Por Jorge “Yoyo” Manrique
Cuando Patrick Rosas llegó a París, venía procedente de Polonia donde, según contaba, había intentado estudiar cine. Poco tiempo después estalló la revolución de Mayo ’68 y se convirtió en un aguerrido combatiente. No militaba en ninguna de las filas partidarias haciendo gala de su chapa de “francotirador” que le puso la crítica de poesía limeña. Peleaba solo contra el enemigo.
Cogió una tapa de basura, la empuño como un escudo, un palo en la otra mano y un pañuelo en la cabeza, que lo usaba como máscara antigás cuando reventaban las bombas lacrimógenas. Dio muestras de coraje y valentía en los combates y nunca cayó preso.
Tenía apenas 18 años y ya le asomaban unas canas prematuras que le daban un falso aspecto de madurez y que lo usaba muy bien para conquistar mujeres mayores que él.
Después de los acontecimientos de Mayo nos dedicamos a vender joyas que fabricábamos por las tardes con Ariel Palma y que las extendíamos en la vereda del Bd. Saint Germain por las noches. El negocio marchaba tan bien que Patrick abrió una “sucursal” en la el Bd. Saint Michel. A golpe de media noche o más tarde nos encontrábamos en un bar de vinos de la Place de la Contrescarpe tentando levantarnos lo que buenamente se pudiera. Ahí el plan era seguro.
Los años posteriores fueron de interminables noches de bohemia. La vida transcurría dulce sin angustias económicas y siempre con el calor de una francesita cariñosa.
José Rosas llegó después seguido de su adorada Marta Lobato de quien no se separó jamás. Cada uno hizo su vida por separado, pero mantuvieron una discreta e inteligente distancia que convirtió esa relación en algo tan duradero que daba la impresión que habían descubierto la clave del amor eterno.
Cada uno de los hermanos continuó su producción literaria. Patrick no cesó de considerar que todo lo que se publicara, que no fuera escrito por él, era una verdadera mierda. Y José encontró siempre una razón para disputarse con él.
La agitada vida amorosa de Patrick tuvo un episodio terrible: se enamoró. Ella era una alemana flaquita vivaracha, inteligente que lo volvió loco, se llamaba Yutta y era estudiante de teología. Se la arrebató de las rodillas de un senegalés de dos metros en una fiesta salsera.
En cada viaje de vuelta a Alemania (presumiblemente a encontrarse con su amigo) Patrick bajaba de peso a ojos vista y deambulaba por los bares de París con su pena a cuestas.
Para que no se alejara más de él, no le quedó más remedio que casarse con ella. Fuimos todos testigos y bailamos con los novios. Después no sé qué pasó, Yutta desapareció y nosotros tuvimos que soportar el dolor del amigo.
* Tomado del blog Laguna brechtiana. La imagen (Poetas de los 70’: Sonia Luz Carrillo, Elqui Burgos, Ricardo Falla Barreda, Jorge Nájar, Alfredo Pita y Patrick Rosas, Paris, 2005) es de aquí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario