2.6.11

FILONILO CATALINA: “ABAJO EN LOS BARRIOS ALTOS”


Hasta el más imbécil sabe
que un revólver fue diseñado para amedrentar, herir, matar
que una bala nunca podrá transformar nada.

Eran las 22:30 cuando seis sujetos de porte militar, irrumpieron en la casa gritando: ¡al suelo, perros, tírense al suelo! Pero yo, ya estaba muerto, antes de que ellos gritaran, incluso mucho antes de que entraran. Los gritos salieron como perros de presa de cada una de sus bocas y nos mordieron algo dentro porque nos quedamos paralizados hasta que vimos caer a Tito que se había quedado en medio de las gradas con un plato de pollada y una cerveza en cada una de sus manos, cayo él y con él las botellas de cerveza haciendo un ruido que bajaba como una fúnebre nota musical grada por grada, apagada de inmediato por los gritos de: “al suelo carajo ¡no escuchan! Al suelo terrucos de mierda” y todos los presentes (mudos y desconcertados) cayeron como un sólo hombre al suelo, todos excepto Oscar quien había organizado la pollada. Oscar vaciló un momento y uno de los seis encapuchados le gritó “¿tú no escuchas conchetumadre?” y luego le descargó una ráfaga de tiros, muchos de los cuales salieron del cuerpo para quedar incrustados en la pared del solar con delgadas tiras de su piel.

Es feo cuando te vuelven a matar pero sobre todo cuando no quieres aceptar que ya estuviste muerto; y eso les pasó a todos en la pollada de mi viejo solar allá en Barrios Altos; porque una vez en el suelo, con las manos sobre la cabeza y de boca al piso, ellos dispararon sin hablar y sin más ruido que el seco golpeteo de las balas atravesando los cuerpos.

Cayeron uno a uno, así como vi caer tantas veces la vieja pintura en las paredes de mi cuarto; cayó Luis Antonio León Borja quien juraba que el geranio no era una flor sino el himno silencioso que brotaba de los barrios; cayo Luis Alberto Díaz Astovilca, que criaba un horizonte azul y claro en su pecho para regalárselo a sus tres hijos que su madre sostenía, siempre, como lágrimas en el borde de sus ojos; cayó Alejandro Rosales y sus helados que tenían los sabores de las tardes; cayeron los hermanos León León que eran como tú o como yo; cayó Odar Méndez Sifuentes Núñez, obrero que en sus manos amansaba las mañanas hasta hacerlas entrar dóciles a su casa; cayó Octavio Benigno Huamanyauri Nolasco y con su cajita de golosinas también cayeron las esperanzas de que hubieran días dulces pa’ los pobres desta patria; cayó Lucio Quispe Huanaco y cayeron Teobaldo Ríos Lira, Benedicta Yanche Churi, Placentina Marcela Cumbipuma Aguirre, Nelly María Rubina Arquíñigo, Tito Ricardo Ramírez Alberto y Javier Díaz Borja, todos ellos con los puños cerrados de impotencia pero con los corazones abiertos y llenos de palomas que inundaron ese gris cielo limeño de aquella tarde.

Pero cuando cayó Manuel Isaías Pérez, mi padre, yo tenía ocho años y sólo entonces volví a sentir el dolor de la muerte impulsado por ese viejo pero reconocible dolor; corrí para abrazar a mi padre y la primera bala que atravesó mi cuerpo salió limpia, porque los niños somos transparentes; y de las once balas que alojó mi cuerpo sólo me dolieron los 130 casquillos que el fiscal encontró en el solar al día siguiente. Cuando salieron los agentes, intenté desesperadamente despertarlos uno por uno, explicarles que el dolor ha sido desde siempre nuestro hermano, les gritaba que nosotros ya estuvimos muertos desde hace mucho, que le dieran nombre al suelo en el que ahora descansaban sus huesos, pero la geografía de sus rostros me decían que no les quitara ese momento, ese único momento en el que por fin su patria había bajado su mirada para mirarles a la cara y que las balas en sus cuerpos eran la prueba de ello. Yo me llamo Javier Ríos Rojas, ahora tengo 27 años y otra vez estoy sintiendo el dolor, el terrible dolor, de volver a sentirse muerto.

1 comentario:

Anónimo dijo...
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