Los estados del yo ante la experiencia del efecto
Por Eduardo Espina
La poesía destaca su extrañeza ocupándose de la parte intacta de la inexistencia. Ante un acopio de circunstancias con valor agregado que no sabe si atribuírselas a la memoria, a la razón, o a los sentimientos, su palabra prefiere prescindir de cualquier afán de objetividad. Llega incluso más lejos: se encripta en una superficie textual demasiado abierta como para poder quedar definida al primer descuido. En ese desenlace, el pensamiento aprende a defenderse de todo, principalmente de la necesidad de encontrar respuestas a lo que todavía no ha preguntado. De igual manera que en su libro anterior, Demonia Factory (2008), Ernesto Carrión recurre en Los diarios sumergidos de Calibán (Libro I) a una escritura tal, expansiva, con la que interroga esa franja del habla desinteresada por mantener la continuidad lógica-lineal, y para articular en cambio una continuidad alternativa, llamémosla así, establecida en todo aquello que no ocurrirá enseguida en ese cúmulo de ideas al borde de la disolución, donde la palabra parece estar dando su testimonio secreto más allá del cual nada puede ser explicado.
Dejando a un lado la albañilería emocional, la palabra erige por contraste su fábrica de trazas en todo lo que le falta para conjeturar un propósito. Actúa a partir de lo que desconoce, mejor dicho, va hacia el desconocimiento señalado, replegándose en sus intentos de aproximación, en la desconfianza que tiene ante todo aquello que va descubriendo; no pierde la oportunidad de hacerlo. Algo de eso hay. Como todo pensamiento llevado a un descampado de ideas a partir del cual debe empezar a mirar de nuevo, la poesía de Carrión está al servicio de un núcleo caleidoscópico donde las palabras dejan de estar presentes en lo que dicen. Al poner a prueba la algarabía de su peculiar impulso, la escritura vigila para que nada complaciente sea premiado por la expresión. La disrupción desde el vamos de cualquier amague de lo obvio es cortada de raíz, para no dar la impresión de que eso puede llegar a suceder.
En ese hueco del habla tan propicio a recuperar para la poesía lo inaudito, la única opción es seguir diciendo hasta llenar el vacío o recurrir al silencio para vaciar más al vacío. Estableciendo su despliegue en una yuxtaposición multiplicada de datos, la mente rehúsa el protagonismo de lo lingüístico concreto. La ansiedad del ritmo viene acompañada de formas acústicas sacadas de aquello mismo que no describen inmediatamente. La premisa de estar presente sin hacer pública ninguna historia le otorga al habla poética una musicalidad que progresa en los tonos de una gramática cuyas únicas reglas habrá que encontrarlas en una conversación interior a la cual no resulta fácil llegar.
Esta lírica trabaja a favor de palabras con las cuales no se acostumbra hablar. Su cedazo es la sintaxis, prólogo inicial del derrape del pensamiento cuando apenas puede recordar lo que estuvo pensando (y no es olvido la causa de fondo sino sobresaturación de ideas, de objetos del no-raciocinio dispuestos a dejarse pensar). Esta estrategia de inscripción y borramiento simultáneos atenúa la entelequia insinuando hacer su aparición en cualquier momento. Paradójicamente, la inminencia de ese algo se vislumbra mejor cuando está a punto de desaparecer y lo incomprensible de la actividad del pensamiento deviene escritura tras haber quedado incumplida su actividad. La modulación de la voz es la narrativa de un registro performático. ¿Cuándo acaba, cuándo termina?
Nada precipita la puntuación —que aportaría la respuesta, ese indicio casi final— pues el movimiento en la sintaxis atrae a lo indescriptible. La fe en las etimologías obliga a un constante revisar del uso de las palabras, como si cada una quisiera ser lo más pronto posible una versión diferente de sí misma. Con sus fragmentos aislados, el lenguaje enfatiza un desvío cada vez más diferenciado, desparramando estados de poética durante los incidentes de su periplo, mediante los cuales establece alteraciones prosódicas en el sistema. La inestabilidad de los imprecisos límites del significado, actuando en oposición a la continuidad lineal en ciernes, exagera su incompletitud para destacar que está allí “en lugar de”, como si la voz personificara a alguien y cada fragmento replicara una diferencia anterior con la cual no puede ponerse de acuerdo.
Dejando a un lado la albañilería emocional, la palabra erige por contraste su fábrica de trazas en todo lo que le falta para conjeturar un propósito. Actúa a partir de lo que desconoce, mejor dicho, va hacia el desconocimiento señalado, replegándose en sus intentos de aproximación, en la desconfianza que tiene ante todo aquello que va descubriendo; no pierde la oportunidad de hacerlo. Algo de eso hay. Como todo pensamiento llevado a un descampado de ideas a partir del cual debe empezar a mirar de nuevo, la poesía de Carrión está al servicio de un núcleo caleidoscópico donde las palabras dejan de estar presentes en lo que dicen. Al poner a prueba la algarabía de su peculiar impulso, la escritura vigila para que nada complaciente sea premiado por la expresión. La disrupción desde el vamos de cualquier amague de lo obvio es cortada de raíz, para no dar la impresión de que eso puede llegar a suceder.
En ese hueco del habla tan propicio a recuperar para la poesía lo inaudito, la única opción es seguir diciendo hasta llenar el vacío o recurrir al silencio para vaciar más al vacío. Estableciendo su despliegue en una yuxtaposición multiplicada de datos, la mente rehúsa el protagonismo de lo lingüístico concreto. La ansiedad del ritmo viene acompañada de formas acústicas sacadas de aquello mismo que no describen inmediatamente. La premisa de estar presente sin hacer pública ninguna historia le otorga al habla poética una musicalidad que progresa en los tonos de una gramática cuyas únicas reglas habrá que encontrarlas en una conversación interior a la cual no resulta fácil llegar.
Esta lírica trabaja a favor de palabras con las cuales no se acostumbra hablar. Su cedazo es la sintaxis, prólogo inicial del derrape del pensamiento cuando apenas puede recordar lo que estuvo pensando (y no es olvido la causa de fondo sino sobresaturación de ideas, de objetos del no-raciocinio dispuestos a dejarse pensar). Esta estrategia de inscripción y borramiento simultáneos atenúa la entelequia insinuando hacer su aparición en cualquier momento. Paradójicamente, la inminencia de ese algo se vislumbra mejor cuando está a punto de desaparecer y lo incomprensible de la actividad del pensamiento deviene escritura tras haber quedado incumplida su actividad. La modulación de la voz es la narrativa de un registro performático. ¿Cuándo acaba, cuándo termina?
Nada precipita la puntuación —que aportaría la respuesta, ese indicio casi final— pues el movimiento en la sintaxis atrae a lo indescriptible. La fe en las etimologías obliga a un constante revisar del uso de las palabras, como si cada una quisiera ser lo más pronto posible una versión diferente de sí misma. Con sus fragmentos aislados, el lenguaje enfatiza un desvío cada vez más diferenciado, desparramando estados de poética durante los incidentes de su periplo, mediante los cuales establece alteraciones prosódicas en el sistema. La inestabilidad de los imprecisos límites del significado, actuando en oposición a la continuidad lineal en ciernes, exagera su incompletitud para destacar que está allí “en lugar de”, como si la voz personificara a alguien y cada fragmento replicara una diferencia anterior con la cual no puede ponerse de acuerdo.
Entre las palabras no hay nada que pueda estar todo el tiempo. El contenido apropiado proviene de un esfuerzo conjunto de acotada atemporalidad entre la sinécdoque y la metonimia que viene a confrontarse con las reglas anteriores respecto a los cambios a introducir en la escritura, la cual evita las anafóricas servidumbres de la prosodia. La colaboración constante de la sinécdoque con la metonimia redimensiona la resonancia en direcciones diferentes, dando la imagen de que el poema es un ventrílocuo con muchas voces dentro, el cual desdeña cualquier implicancia funcional con las circunstancias inmediatas aludidas por las palabras.
Debido a que percepciones rivales coinciden inexactamente en una lógica proposicional arrasada por la actividad de las palabras (una actividad, por cierto, tautológica), la ecuanimidad del raciocinio, si la hubo en algún momento, dura poco: hasta el momento en que el lenguaje, desdoblándose, suelta amarras, rompiendo las relaciones con su función, invirtiéndolas. En el prefacio de El retrato de Dorian Gray (1890), Oscar Wilde afirma: “Los que buscan bajo la superficie, lo hacen a su propio riesgo”. La poesía de Ernesto Carrión asume su “propio riesgo” al desplazar el lenguaje hacia territorios ya no controlados por motivos temáticos. La curiosidad irrestricta del lenguaje, tras constatar que ha llegado a un lugar donde no había estado antes, pone lo impropio al alcance de su expresión. La palabra raspa situaciones, tiene corazonadas indispensables que mantienen vigente su obstinación auto-referencial, vilipendiando pensamientos que pretendan obligarla a actuar de otra forma.
De allí que el poema sea un santuario de muchos “por qué” y “cómo” que permanecen sin responder. El lenguaje pasa por los problemas que le salen al paso articulando un criterio operativo para hacer valer lo extraño. Puesto que representar lo animado puede ser difícil hasta de oír, la poesía pone a prueba la comunicación secreta de las palabras cuando sin metro legitiman una música animada, porque en la lírica de Carrión el ritmo crea el sentido, deja escuchar aquello que no tiene nombre, pero que es parte de algo a ser denominado, de una representación condensada que se está formando sin saber cuál ha de ser su destino. El lenguaje llego demasiado temprano y no sabe qué más puede hacer con sus palabras, mejor dicho, lo sabe muy bien y por eso interpela todo lo que se le presenta para ser representado, incluso aquello que ha llegado sin habla pero con la forma de vértigo y acopio ante el desconcierto de la razón.
La poesía de Ernesto Carrión, en tanto estado de desciframiento de un porvenir inaudito en la red lingüística que la constituye, cobija un ccuestionamiento del yo emocional, del signo literario como tramo a instancias de la experiencia. La aspiración a una singularidad subjetiva absoluta, con su propio sistema de disimilitud, incluye, aunque no siempre, la neutralización de la desemejanza. Recupera lo que pensábamos no existía y al articular su plan fuera de las reglas de juego los límites del universo se adaptan a los borrosos límites del lenguaje, que son en cierta manera los límites naturales de la sensibilidad, no la del yo poético, sino la del lenguaje mirándose en el espejo de lo indecible.
Con esta consigna, la poesía de Carrión instaura un espacio engañoso que permite ver a través del habla, expandiéndose hasta más no poder. Sin embargo, esa mirada elástica, proclive al non-stop, impide ver todo de un saque ya que vive de retacear los esfuerzos de la visualidad. Es un espacio reservado para la desmaterialización del mundo una vez que el lenguaje ha pasado por allí. Adyacente a la experiencia poética neobarroca, la de Carrión también se instituye como muro sonoro de renovación contra la poesía de la experiencia que vino a reemplazar la proclama política (tan propia de gran parte de la lírica de los años sesenta) por un insoportable confesionalismo emocional que no es sino más de lo mismo, anecdotismo y yo lírico exhibiendo un descarado intimismo. Aquí eso no tiene cabida.
La lírica de Carrión restaura premisas que no habían sido tenidas en cuenta. Su embate de totalidad intencionalmente incompleta va a la inversa, a la caza de aquellas huellas que la hicieron como tal. La escritura construye su aposento de dicción en las escisiones, donde el tramo a recorrer entre una fisura y otra exige una lentitud aplicable a todo el trayecto. La palabra erige su poderío en base a discursos que se conectan con un espectáculo incluido entre líneas, obligando a la escritura a no detenerse hasta que deje de pasar algo en la promesa permanente de sentido.
Las palabras viajan de un lado a otro llevando con ellas los significados dispersos que han venido para estar en discordancia, para establecer la frontera de su dicción en lo remoto del pensamiento, en todo aquello que no puede ser considerado un detalle menor, y de ahí la idea de desplazamiento, de viaje sin itinerario poniendo a prueba la movilidad de su destino. En medio de esa trama epistemológica incauta (hay una modificación de la cual derivan definiciones inexistentes), la experiencia da lugar al procedimiento, y lo transcribe hasta tenerlo demasiado encima, con todas sus resonancias a cuestas. No en vano, el temperamento del tono administra todo lo que ocurre cerca apartado del significado, esto es, lejos de los significados que pueda ofrecer el mundo empírico, para expandirse en el interior de una música que no sabe cómo ha llegado hasta ahí, la cual ha pasado a depender de los efectos que retarda. Por consiguiente, esta escritura del ritardando privilegia ritmos homónimos que no pierden la oportunidad que le dan, administrando su estampida hasta donde pueda durar.
La palabra saca de quicio al raciocinio. Desde una contundencia por traducir, acelera su lentitud extremándola. Al ralentizar las emociones, que son únicamente las del pensamiento, pone los pelos de punta, y una vez más dificulta el camino de la interpretación: no contribuye a definir nada. El poema es el campo de una insinuación modificada a la cual se llega como propósito intencionalmente equivocado. La desemejanza, en este contexto, se anima a ser incompatible con todo, haciendo oficial su tono en cuanto no dice, en todo cuanto mejor deja para después, librándose de su desenlace, haciéndolo añicos en el lenguaje, situándolo en su mejor desacuerdo, obligándolo a hacer strip tease ante la promesa fallida de significado. La poesía es, por fin, un dato irradiando una complejidad que no ha quedado evidente en ninguno de sus momentos.
Los acontecimientos no son el tema principal de esta poesía, sino la manera en que pueden ser anticipados, lo cual resalta otra paradoja, pues el poema establece un tiempo actual que no es presente completo ni vigente a rajatabla, sino que en verdad es el presente de la mente eligiendo un momento transitivo donde cabe incluir la representación, mejor dicho, el acto previo a la representación. Igual que el cantor de Martín Fierro pidiendo atención a su audiencia porque algo va a ser contado, aquí el lenguaje pide atención porque promete explicar lo que está haciendo ahí, atravesado en el introito de un tono, de un ritmo, de una melodía vampirizada que pide paso y se lo dan. Sin admisión de reconocimiento ni de presencia gratificada que cuenta pero cada vez menos, la escritura hace parte suya la concepción de David Hume respecto a las percepciones sucesivas surgidas a partir del momento en que la causalidad se pone de acuerdo con el azar: “El espíritu es una especie de teatro donde aparecen sucesivamente varias percepciones, donde pasan, vuelven a pasar, se deslizan y se mezclan en una infinita variedad de posturas y situaciones. No se da en realidad ninguna simplicidad en un momento dado, ni identidad en otros diferentes, cualquiera que sea nuestra propensión natural a imaginar dicha simplicidad e identidad. Sólo las percepciones sucesivas constituyen el espíritu, y tampoco tenemos una noción clara del lugar donde se representan las escenas o de qué material están compuestas”.
Parte como son de una lingüística cuya intimidad premeditada destaca la intermitencia del instante absoluto, los paradigmas de la práctica retórica no acontecen en un vacío sino dentro de un núcleo asimilatorio de formas condescendientes. El lenguaje prolonga un anhelo de soberanía, de resistencia al tránsito y al desgaste temporal, agazapándose en una eficacia interior solventada por la densidad espacial y la autodefinición sintáctica, sobre todo esto: la monumentalidad del tiempo sintáctico, en donde el lenguaje deambula por la periferia del mundo empírico experimentado una especie de sonambulismo intencional. La labia sintáctica que tan bien ejercita esta lírica, previene de los presentimientos del significado poniendo de relieve objetos ilocalizables que acontecen en un coto privado que la imaginación puso a disposición de una muy especial manera de mirar, pues de esa disciplina de acción dependen las palabras para confirmar su parcialismo.
El corolario no podría ser más óptimo. La música inmoderada de las palabras emerge ilesa en la topografía sentimental de lo inexplicable. Allí ensaya una canción indebida para seguir buscando el porvenir que ya halló, el intersticio puesto en orden donde convergen lo indecible y los límites de la indecibilidad. La poesía, vaya logro, ha encontrado su residencia en la zona menos fácil del pensamiento, en eso que no puede justificarse pero que igual tiene existencia, y una música vigente “sólo” por ahora.
Esta escritura, tal cual las páginas siguientes permitirán constatarlo, desempeña una actividad atemporalizante. Es un mantra corrosivo. Disuelve aquello que nunca llegará a expresar completamente, eso que apenas balbucea poniéndolo a prueba. Su intermediación queda al servicio de “algo” aconteciendo en una zona inhabitada del tiempo y del espacio y que, sin embargo, representa por contrapartida la actualidad in situ del habla que no ha sido dañada por la posibilidad de estar simultáneamente en otra parte del poema. Para dejar en claro que a su discurrir sin nomenclatura lo motiva una anónima novedad, la poesía de Ernesto Carrión rescata evidencias inexistentes, datos de la percepción que no se han rendido a ningún conocimiento previo. Dispuesta a rastrear con perspectivas remotas las intenciones vacilantes de la mente, el estilo de representación que asume localiza ideas apartadas del conocimiento, pues recién después de haber sido escritas, y sólo recién después, comenzarán a ser pensadas.
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