5.2.12

CUANDO ME FUI, NO ME ALEJÉ: ALADINO VIVE EN AREQUIPA


Por Orlando Mazeyra Guillén

El narrador Oswaldo Reynoso Díaz (Arequipa, 1931) es, sin ápice de duda, uno de los clásicos peruanos contemporáneos. Si bien es cierto que, siendo muy joven, emigró a Lima y posteriormente a países como Venezuela y China; el grueso de su obra está ambientado en la capital del Perú, desde aquel notable debut literario con Los Inocentes (1961). Es por este destierro libremente elegido que, en el ámbito local, muchos críticos se muestran reticentes a incluirlo dentro del conjunto de los imprescindibles narradores arequipeños a secas; es decir, de aquellos que, habiendo o no nacido en Arequipa, han encuadrado su obra en la Ciudad Blanca (o, en todo caso, en la región Arequipa).

Veremos que, en el caso del autor de En octubre no hay milagros, nos encontramos ante un artista cuya segunda parte de su fecunda obra —a partir de su retorno al Perú en los inicios de los años noventa— está impregnada de rutilantes evocaciones que refieren a su infancia en Arequipa (vivió en el tradicional barrio de San Lázaro y participó en la revolución de 1950) y, cómo no, a sus fáusticos veranos en el puerto bravo de Mollendo (punto de quiebre en su vida). Haremos especial énfasis en su novela breve En busca de Aladino (1993), hermoso trabajo en donde, con su extraordinario halo poético, intenta volver, en sus propias palabras, a lo que debió de ser la maravilla de su adolescencia en Arequipa, que no es (no fue) otra cosa que la limpia moral de la piel, a contrapelo de una ciudad conservadora que atentaba contra su espíritu tan sensible como libérrimo.


EL ESCAPE DE LA REPRESIÓN EN BUSCA DE UNA FELICIDAD LLAMADA ALADINO

Reynoso confesó en una entrevista que, cuando era adolescente, le urgía escapar de una sociedad tan pacata como la arequipeña. No obstante, y parafraseando a Fito Páez, luego de leer sus tres últimas entregas literarias: Los eunucos inmortales (1995), El goce de la piel (2005) o Las tres estaciones (2006), podría decirse que, cuando se fue, no se alejó: «Realmente, yo de todas maneras quería salir de Arequipa, porque era un lugar demasiado tradicional, machista, represor. Al homosexual se le miraba como a una lacra, como a una persona enferma y, al mismo tiempo, significaba una vergüenza y una carga para la familia. Había algunos homosexuales muy conocidos, que en cierta forma se habían impuesto, porque trabajaban en la Corte y algunos eran profesores universitarios. Pero tenían una vida muy dolorosa. Eran la mofa de la ciudad. El Colegio de La Independencia Americana, cuando celebraba un aniversario, organizaba un desfile de carros alegóricos y representaban a la Corte de Justicia como un nido de maricones. Por otro lado, había una gran represión religiosa. Lima, en ese entonces, se presentaba como una ciudad un poco más abierta, sin tanta opresión, lo que no quiere decir que no la hubiera»[1].


DESIERTO, MAR Y SEXO: ALADINO RONDABA POR AREQUIPA

Luego de una larga estadía en la China pos-maoísta, vuelve al Perú y escribe una nouvelle titulada En busca de Aladino, donde el autor narra su tentativa quimérica de encontrar al mítico personaje de Sheherezada (¿o encontrarse a sí mismo, reinventarse, valiéndose de un personaje ficticio?).

Y, a través de las páginas del libro que traemos a colación, descubrimos que nada educa mejor que la frontera y la distancia. Así, el narrador sucumbe ante la añoranza y se pone cara a cara con sus mejores años —la educación sentimental— en su patria chica: «Ahora, cuando en Beijing escribo este relato después de diez años del viaje a Xinjiang, encuentro en mi libreta de apuntes lo siguiente: “Siempre tuve miedo al desierto y al mar. Desierto, mar y sexo: iguales”. Y es posible que al llegar a Turfán haya sentido el estremecimiento de mi infancia en la campiña de Arequipa: calor seco, verdes campos de cultivo reptando por laderas pedregosas hasta la falda de los volcanes cubiertos de nieve»[2]. La irresistible presencia de Malte, en medio de la arena y el mar mollendino, en las páginas posteriores, pone en relieve ese homo-erotismo tan frecuente en la obra reynosiana: «Das la vuelta y me miras: en tu rostro descubro la inmovilidad completa del tao y el pecado no existe: sólo la límpida moral de la piel y en las playas de Mollendo donde por primera vez vi el mar yo tenía catorce años y era casto por miedo al infierno inculcado en oscuras y abovedadas iglesias de sillar donde ardían grandes cirios como avisos luminosos anunciando los tormentos de Satanás y con el brazo extendido la renuncia a los pecados de la carne y antes la muerte que el sexo como mártires cristianos y ahí en la playa con Malte y otros amigos en la noche marina jugando a tumbarse unos a otros sobre la arena y luego conturbados Malte grita: Ahora, a corrérsela»[3].


EL ATEO SEXUAL COMO PERTURBADOR SOCIAL

El mérito de Reynoso va más allá del mero recuerdo de ambientes (el mar, iglesias, playas, campiña mistiana, plazas, etcétera) o momentos trascendentales en la historia arequipeña, pues cumple la atingencia de Mario Vargas Llosa: ser el eterno aguafiestas. No se trata, desde luego, de una mera especulación el estimar que, de haberse afincado en Arequipa, sería, incluso hoy en día, un réprobo.

Luego de su merecida consagración (en los años sesenta llegaron a acusar a su novela En octubre no hay milagros de hediondez pornográfica; hoy es un libro que se considera imprescindible dentro del Plan Lector Nacional), nos conviene acogerlo, comprenderlo en su real dimensión —una estética que funde la calle, la taberna, quizá hasta el hampa, con la poesía— y abrazarlo a través de una lectura ávida y libre de prejuicios: «Las mismas sociedades que exiliaron y rechazaron al escritor, pueden pensar ahora que conviene asimilarlo, integrarlo, conferirle una especie de estatuto oficial. Es preciso, por eso, recordar a nuestras sociedades lo que les espera. Advertirles que la literatura es fuego, que ella significa inconformismo y rebelión, que la razón del ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica. Explicarles que no hay término medio: que la sociedad suprime para siempre esa facultad humana que es la creación artística y elimina de una vez por todas a ese perturbador social que es el escritor o admite la literatura en su seno y en ese caso no tiene más remedio que aceptar un perpetuo torrente de agresiones, de ironías, de sátiras, que irán de lo adjetivo a lo esencial, de lo pasajero a lo permanente, del vértice a la base de la pirámide social. Las cosas son así y no hay escapatoria: el escritor ha sido, es y seguirá siendo un descontento»[4]. Oswaldo Reynoso es un escéptico de la fe cristiana, pero un firme prosélito de la moral corporal. Dejó de creer en Dios a partir de su descubrimiento del sexo. Ese momento, diáfano y esplendente, lo hizo un deicida más; un artista comprometido que, en palabras del crítico Gustavo Faverón, es «un autor que parece haber asumido la responsabilidad de recibir él los golpes, estrellarse con las vallas y experimentar los deslices para que otros vengan detrás y encuentren el camino más o menos desbrozado»[5]. Estamos, en conclusión, ante un estilista de la palabra que no sólo nació y vivió dos décadas en Arequipa, sino que asume su misión de perturbador social, de contestatario por antonomasia: un narrador arequipeño cabal cuya obra es el resultado de una Arequipa que lo atribuló, pero, a su vez —extraña paradoja—, azuzó su desencuentro con el mundo, para regalarnos novelas memorables: «Siempre me he considerado un ateo sexual, porque dejé de creer en Dios después de mi primera masturbación frente al mar. Esta experiencia de inicios de mi adolescencia la he narrado en varias formas en los relatos que he escrito en los últimos años. Mi primaria la hice en un colegio de Hermanos Cristianos de La Salle (…) Recuerdo que había un Hermano que nos hablaba mañana y tarde de los horrores del infierno. Nos hacía poner la mano sobre la llama de una vela y cuando la retirábamos para no quemarnos nos decía: el infierno son millones de millones de velas que arden eternamente y en su puerta hay un gran letrero que dice: por siempre jamás, es decir para toda la eternidad. Luego nos hablaba de los pecados y ponía un especial regusto en describir con detalle los diferentes pecados de la carne que podían acosarnos. Para terminar la función nos hacía levantar la mano derecha al estilo fascista frente al altar mayor para hacer la renuncia a Satanás y a la carne y la entrega de nuestra propia vida si alguna vez pecábamos sobre todo contra la carne. Antes la muerte que el pecado, resonaba nuestra promesa en la oscura y abovedada iglesia de sillar»[6] . En los años cincuenta, Reynoso decidió irse de Arequipa —a la que sólo ha vuelto de visita o para recibir merecidos homenajes—, no obstante, jamás se alejó de la tierra que lo vio nacer. Concluimos que no debió buscar a Aladino en la lejana China, sino empezar por casa, aquélla que siempre sabrá acogerlos, a Aladino y a él: que son uno solo, una portentosa ficción.


REFERENCIAS

[1] Entrevista a Oswaldo Reynoso, Revista Casa de Citas Nº 4, 2007.
[2] Reynoso, Oswaldo, En busca de Aladino, 1993, pp. 13-17.
[3] Reynoso, Oswaldo, En busca de Aladino, 1993, p. 30.
[4] Vargas Llosa, Mario, La literatura es fuego, 1967.
[5] Faverón, Gustavo, El amor es un dios materialista. Revista Hueso Húmero Nº 47, 2005.
[6] Entrevista a Oswaldo Reynoso, diario Página 12, Argentina, 2009.

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