Por Juan Carlos Gómez
Gombrowicz apreciaba la sabiduría de la iglesia que, a los tumbos y después de muchos siglos, había aprendido a conocer las miserias del hombre, el existencialismo y el comunismo tenían, en cambio, morales construidas recientemente. El deseo de un mundo más elástico, de perspectivas más profundas, lo empujaba a buscar una nueva alianza con la iglesia.
El progresismo había desembocado en un hombre que se estaba volviendo un lobo para el hombre. Gombrowicz desconfiaba de esta criatura peligrosa que amenazaba con torturarlo, una alianza con la iglesia no le hubiera venido nada mal, la iglesia conocía el infierno contenido en nuestra naturaleza e, igual que él, le tenía temor a la excesiva movilidad del hombre.
La simpleza y la virtud elemental hacen posible el encuentro entre el filósofo y el analfabeto, entre lo superior y lo inferior, un encuentro que Gombrowicz buscaba y que el cristianismo, con una sabiduría calculada para todas las mentes, le podía procurar.
Entre Gombrowicz y la iglesia no existía sin embargo un lenguaje común, pero el desmoronamiento de la fe le abría una posibilidad a las transacciones entre el mundo revelado, ya terminado, y el mundo que se está creando.
“Me lo digo a mí mismo: debo tener en cuenta este hecho, no perderlo nunca de vista, buscar un punto donde lo divino confluya con lo humano, ya que de ello depende todo el futuro de mi pensamiento”.
Pero el Dios elaborado por la razón desde Aristóteles hasta Kant era indigerible para Kierkegaard.
Nuestra relación con la abstracción se fue malogrando con el transcurso del tiempo y desembocó en una desconfianza propia de campesinos. La fe ya no era entonces una fe en Dios, era tan sólo un estado del alma que nos podía acercar al otro, luego ese estado nos debía ser accesible aunque Dios no exista.
Este salto hacia la fe lo pone a Gombrowicz en el camino de Kierkegaard. Cuando Kierkegaard le declara la guerra a Hegel se produce uno de los momentos más dramáticos de la cultura del pensamiento contemporáneo pues se empieza a perfilar en forma clara la oposición entre la abstracción y la existencia. Sin embargo, esta dirección hacia lo concreto que toma el pensamiento tropieza con la dificultad de que la filosofía sólo puede hacerse con razonamientos.
Este destino trágico con el que nace el existencialismo perdurará hasta el día de hoy a pesar del auxilio que le dio Husserl con la clasificación y depuración de los fenómenos de la conciencia.
Kierkegaard rechaza el gran postulado de Hegel de que todo lo real es racional y de que todo lo racional es real, una afirmación mediante la cual Hegel podía deducir la racionalidad del universo a partir de una miniatura.
No cree en la verdad de Hegel porque está concebida de antemano, su sistema no es una consecuencia del razonamiento sino de una elección previa. Este mundo premeditado pone a la razón en el camino de la bancarrota y le cierra el paso a las condiciones que hacen posible su existencia. Heidegger y Sartre se daban la cabeza contra la pared para resolver este problema hasta que aparece Husserl en forma providencial.
Puesto que el razonamiento es impotente para acercarse a las cosas tal cual son pongámoslas entre paréntesis y tratemos de verlas tan sólo como se nos aparecen. La fenomenología pone entre paréntesis al mundo y a las certezas derivadas de todas las ciencias que conciernen al mundo, el centro de las cosas pasa a ser la conciencia. Es una conciencia que está obligada a ser conciencia de algo, y esta intencionalidad de su actividad que le impide estar separada del objeto nos lleva de la mano a las concepciones de Sartre.
La existencia está pues a la mitad de camino de esas cosas que Husserl puso entre paréntesis, pero la fenomenología nos permite organizar esa soledad en la que nos deja la conciencia, eso es lo único que nos queda, la intuición de un saber directo sin la mediación de la razón, una descripción última de los fenómenos referidos a la existencia.
El pensamiento abstracto tiene sin embargo un valor inmenso, gracias a él podemos formular las leyes de la ciencia con las que dominamos una naturaleza que ejerce enorme influencia en nuestras vidas. Pero si el hombre quiere saber algo de su propia existencia, las fórmulas científicas no le sirven para nada.
Una cuestión impensable es la de cómo Kierkegaard pudo crear una filosofía existencialista si despreciaba los conceptos. El atajo de Kierkegaard es que no creó un sistema filosófico, sino una actitud para buscar su verdad interior recurriendo a una forma de confesión.
Cada uno tiene que vivir a solas consigo mismo, no existe ninguna comunicación esencial entre un hombre y otro y, por lo demás, el hombre no es sino que deviene. Kierkegaard deja al hombre completamente desnudo, la vida es una continua creación de uno mismo y sólo en el umbral de la muerte el hombre queda definido.
Una vez que Kierkegaard deja al hombre sin un trapo que ponerse, le aparece la angustia, la categoría más esencial de su pensamiento, una angustia que el hombre intenta combatir con la frivolidad.
La angustia es el miedo a la nada, y la negación de esa nada es la vida, el ser, en la angustia encontramos las revelaciones más abismales sobre nuestra existencia. De esta confesión y de este pensamiento no sistemático, que rechaza la verdad objetiva, abstracta y racional, pasamos a las concepciones de Heidegger y de Sartre, sistemáticas y metódicas, que tienen muchos puntos de contacto con las construcciones clásicas.
La inspiración de Kierkegaard se desata con la parábola de Abraham. Cuando Dios advirtió que los hombres estaban descarriados se propuso corregirlos para salvarlos, entonces le mandó la tabla de los diez mandamientos a Moisés.
Este viejo hebreo que vivió ciento veinte años dudó de la palabra de Dios, no pudo entrar a la Tierra Prometida, y murió angustiado. La misma angustia tuvo Abraham cuando un ángel le ordenó sacrificar a su hijo, y aunque parezca mentira el dilema que tuvo que enfrentar este otro hebreo ilustre es el origen de todo el existencialismo.
Kierkegaard caracteriza a este episodio como la angustia de Abraham, y se convierte por esta razón en el padre de todo el existencialismo moderno que culmina en Heidegger y Sartre.
Hasta Kierkegaard el pensamiento se había alimentado casi exclusivamente con los frutos de la razón, pero a partir de él la angustia se convierte en el centro de las meditaciones filosóficas.
La idea de Dios se entendía más o menos bien hasta que bajó ese ángel del cielo que habló con Abraham: —Tú eres Abraham, sacrificarás a tu hijo. La razón no podía probarle a Abraham que en verdad era un ángel enviado por Dios quien se le había aparecido, y tampoco que le hablaba únicamente y justamente a él, el dilema le producía angustia. Abraham y Kierkegaard resolvieron el problema con la fe, pero los ateos empezaron a tener dificultades. La angustia, el desamparo y la desesperación se convirtieron en los tres sentimientos que acompañaban a la categoría de la libertad y a sus otras dos socias: la elección y la responsabilidad.
Los existencialistas suelen declarar que el hombre es angustia. Esto significa que se compromete y que se da cuenta de que es no sólo el que elige libremente su ser, sino que es también un legislador que elige al mismo tiempo que ha sí mismo a la humanidad entera, no puede escapar al sentimiento de su total y profunda responsabilidad.
Es la misma angustia que le aparece claramente a todos los hombres con responsabilidades graves, como la de un jefe militar que envía a un número indeterminado de hombres a la muerte. La angustia no es una cortina que nos separa de la acción sino que forma parte de la acción misma. Pero la experiencia de la angustia es difusa, no está conectada a un objeto definido, sino vagamente vinculada a nuestro sentimiento de abandono y aislamiento como individuos enfrentados con la nada de la muerte.
En una especie de síntesis de las doctrinas de Kierkegaard y Heidegger, Sartre declara que es por la angustia que el hombre llega a ser consciente de su libertad. La angustia es mucho más que un fenómeno psicológico, compromete al hombre en su totalidad.
Heidegger sigue los mismos pasos de Kierkegaard, pues la angustia es para él la experiencia por la que el hombre se abre por primera vez a su propio ser, se singulariza y hace patente su libertad. Kierkegaard, en su famoso “¡O esto o aquello!”, crucifica a la razón para aceptar la paradoja absoluta que él ve en Cristo.
Como su tiempo no quiso aceptar su “o esto o aquello”, se rebeló contra la sociedad, contra su propia iglesia, y contra el mismísimo matrimonio, porque, conforme a su exigencia de una pureza absoluta, la procreación le parecía pecaminosa.
Kierkegaard, de la misma manera que Gombrowicz, era enemigo del disimulo y las mentiras, quería llevar una vida auténtica en el reino de la fe cristiana y luchar contra la mala fe de los que fingían tenerla sin vivir al nivel de los severos y austeros principios del cristianismo verdadero.
Quiso ponerse a prueba él mismo y eligió romper su compromiso con la hermosa Regina Olsen que lo adoraba, una conducta que utilizó desvergonzadamente en sus libros describiendo a la mujer como el eterno enemigo del espíritu, como el diablo que arrastra a los jóvenes a sus trampas. Pero todas estas actitudes con las justificaciones respectivas eran mentiras, mentiras al mundo y a sí mismo. La auténtica razón de su ruptura con la joven Regina Olsen fue su impotencia sexual, contra la cual buscó ayuda médica sin resultado.
Los analistas de la psique postularon después que un conflicto mental de toda la vida puede ser localizado como proveniente de alguna inferioridad orgánica. Gombrowicz le entreabría las puertas a la fe de Kierkegaard pero se las cerraba a su angustia.
“Pero estoy harto de los gimoteos actuales. Hay que renovar nuestros problemas […] La muerte, por ejemplo. Para cambiar un poco de óptica, nos basta con pensar: No, no es ningún drama, estamos adaptados a la muerte desde que nacemos; y aunque nos vaya devorando poco a poco cada día, nunca nos enfrentamos con ella cara a cara […] ¿Enajenación? No, no es tan terrible […] esas enajenaciones le reportan al obrero a lo largo del año, casi tantos días libres y maravillosos como días de trabajo. ¿El vacío? ¿El absurdo de la existencia? ¿La nada? […] No se necesita un Dios o unos ideales para descubrir el valor supremo. Basta con permanecer tres días sin comer para que un mendrugo de pan adquiera ese valor; nuestras necesidades son la base de nuestros valores, del sentido y del orden de nuestra vida […]”.
“Hace algunos siglos, la gente moría antes de los treinta años. La epidemias, la miseria, el diablo, las brujas, el infierno, el purgatorio, las torturas… ¿Acaso los triunfos se nos han subido demasiado a la cabeza? ¿Acaso hemos olvidado lo que éramos ayer? […] No es que me rebele contra una visión trágica de la existencia, no soy de los que pintan el mundo de color de rosa. Pero no se puede estar siempre repitiendo lo mismo […] El rasgo más trágico de las grandes tragedias es que suscitan pequeñas tragedias; en nuestro caso, el aburrimiento, la monotonía y una especie de explotación superficial y reiterada de las profundidades”.
El progresismo había desembocado en un hombre que se estaba volviendo un lobo para el hombre. Gombrowicz desconfiaba de esta criatura peligrosa que amenazaba con torturarlo, una alianza con la iglesia no le hubiera venido nada mal, la iglesia conocía el infierno contenido en nuestra naturaleza e, igual que él, le tenía temor a la excesiva movilidad del hombre.
La simpleza y la virtud elemental hacen posible el encuentro entre el filósofo y el analfabeto, entre lo superior y lo inferior, un encuentro que Gombrowicz buscaba y que el cristianismo, con una sabiduría calculada para todas las mentes, le podía procurar.
Entre Gombrowicz y la iglesia no existía sin embargo un lenguaje común, pero el desmoronamiento de la fe le abría una posibilidad a las transacciones entre el mundo revelado, ya terminado, y el mundo que se está creando.
“Me lo digo a mí mismo: debo tener en cuenta este hecho, no perderlo nunca de vista, buscar un punto donde lo divino confluya con lo humano, ya que de ello depende todo el futuro de mi pensamiento”.
Pero el Dios elaborado por la razón desde Aristóteles hasta Kant era indigerible para Kierkegaard.
Nuestra relación con la abstracción se fue malogrando con el transcurso del tiempo y desembocó en una desconfianza propia de campesinos. La fe ya no era entonces una fe en Dios, era tan sólo un estado del alma que nos podía acercar al otro, luego ese estado nos debía ser accesible aunque Dios no exista.
Este salto hacia la fe lo pone a Gombrowicz en el camino de Kierkegaard. Cuando Kierkegaard le declara la guerra a Hegel se produce uno de los momentos más dramáticos de la cultura del pensamiento contemporáneo pues se empieza a perfilar en forma clara la oposición entre la abstracción y la existencia. Sin embargo, esta dirección hacia lo concreto que toma el pensamiento tropieza con la dificultad de que la filosofía sólo puede hacerse con razonamientos.
Este destino trágico con el que nace el existencialismo perdurará hasta el día de hoy a pesar del auxilio que le dio Husserl con la clasificación y depuración de los fenómenos de la conciencia.
Kierkegaard rechaza el gran postulado de Hegel de que todo lo real es racional y de que todo lo racional es real, una afirmación mediante la cual Hegel podía deducir la racionalidad del universo a partir de una miniatura.
No cree en la verdad de Hegel porque está concebida de antemano, su sistema no es una consecuencia del razonamiento sino de una elección previa. Este mundo premeditado pone a la razón en el camino de la bancarrota y le cierra el paso a las condiciones que hacen posible su existencia. Heidegger y Sartre se daban la cabeza contra la pared para resolver este problema hasta que aparece Husserl en forma providencial.
Puesto que el razonamiento es impotente para acercarse a las cosas tal cual son pongámoslas entre paréntesis y tratemos de verlas tan sólo como se nos aparecen. La fenomenología pone entre paréntesis al mundo y a las certezas derivadas de todas las ciencias que conciernen al mundo, el centro de las cosas pasa a ser la conciencia. Es una conciencia que está obligada a ser conciencia de algo, y esta intencionalidad de su actividad que le impide estar separada del objeto nos lleva de la mano a las concepciones de Sartre.
La existencia está pues a la mitad de camino de esas cosas que Husserl puso entre paréntesis, pero la fenomenología nos permite organizar esa soledad en la que nos deja la conciencia, eso es lo único que nos queda, la intuición de un saber directo sin la mediación de la razón, una descripción última de los fenómenos referidos a la existencia.
El pensamiento abstracto tiene sin embargo un valor inmenso, gracias a él podemos formular las leyes de la ciencia con las que dominamos una naturaleza que ejerce enorme influencia en nuestras vidas. Pero si el hombre quiere saber algo de su propia existencia, las fórmulas científicas no le sirven para nada.
Una cuestión impensable es la de cómo Kierkegaard pudo crear una filosofía existencialista si despreciaba los conceptos. El atajo de Kierkegaard es que no creó un sistema filosófico, sino una actitud para buscar su verdad interior recurriendo a una forma de confesión.
Cada uno tiene que vivir a solas consigo mismo, no existe ninguna comunicación esencial entre un hombre y otro y, por lo demás, el hombre no es sino que deviene. Kierkegaard deja al hombre completamente desnudo, la vida es una continua creación de uno mismo y sólo en el umbral de la muerte el hombre queda definido.
Una vez que Kierkegaard deja al hombre sin un trapo que ponerse, le aparece la angustia, la categoría más esencial de su pensamiento, una angustia que el hombre intenta combatir con la frivolidad.
La angustia es el miedo a la nada, y la negación de esa nada es la vida, el ser, en la angustia encontramos las revelaciones más abismales sobre nuestra existencia. De esta confesión y de este pensamiento no sistemático, que rechaza la verdad objetiva, abstracta y racional, pasamos a las concepciones de Heidegger y de Sartre, sistemáticas y metódicas, que tienen muchos puntos de contacto con las construcciones clásicas.
La inspiración de Kierkegaard se desata con la parábola de Abraham. Cuando Dios advirtió que los hombres estaban descarriados se propuso corregirlos para salvarlos, entonces le mandó la tabla de los diez mandamientos a Moisés.
Este viejo hebreo que vivió ciento veinte años dudó de la palabra de Dios, no pudo entrar a la Tierra Prometida, y murió angustiado. La misma angustia tuvo Abraham cuando un ángel le ordenó sacrificar a su hijo, y aunque parezca mentira el dilema que tuvo que enfrentar este otro hebreo ilustre es el origen de todo el existencialismo.
Kierkegaard caracteriza a este episodio como la angustia de Abraham, y se convierte por esta razón en el padre de todo el existencialismo moderno que culmina en Heidegger y Sartre.
Hasta Kierkegaard el pensamiento se había alimentado casi exclusivamente con los frutos de la razón, pero a partir de él la angustia se convierte en el centro de las meditaciones filosóficas.
La idea de Dios se entendía más o menos bien hasta que bajó ese ángel del cielo que habló con Abraham: —Tú eres Abraham, sacrificarás a tu hijo. La razón no podía probarle a Abraham que en verdad era un ángel enviado por Dios quien se le había aparecido, y tampoco que le hablaba únicamente y justamente a él, el dilema le producía angustia. Abraham y Kierkegaard resolvieron el problema con la fe, pero los ateos empezaron a tener dificultades. La angustia, el desamparo y la desesperación se convirtieron en los tres sentimientos que acompañaban a la categoría de la libertad y a sus otras dos socias: la elección y la responsabilidad.
Los existencialistas suelen declarar que el hombre es angustia. Esto significa que se compromete y que se da cuenta de que es no sólo el que elige libremente su ser, sino que es también un legislador que elige al mismo tiempo que ha sí mismo a la humanidad entera, no puede escapar al sentimiento de su total y profunda responsabilidad.
Es la misma angustia que le aparece claramente a todos los hombres con responsabilidades graves, como la de un jefe militar que envía a un número indeterminado de hombres a la muerte. La angustia no es una cortina que nos separa de la acción sino que forma parte de la acción misma. Pero la experiencia de la angustia es difusa, no está conectada a un objeto definido, sino vagamente vinculada a nuestro sentimiento de abandono y aislamiento como individuos enfrentados con la nada de la muerte.
En una especie de síntesis de las doctrinas de Kierkegaard y Heidegger, Sartre declara que es por la angustia que el hombre llega a ser consciente de su libertad. La angustia es mucho más que un fenómeno psicológico, compromete al hombre en su totalidad.
Heidegger sigue los mismos pasos de Kierkegaard, pues la angustia es para él la experiencia por la que el hombre se abre por primera vez a su propio ser, se singulariza y hace patente su libertad. Kierkegaard, en su famoso “¡O esto o aquello!”, crucifica a la razón para aceptar la paradoja absoluta que él ve en Cristo.
Como su tiempo no quiso aceptar su “o esto o aquello”, se rebeló contra la sociedad, contra su propia iglesia, y contra el mismísimo matrimonio, porque, conforme a su exigencia de una pureza absoluta, la procreación le parecía pecaminosa.
Kierkegaard, de la misma manera que Gombrowicz, era enemigo del disimulo y las mentiras, quería llevar una vida auténtica en el reino de la fe cristiana y luchar contra la mala fe de los que fingían tenerla sin vivir al nivel de los severos y austeros principios del cristianismo verdadero.
Quiso ponerse a prueba él mismo y eligió romper su compromiso con la hermosa Regina Olsen que lo adoraba, una conducta que utilizó desvergonzadamente en sus libros describiendo a la mujer como el eterno enemigo del espíritu, como el diablo que arrastra a los jóvenes a sus trampas. Pero todas estas actitudes con las justificaciones respectivas eran mentiras, mentiras al mundo y a sí mismo. La auténtica razón de su ruptura con la joven Regina Olsen fue su impotencia sexual, contra la cual buscó ayuda médica sin resultado.
Los analistas de la psique postularon después que un conflicto mental de toda la vida puede ser localizado como proveniente de alguna inferioridad orgánica. Gombrowicz le entreabría las puertas a la fe de Kierkegaard pero se las cerraba a su angustia.
“Pero estoy harto de los gimoteos actuales. Hay que renovar nuestros problemas […] La muerte, por ejemplo. Para cambiar un poco de óptica, nos basta con pensar: No, no es ningún drama, estamos adaptados a la muerte desde que nacemos; y aunque nos vaya devorando poco a poco cada día, nunca nos enfrentamos con ella cara a cara […] ¿Enajenación? No, no es tan terrible […] esas enajenaciones le reportan al obrero a lo largo del año, casi tantos días libres y maravillosos como días de trabajo. ¿El vacío? ¿El absurdo de la existencia? ¿La nada? […] No se necesita un Dios o unos ideales para descubrir el valor supremo. Basta con permanecer tres días sin comer para que un mendrugo de pan adquiera ese valor; nuestras necesidades son la base de nuestros valores, del sentido y del orden de nuestra vida […]”.
“Hace algunos siglos, la gente moría antes de los treinta años. La epidemias, la miseria, el diablo, las brujas, el infierno, el purgatorio, las torturas… ¿Acaso los triunfos se nos han subido demasiado a la cabeza? ¿Acaso hemos olvidado lo que éramos ayer? […] No es que me rebele contra una visión trágica de la existencia, no soy de los que pintan el mundo de color de rosa. Pero no se puede estar siempre repitiendo lo mismo […] El rasgo más trágico de las grandes tragedias es que suscitan pequeñas tragedias; en nuestro caso, el aburrimiento, la monotonía y una especie de explotación superficial y reiterada de las profundidades”.
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