Por Leonardo Tariteno
Durante mis años de vida en Barcelona (1992-1995) tuve la suerte de conocer al gran poeta peruano Vladimir Herrera, a quien llegué por intermedio de Enrique Vila-Matas. Vladimir fue compadre de Osvaldo Lamborghini, creó y dirigió la revista Trafalgar Square y es autor, entre otros libros, del inolvidable Poemas incorregibles (Tusquets). Por alguna razón yo le caí simpático y nos hicimos amigos; tanto, que en un momento me dio cobijo en su casa, donde viví los últimos meses antes de tomarme el avión de regreso a Buenos Aires. Una vez en Argentina, a Vladimir le perdí la pista hasta que un día de 2002 aparecí en el aeropuerto de Lima por razones de trabajo. Contra todo pronóstico, mientras yo salía de la aduana con mis maletas y mochilas, vi a Vladimir entre la multitud que esperaba a los recién llegados. El estaba allí para darle la bienvenida a Montse, una de sus mujeres, pero todo parecía indicar que, “azar” mediante, también había llegado para recibirme a mí. Ninguno de los dos se pronunció ante el tipo de “casualidad” que el Don Juan de Carlos Castaneda llama “acuerdos”; el reencuentro no pactado nos pareció de lo más normal y enseguida aprovechamos para alojarnos juntos, con Montse y los niños, en el hotel Mamá Panchita. A los pocos días yo dejé el hotel, me fui por ahí a hacer mis cosas y volví a perder la pista de Vladimir. Hasta que hace unos meses recibí un comentario suyo, posteado en este blog.
La alegría que me produjo ese nuevo reencuentro no pactado fue suficiente para organizar un viaje al Cusco, donde él vive desde hace poco más de diez años. Y hacia allí fui en las últimas semanas, en unas vacaciones que incluyeron un raudo paso de ida y vuelta por La Paz, en Bolivia. De La Paz puedo decir que la ciudad me pareció bonita y agobiante, definitivamente luminosa gracias a esa belleza triste tan presente en ciertas urbes latinoamericanas. En el Cusco me sorprendió la convivencia del pasado mágico con el presente neohippie, y una mañana aproveché para escaparme al increíble (e inenarrable) Machu Picchu. Y entre una y otra experiencia me encontré en pleno viaje por la amistad con Vladimir, quien me llevó a su hacienda en Urcos, a las ruinas de Tipón y Sacsayhuaman, a la temible discoteca Las Vegas y a un bar en cuya barra Charlton Heston enamoró a Yma Sumac. En todos esos días yo anduve con un soroche abismal, afectadísimo por los más de 3 mil metros a nivel del mar de Bolivia y Perú. A Vladimir no le parecía raro que la altura me hubiera recibido con un abrazo demasiado fuerte para mí; lo que le extrañaba es que yo le hubiera contagiado el soroche, por cierto un mal en absoluto contagioso. “Esto siempre me pasa con los amigos, y no sé por qué” decía, resignado ante el que quizás era otro “acuerdo” que ninguno podía prever. A mí me encantó descubrir que, aún cuando sólo fuera por la taquicardia, el cansancio y el mareo, podíamos estar hermanados; tendría que haberme dado cuenta de eso veinte años antes, cuando lo conocí, pero nunca es tarde en cuestiones de amistad. Los amigos me dan orgullo porque me hacen sentir que estoy a la altura de su risa. Según un poeta que encontramos en un bar muy cerca de la Plaza de Armas del Cusco, el soroche ataca para quitarte algo no del todo bueno que traes dentro de ti. Ahora, ya curado, no sé si lo que terminó de limpiarme fue el soroche, la risa o la amistad.
*Tomado del blog Guyazi.
La alegría que me produjo ese nuevo reencuentro no pactado fue suficiente para organizar un viaje al Cusco, donde él vive desde hace poco más de diez años. Y hacia allí fui en las últimas semanas, en unas vacaciones que incluyeron un raudo paso de ida y vuelta por La Paz, en Bolivia. De La Paz puedo decir que la ciudad me pareció bonita y agobiante, definitivamente luminosa gracias a esa belleza triste tan presente en ciertas urbes latinoamericanas. En el Cusco me sorprendió la convivencia del pasado mágico con el presente neohippie, y una mañana aproveché para escaparme al increíble (e inenarrable) Machu Picchu. Y entre una y otra experiencia me encontré en pleno viaje por la amistad con Vladimir, quien me llevó a su hacienda en Urcos, a las ruinas de Tipón y Sacsayhuaman, a la temible discoteca Las Vegas y a un bar en cuya barra Charlton Heston enamoró a Yma Sumac. En todos esos días yo anduve con un soroche abismal, afectadísimo por los más de 3 mil metros a nivel del mar de Bolivia y Perú. A Vladimir no le parecía raro que la altura me hubiera recibido con un abrazo demasiado fuerte para mí; lo que le extrañaba es que yo le hubiera contagiado el soroche, por cierto un mal en absoluto contagioso. “Esto siempre me pasa con los amigos, y no sé por qué” decía, resignado ante el que quizás era otro “acuerdo” que ninguno podía prever. A mí me encantó descubrir que, aún cuando sólo fuera por la taquicardia, el cansancio y el mareo, podíamos estar hermanados; tendría que haberme dado cuenta de eso veinte años antes, cuando lo conocí, pero nunca es tarde en cuestiones de amistad. Los amigos me dan orgullo porque me hacen sentir que estoy a la altura de su risa. Según un poeta que encontramos en un bar muy cerca de la Plaza de Armas del Cusco, el soroche ataca para quitarte algo no del todo bueno que traes dentro de ti. Ahora, ya curado, no sé si lo que terminó de limpiarme fue el soroche, la risa o la amistad.
*Tomado del blog Guyazi.
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