce la comprensión del mundo para quedarse a solas con la tragedia, porque en nuestra época el hombre trágico es grande, es profundo y es sabio, pero no es el mundo el que se ha vuelto más trágico, sino el hombre.

Gombrowicz piensa que a la literatura le resulta indispensable una moral, que sin moral no existiría la literatura, que la moral es el sex appeal de la literatura puesto que la inmoralidad es repulsiva y el arte debe ser atrayente. Una de las razones por la que le resulta difícil darle un tratamiento literario a la moral es porque el sentido moral posee un carácter individual y procede de la idea de un alma inmortal, y en el mundo de Gombrowicz el hombre es creado por los otros hombres. Sin embargo, la moralidad en sus obras se manifiesta con mucha intensidad, es más fuerte que Gombrowicz, él no la busca, pero ella lo busca a él y lo gobierna.

La posguerra trajo una ola moralizadora en la literatura a caballo de los comunistas, los existencialistas y los católicos, pero en esta literatura resulta casi imposible separar la moral de las comodidades.

Desgraciadamente, el lujo parece acompañar a esta moralidad también en un sentido concreto. Gracias a este tipo de moralidad Sartre, Camus, Mauriac, Aragon, Neruda… tuvieron una gran influencia en las jóvenes generaciones, fueron premiados con el Nobel y con la Academia, y consiguieron de un sistema capitalista inmoral riquezas, honores y amor.

Con la moral el artista seduce a los demás y embellece a sus obras, es su sex appel, en consecuencia debería tratarla con la mayor delicadeza. El arte explícitamente moralizador era para Gombrowicz un fenómeno irritante. Que el escritor sea moral, pero que hable de otra cosa, que la moral nazca de sí misma al margen de la obra. Se propuso debilitar en sus escritos todas las construcciones de la moral premeditada con el fin de que nuestro reflejo moral espontáneo pudiera manifestarse por sí mismo.

Esta moral del artista se desarrolla con plenitud en la poesía, y es ahí donde apunta especialmente Gombrowicz. La conferencia que dio Gombrowicz en la librería Fray Mocho el 28 de agosto de 1947 fue una reunión tumultuosa, los poetas presentes se empezaron a alterar, reaccionaron con insultos y un viejo poeta le revoleó su bastón. Las palabras que pronunció resultaron tan elocuentes que Nowinski se decidió y lo empleó en el Banco Polaco a fines de ese año en el que hacía su segundo debut su obra más querida: “Ferdydurke”. Gombrowicz dice en “Contra los poetas” algo que muchos años atrás le había manifestado a su profesor de polaco en el liceo y que ya había escrito en “Ferdydurke”. Los versos no le gustaban en absoluto y lo aburrían, una afirmación que Gombrowicz utiliza contra la poesía en verso y no contra la poesía que aparece mezclada con otros elementos más prosaicos, como en los dramas de Shakespeare, en la prosa de Dostoyevski y en una corriente puesta de sol.

El leguaje de los poetas es para Gombrowicz el menos interesante de todos y la manera en que los poetas hablan de sí mismos y de su poesía es ridícula y del peor estilo.

“Contra los poetas” es un ensayo belicoso que le nació a Gombrowicz de la irritación que le habían producido los poetas de Varsovia, su poeticidad convencional lo tenía harto, pero la rabia lo obligó a ventilar todo el problema de escribir versos. A parte de la alteración que se produjo en el público presente y del bastonazo que le quiso pegar el viejo poeta, se desató una batalla tremebunda en la prensa. Gombrowicz no podía esperar que los signos de interrogación que le había puesto a la poesía fueran a ser enriquecidos por los periodistas. Su razonamiento antipoético merecía un análisis bien hecho, no se lo podía despachar en cinco minutos con cuatro garabatos, su idea era nueva y estaba basada en un sentimiento auténtico.

Gombrowicz tenía clavada una espina, especialmente con la poesía de Neruda. Cuando algún joven despistado se le presentaba como admirador de Neruda y de sus “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, Gombrowicz se retorcía en la silla, no podía soportar la presencia del cuerpo viejo y corrompido de Neruda al lado de ese canto al amor.

Aunque no está debidamente registrado ni en sus diarios ni en sus innumerables biografías hay que decir que Gombrowicz se encontró una vez con Neruda en una residencia cordobesa.

En una de las vacaciones que Gombrowicz pasó en la ciudad de Córdoba se alojó en la residencia de un nuevo rico argentino que había llegado al lugar con unas monedas en el bolsillo y que en la actualidad poseía doscientos millones, un Rolls Royce, un yate, un avión y una piscina de tres plantas que se adaptaban a cada nivel del terreno.

“Soporto mal la riqueza, la brutal preponderancia del dinero por lo general me ofende, de modo que interiormente me preparé para mostrarme disgustado y rebelde. Pero resultó que mi rebeldía estaba fuera de lugar”.

Gombrowicz se fue dando cuenta de que en la mesa donde estaba cenando había una especie de sinceridad infantil y una falta total de afectación y arrogancia. El dueño de la casa, a diferencia del tío en “Ferdydurke”, miraba sin temor a los criados, y eso porque aún hoy seguía trabajando duro, probablemente más duro que sus propios sirvientes. No había reticencias entre el magnate y los empleados, la situación era evidente para todos, en la vida unos tienen suerte y otros no la tienen.

“Es cierto que en la Argentina, y quizás en toda América, se da menos importancia al dinero que en Europa. El dinero es más ligero. Es más inocente. Tiene menos pretensiones. Y cambia de manos con facilidad”.

El vecino de mesa, un coronel simpático y conversador, le señala discretamente a un señor corpulento sentado junto a la señora de la casa: —Es Neruda.

Y aquí comienza el desarrollo de un malentendido que tiene un final inesperado, como tantos otros finales inesperados que lo persiguieron durante el cuarto de siglo que vivió en la Argentina.

Neruda era un bardo comunista que tenía mucha suerte, pero el pobre Gombrowicz era un burgués instalado en el capitalismo que vivía apenas mejor que un obrero.

El cantor del proletariado, censor de la explotación del hombre por el hombre, se revolcaba en millones largos gracias precisamente a su melopea revolucionaria recitada a los cuatro vientos.

“No hay mejor cosa que ser un poeta rojo en el podrido Occidente: se goza de una fama universal, también detrás del ‘telón de hierro’, se gana un montón de dinero y encima todos los placeres de ese capitalismo podrido están a mano. Sin hablar de que una situación casi oficial te convierte en una especie de embajador o ministro”.

Cuando se había realmente contrariado con todos estos pensamientos que le habían venido a la cabeza se la acerca la señora de la casa: —Señor Gombrowicz, el señor Neruda es un gran admirador suyo.

Gombrowicz no comprendía nada, ¿cómo ese enemigo suyo podía ser su admirador? El coronel, muy nervioso, le da un codazo: —Es Neruda, pero no el que usted piensa. Es otro Neruda. Éste es del Chaco.

Juró para dentro de sí aprovechar la primera ocasión que se le presentara para vengarse de ese coronel gracioso, mientras tanto salieron a pasear por el campo. Pero, lamentablemente para Gombrowicz, la primera ocasión para hacer una nueva broma se le volvió a presentar al coronel. A la vuelta del paseo se sentaron en el salón, y como las puertas estaban abiertas se metió una serpiente.

“Perdí la conciencia de lo que pasaba conmigo y sólo al cabo de un rato constaté que estaba de pie sobre una frágil mesita de caoba: un milagro de equilibrio, que no sé cómo se produjo”.

Antes de irse a dormir en la maravillosa residencia del magnate Gombrowicz fue víctima de otra broma del coronel.

“El coronel me preguntó si me gustaba que me gastaran bromitas. Le contesté que sí, que un hombre dotado de un sentido del humor como el mío puede deleitarse con cualquier bromita. El coronel se alejó un momento para beber agua, mientras yo pegaba un brinco impresionante, debajo de mi sillón se produjo un estallido ensordecedor. ¡Me había puesto un petardo!”.

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