EL CONJUNTO VERDE
Clemencia había heredado el cabello ondulado y los ojos verdes de su padre, aunque ni de él, ni de su madre guardaba recuerdos. Solo de Omar y sus enormes pies y manos, vestido con pantalones oscuros y descoloridos de yute y algún trapo viejo del Doctor, a modo de camisa.
Se expresaba con monosílabos, y solo si era indispensable. Se ocupaba de las labores caseras y de otras, como salvar la vida de la entonces niña Clemen. Curaba y lavaba sus heridas, la secaba y vestía y, arrodillado, limpiaba con un trapo empapado en lejía las paredes y la tina.
A veces los dos lloraban, anhelando un lugar en el mundo que no oliese a sangre y lejía.
Tras la ira del Doctor, la piel golpeada de Clemen era verde. Después, gris, negra, antes de volver a ser gris con extrañas formas geométricas que le recordaban los trozos de cuarzo del escritorio de su tío. Esas formas, convertidas en manchas y puntos, se difuminaban bajo su piel, que tornaba a ser rosa al cabo de algo más de una semana.
La primera y única vez que miró un caleidoscopio tuvo la certeza y la desdicha de contemplarse a sí misma.
Su tío, el Doctor, se encargaba de los bienes y de la huérfana tras haber ejercido como cirujano en Bruselas. Dejó allí una paternidad medio asumida y regresó a Mollendo sin emolumentos y con varios baúles con libros, cuadernos, discos y antigüedades. Además de innumerables diplomas. Cartones orlados que certificaban su profesionalidad y desde las paredes inquietaban a Clemen, tanto como la admiración que pacientes y vecinos expresaban por el culto hombre de ciencia.
Muchas veces Omar presentía la ira del Doctor. Cargando a Clemen corría al fondo del jardín, a esconderla entre costales vacíos y herramientas. Su tío vociferaba amenazando a ese indio animal, dándole patadas, mientras él, impasible, fingía buscar a la niña.
Omar, demasiado viejo, o enfermo, o reclamado quizás por asuntos familiares, o despedido sin más, desapareció de su vida. Antes, zurció con sus delicadas manazas la ropa y las sábanas viejas con que la heredera iría interna al colegio.
Clemencia llegó a la mayoría de edad con algunas fracturas, el tímpano izquierdo perforado y sin patrimonio alguno, por obra del Doctor. Su ánimo declinaba cada tarde, al verlo llegar con su negro y brillante maletín de cuero.
Un domingo por la mañana, Natalia vino a buscarla con dos jóvenes.
—Esta es Clemen, mi mejor amiga.
Daniel era administrador de empresas y Horacio, ingeniero químico. Habían estudiado en la capital, donde trabajaban en la misma empresa.
Daniel —explicó Natalia— había veraneado algunos años, “cuando éramos chicos”, dijo, en la casa de sus abuelos, cerca de la suya; sus padres la habían vendido años atrás, obligándolo ahora a alojarse en un hotel.
Clemen casi disfrutó paseando por la playa. Luego Daniel los guió, eufórico, por una de las calles laterales del centro de la ciudad, hasta detenerse ante una de madera, celeste, y con ventanas y puerta color marfil.
—Está igualita, los nuevos dueños no la han tocado. Cuando mis padres llegaban aquí se transformaban, no discutían en todo el verano —dijo Daniel.
Desde el final de la calle observaron en silencio el Castillo, donde hacía ya décadas nadie celebraba fiestas. Natalia los llevó a su plaza favorita, por una calle con hileras de casas de madera verdes, celestes, blancas, que bajaban hasta casi perderse en el mar, al fondo. En cambio el sitio preferido de Daniel era la Heladería Venezia.
—Es casi alarmante, está igualita —exclamó antes de precipitarse al mostrador, ante la comprensiva mirada del heladero con gorra blanca que manipulaba barquillos y helados cual prestidigitador.
Los parroquianos los observaron algo molestos tras sus copas plateadas, multicolores y multisabores. Los cuatro salieron abstraídos por completo con sus helados de limón, chocolate y lúcuma.
La hora del almuerzo los devolvió a la realidad. Optaron por un restaurante barato y limpio.
Clemen decidió conjurar la tarde —horas fatídicas— llevándolos a su casa. Le complació oír sus voces llenando la sala en penumbra.
Hasta que el Doctor apareció ante ellos, silencioso. Natalia dio las explicaciones debidas y él saludó a los tres.
Luego abofeteó a Clemen, que cayó de bruces contra una silla.
Los jóvenes la ayudaron a levantarse y salieron asustados, en silencio. Bajo un farol, la observaron.
—Estoy bien —dijo Clemen, temiendo por su pómulo.
Horacio le preguntó si quería casarse con él. Un transeúnte se detuvo, esperando la respuesta. Clemen aceptó, Natalia dio un saltito y el transeúnte siguió su camino.
—Mi tío trabaja en el Registro Civil, si hablamos con él puede agilizar los trámites —dijo Natalia.
—Yo voy a descansar un ratito —dijo Clemen aliviada, al llegar a la puerta del hotel Salerno, donde al Doctor ni se le ocurriría buscarla.
Pidió una habitación individual y antes pasó por la de Horacio, buscando dentífrico y analgésicos. Mientras, él buscaba su partida de nacimiento en una carpeta azul, donde guardaba sus documentos, certificados, diplomas. Cartones.
—A ver si alcanzo a Natalia —le dijo él, despidiéndose.
Clemen cerró la puerta de su cuarto con lentitud. Tragó los analgésicos y usó el índice como cepillo de dientes. Colgó su vestido y se metió en la bañera. Se tapó la nariz y se sumergió, como siempre, mientras sus lágrimas se disolvían en el agua.
Logró secarse con una toalla de manos. Se puso la combinación, se deslizó en la cama y durmió sin sueños.
Con Daniel y Natalia —que le hizo un ramito con azahares— de testigos, al mediodía siguiente, Clemencia se casó con Horacio.
Los funcionarios evitaron mirarla: su vestido verde —el del día anterior— hacía juego con sus ojos y su mejilla golpeada.
* Tomado del blog altodelaluna, y la imagen de aquí.
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