Entre el jardinero y su reloj de arena*
Por: Carlos Vásconez.
La literatura trasciende la ideología, las fronteras nacionales y las conciencias raciales. Y ello se debe a que la condición existencial del hombre es superior a cualquier teoría o especulación sobre la vida. La literatura es una observación universal que abarca los dilemas de la existencia humana. Si algo lo es, se debe a que viene impuesto del exterior: la política, la sociedad, la ética y las costumbres pretenden recortar la fuerza singular de la escritura. Pero hay buenos motivos para el optimismo. La literatura no solo no tiende a desaparecer sino que avanza con estimulantes conquistas de libertad. Jardín de arena, de Cristóbal Zapata, no solo ha nacido sino que propone una evolución de forma atractiva, pues se nota que descansa más en una sucesión de rebeliones y emancipaciones gracias a las cuales su autor logra las condiciones de una literatura autónoma, pura, liberada del funcionalismo político.
No me he cansado de decir que un escritor no puede hablar como portavoz del pueblo o ser un himno o la voz de una clase social o de un movimiento artístico, porque en todos esos casos la literatura deja de ser literatura para convertirse en un simple instrumento de poder. Lo que digo es que un escritor solo se representa a sí mismo y su voz es obviamente débil, pero es precisamente esa voz personal, su voz de pájaro solitario, la que resulta más auténtica.
Cristóbal Zapata, nombre reconocible en el ámbito cultural nacional, nos entrega esta noche un poemario que tiene la contundencia como para ser llamado así. Jardín de arena, homenaje a la sensualidad y a la estética, es además un claro ejemplo de pasión y de calma, de sencillez y de exuberancia, en otras palabras, es un ejemplo vivo, latente, de lo mestizo y la contraposición de términos. Paradójicamente, en “Jardín de arena”, su autor con paciencia clínica busca su voz, acaso su camino por una antigua tradición de sembríos. El título abarca, con sabiduría, lo habitable y lo inhabitable, lo fecundo y lo infecundo. Recordemos que el primer oficio del hombre fue la jardinería, el cuidado minucioso de los seres inanimados, el mantenimiento de la armonía. La arena, en cambio, es incontable, es una suerte de caos organizado, que también puede ser un laberinto (como en aquel cuento de “Las mil y una noches”) o un palacio para el solitario. Al elaborar y reelaborar estos jardines, parafraseando a José Kóser, prologuista de la obra, el autor simboliza la desintegración de todo lo humano y vuelve fértil al desierto; ergo, corrompe los límites, o acaso los amplía.
Resulta fácil pensar, ahora, en la voz de un hombre solitario llamado Franz Kafka, que admiraba a Strindberg, del que decía: «Esa rabia suya, esas páginas obtenidas a puñetazos». Y pienso esta noche en tantas páginas de Joyce o de Pessoa, obtenidas con los puños y cruzadas por el acero del dolor. El hecho de que Pessoa, Kafka y Joyce —paradigmas perfectos del pájaro cantor— recurriesen al lenguaje no respondía a una voluntad, por parte de ellos, de reformar el mundo, pero, pese a ser conscientes de la insignificancia del individuo, dejaron su voz, pues tal es, en definitiva, el duende del lenguaje. Zapata, cuya sensibilidad se evidencia en cada uno de los versos de este poemario, demuestra que sí, que antes escribir era más fácil que ahora, no existía con tanta fuerza la reflexividad sobre el trabajo propio. «Quizá todo comenzó con Flaubert —dice Sebald—, y la manera como se maltrató él mismo escribiendo. Rousseau y Voltaire, en cambio, se lanzaron alegremente a escribir, a seguir adelante, a mejorar la sociedad, a ilustrar». Al releer Jardín de arena, no siento la menor nostalgia de esos tiempos alegres. Encuentro un placer en seguir adelante sin las alegrías, con el erotismo de Cristóbal, con los ángeles / que hacen maromas en sus cinturas… orladas de arabescos. Me divierte, además, amar a la tristeza, a una nostalgia. Cuando casi todo el mundo habla de tragedia y fracaso final de la literatura, yo me limito a sentarme, con la barriga llena y el corazón destrozado porque no todos los tienen así, e imagino al cantor en su jardín.
Hará cinco años que a Cristóbal, para su desgracia, se le ocurrió amistar conmigo. Y puedo afirmar que conocerlo es atreverse a experimentar una aventura, similar al recorrido de estas bien hilvanadas páginas de “Jardín de arena”. Y este viaje es como un barco o una tumultuosa caravana que se dirige directamente hacia el abismo, pero el viajero (que bien pueden ser el poeta o su lector), lo intuimos en su asco, en su desesperación y en su desprecio, quiere salvarse. Lo que finalmente encuentra, como Ulises, como el tipo que viaja en una camilla y confunde el cielo raso con el abismo, es su propia imagen. Henos ante un libro que propone ese viaje y a su autor, Cristóbal Zapata, nuestro barquero, que nos dice entre otras palabras sin odisea ni epopeya, / puedo también acceder a la Nada.
Como todo poemario digno de ser llamado así, éste nace para refundar el mundo. Es un pájaro en la aurora, el candor de la mañana. A pesar de formar parte de la sombra, la ignora, lo que puede terminar por atraerla. En su museo de cera de personajes, si es que se me permite el término, podemos hallar lo helenístico de igual manera que lo suburbial, el sexo desmedido pero siempre emergente desde el tuétano hasta fastuosos templos de la Nada, como el desierto, el mar y el viaje, que los recorre. El azur del espíritu de este Jardín de arena, permite que se muevan en él Ulises, Dionisio, Jorge Carrera, el Destino. He aquí el juego con el hedonismo: con el fetichismo —lo que es ya otro fetiche—, con el voyeurismo, con las ganas de ser, en palabras del viejo Borges al referirse al bardo de Stratford, todos los demás y nadie; el juego con el tiempo, que es la materia de la cual estamos hechos los hombres; el juego con la voz de la inocencia, que es la voz del derroche.
Esta avezada literatura invoca a Eros, verbigracia:
Venus de Agua Dulce, tu primer acto consiste en desnudarte al borde del estuario y elevar una plegaria a Yemayá. Tras este premeditado ritual ejecutas un paso de danza: te recuestas sobre la arena de la playa y nos descubres la arcana belleza de tu concha primorial: valva, vulva, malva.
La plegaria, la plegaria, la plegaria. En este Jardín de arena se la eleva, se la construye como un ser en cuatro etapas, cada una que remarca un sentido vital, “un camino de cerezos en flor”, una “vereda matinal”, una “melodiosa percusión de la luz”. “Poema de adviento” y “Plegaria del fauno”, dos joyas de la literatura contemporánea; asimismo, dos plegarias.
En una sociedad decadente, donde la ética y la estética no son más que recuerdos ajenos, la sensualidad, es decir la voz, la comunicación entre los cuerpos, el erotismo u homoerotismo, enaltecen las gracias mundanales y les dan sentido. La decadencia, entonces, no se da por la pasión sino más bien por su ausencia.
«¿Regresará Dios cuando su creación esté destruida?», se pregunta Elías Canetti. No lo sé, pero soy tan optimista que creo que habrá escritores para contarlo.
No hay una verdadera esperanza que no haya empezado por ser una esperanza desesperada. Todo escritor, me parece, empieza así el largo recorrido de escribir. Estas páginas, este jardín que está para ser leído, donde podemos vivir sin ser regidos por la arena de un reloj que en conteo regresivo nos anuncia nuestro fin, no ceden al olvido, roedor de todo lo humano y celestial, más bien brindan al paladar el exacto sabor del vino y dan al oído tonos tan dulces como el de una cuerda del violín de Paganini, porque el sexo y los libros no nos llevan a ninguna parte, sin embargo son caminos por los que hay que internarse y perderse para volverse a encontrar o para encontrar algo, para encontrar cualquier cosa: lo nuevo, lo que siempre ha estado allí, el primer arado, el dong de nariz luminosa, la filosofía, el jardín perdido. Qué bueno, y esto es un agradecimiento a tanta plegaria, qué bueno, digo, que existan personas como Cristóbal Zapata que, en medio de estas autopistas finisemanales y entre tantas contabilidades automáticas, nos cuenten sus añoranzas de paraíso perdido y sus intimaciones de libertad contradictoria, los variegados números de la poesía.
No me he cansado de decir que un escritor no puede hablar como portavoz del pueblo o ser un himno o la voz de una clase social o de un movimiento artístico, porque en todos esos casos la literatura deja de ser literatura para convertirse en un simple instrumento de poder. Lo que digo es que un escritor solo se representa a sí mismo y su voz es obviamente débil, pero es precisamente esa voz personal, su voz de pájaro solitario, la que resulta más auténtica.
Cristóbal Zapata, nombre reconocible en el ámbito cultural nacional, nos entrega esta noche un poemario que tiene la contundencia como para ser llamado así. Jardín de arena, homenaje a la sensualidad y a la estética, es además un claro ejemplo de pasión y de calma, de sencillez y de exuberancia, en otras palabras, es un ejemplo vivo, latente, de lo mestizo y la contraposición de términos. Paradójicamente, en “Jardín de arena”, su autor con paciencia clínica busca su voz, acaso su camino por una antigua tradición de sembríos. El título abarca, con sabiduría, lo habitable y lo inhabitable, lo fecundo y lo infecundo. Recordemos que el primer oficio del hombre fue la jardinería, el cuidado minucioso de los seres inanimados, el mantenimiento de la armonía. La arena, en cambio, es incontable, es una suerte de caos organizado, que también puede ser un laberinto (como en aquel cuento de “Las mil y una noches”) o un palacio para el solitario. Al elaborar y reelaborar estos jardines, parafraseando a José Kóser, prologuista de la obra, el autor simboliza la desintegración de todo lo humano y vuelve fértil al desierto; ergo, corrompe los límites, o acaso los amplía.
Resulta fácil pensar, ahora, en la voz de un hombre solitario llamado Franz Kafka, que admiraba a Strindberg, del que decía: «Esa rabia suya, esas páginas obtenidas a puñetazos». Y pienso esta noche en tantas páginas de Joyce o de Pessoa, obtenidas con los puños y cruzadas por el acero del dolor. El hecho de que Pessoa, Kafka y Joyce —paradigmas perfectos del pájaro cantor— recurriesen al lenguaje no respondía a una voluntad, por parte de ellos, de reformar el mundo, pero, pese a ser conscientes de la insignificancia del individuo, dejaron su voz, pues tal es, en definitiva, el duende del lenguaje. Zapata, cuya sensibilidad se evidencia en cada uno de los versos de este poemario, demuestra que sí, que antes escribir era más fácil que ahora, no existía con tanta fuerza la reflexividad sobre el trabajo propio. «Quizá todo comenzó con Flaubert —dice Sebald—, y la manera como se maltrató él mismo escribiendo. Rousseau y Voltaire, en cambio, se lanzaron alegremente a escribir, a seguir adelante, a mejorar la sociedad, a ilustrar». Al releer Jardín de arena, no siento la menor nostalgia de esos tiempos alegres. Encuentro un placer en seguir adelante sin las alegrías, con el erotismo de Cristóbal, con los ángeles / que hacen maromas en sus cinturas… orladas de arabescos. Me divierte, además, amar a la tristeza, a una nostalgia. Cuando casi todo el mundo habla de tragedia y fracaso final de la literatura, yo me limito a sentarme, con la barriga llena y el corazón destrozado porque no todos los tienen así, e imagino al cantor en su jardín.
Hará cinco años que a Cristóbal, para su desgracia, se le ocurrió amistar conmigo. Y puedo afirmar que conocerlo es atreverse a experimentar una aventura, similar al recorrido de estas bien hilvanadas páginas de “Jardín de arena”. Y este viaje es como un barco o una tumultuosa caravana que se dirige directamente hacia el abismo, pero el viajero (que bien pueden ser el poeta o su lector), lo intuimos en su asco, en su desesperación y en su desprecio, quiere salvarse. Lo que finalmente encuentra, como Ulises, como el tipo que viaja en una camilla y confunde el cielo raso con el abismo, es su propia imagen. Henos ante un libro que propone ese viaje y a su autor, Cristóbal Zapata, nuestro barquero, que nos dice entre otras palabras sin odisea ni epopeya, / puedo también acceder a la Nada.
Como todo poemario digno de ser llamado así, éste nace para refundar el mundo. Es un pájaro en la aurora, el candor de la mañana. A pesar de formar parte de la sombra, la ignora, lo que puede terminar por atraerla. En su museo de cera de personajes, si es que se me permite el término, podemos hallar lo helenístico de igual manera que lo suburbial, el sexo desmedido pero siempre emergente desde el tuétano hasta fastuosos templos de la Nada, como el desierto, el mar y el viaje, que los recorre. El azur del espíritu de este Jardín de arena, permite que se muevan en él Ulises, Dionisio, Jorge Carrera, el Destino. He aquí el juego con el hedonismo: con el fetichismo —lo que es ya otro fetiche—, con el voyeurismo, con las ganas de ser, en palabras del viejo Borges al referirse al bardo de Stratford, todos los demás y nadie; el juego con el tiempo, que es la materia de la cual estamos hechos los hombres; el juego con la voz de la inocencia, que es la voz del derroche.
Esta avezada literatura invoca a Eros, verbigracia:
Venus de Agua Dulce, tu primer acto consiste en desnudarte al borde del estuario y elevar una plegaria a Yemayá. Tras este premeditado ritual ejecutas un paso de danza: te recuestas sobre la arena de la playa y nos descubres la arcana belleza de tu concha primorial: valva, vulva, malva.
La plegaria, la plegaria, la plegaria. En este Jardín de arena se la eleva, se la construye como un ser en cuatro etapas, cada una que remarca un sentido vital, “un camino de cerezos en flor”, una “vereda matinal”, una “melodiosa percusión de la luz”. “Poema de adviento” y “Plegaria del fauno”, dos joyas de la literatura contemporánea; asimismo, dos plegarias.
En una sociedad decadente, donde la ética y la estética no son más que recuerdos ajenos, la sensualidad, es decir la voz, la comunicación entre los cuerpos, el erotismo u homoerotismo, enaltecen las gracias mundanales y les dan sentido. La decadencia, entonces, no se da por la pasión sino más bien por su ausencia.
«¿Regresará Dios cuando su creación esté destruida?», se pregunta Elías Canetti. No lo sé, pero soy tan optimista que creo que habrá escritores para contarlo.
No hay una verdadera esperanza que no haya empezado por ser una esperanza desesperada. Todo escritor, me parece, empieza así el largo recorrido de escribir. Estas páginas, este jardín que está para ser leído, donde podemos vivir sin ser regidos por la arena de un reloj que en conteo regresivo nos anuncia nuestro fin, no ceden al olvido, roedor de todo lo humano y celestial, más bien brindan al paladar el exacto sabor del vino y dan al oído tonos tan dulces como el de una cuerda del violín de Paganini, porque el sexo y los libros no nos llevan a ninguna parte, sin embargo son caminos por los que hay que internarse y perderse para volverse a encontrar o para encontrar algo, para encontrar cualquier cosa: lo nuevo, lo que siempre ha estado allí, el primer arado, el dong de nariz luminosa, la filosofía, el jardín perdido. Qué bueno, y esto es un agradecimiento a tanta plegaria, qué bueno, digo, que existan personas como Cristóbal Zapata que, en medio de estas autopistas finisemanales y entre tantas contabilidades automáticas, nos cuenten sus añoranzas de paraíso perdido y sus intimaciones de libertad contradictoria, los variegados números de la poesía.
Cuenca, jueves 11 de febrero de 2010.
* Texto leído el pasado jueves 11 de febrero en la presentación de Jardín de Arena de Cristóbal Zapata en la ciudad de Cuenca - Ecuador. Acompañaron, además del público asistente, el autor y Vásconez, José Córdova y los amigos Alexis Naranjo, Roy Sigüenza, Patricio Palomeque, Galo Torres, Silvia Ortíz y Eugenia Washima.
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