14.6.10

WITOLD GOMBROWICZ Y MICHEL MOHRT


Por Juan Carlos Gómez

Sin saber a qué santo encomendarse con ese Gombrowicz tan difícil Jeremi Stempowski decide presentarle a algunos polacos de la colectividad y también a algunos escritores argentinos como Manuel Gálvez y Arturo Capdevila.

Estos dos distinguidos escritores le brindaron a Gombrowicz una exquisita hospitalidad, pero la sordera de Gálvez, las ocupaciones de Capdevila y su propia falta de seriedad lo pusieron finalmente en las manos de unas jóvenes estudiantes que lo iniciaron en el mundo de la galantería argentina. En esta prehistoria de sus aventuras en la Argentina el grupo de Victoria Ocampo brillaba como una estrella.

La actividad de escribir le proporciona a los hombres de letras una mayor facilidad de la que tienen los hombres que no escriben para darle distintos aspectos a lo que son y a lo que les ocurre, siendo Gombrowicz un buen ejemplo de todo esto.

Siete años antes de la conferencia que pronunció en la librería Fray Mocho a la que tituló “Contra los poetas”, los argentinos lo pasaban de mano en mano: Manuel Gálvez a Arturo Capdevila, Arturo Capdevila a su hija Chinchina, y Chinchina a sus amigas. En el año mortal de 1940 Gombrowicz flirteaba con esas chicas que lo llevaban a los museos, lo invitaban con masas, mientras él les retribuía con charlas que armaba sobre el amor europeo.

En ese año fatídico Roger Pla le había presentado a Antonio Berni y en la casa del pintor dio una charla sobre el por qué y el cómo Europa había sentido el deseo del salvajismo, y cómo esta inclinación enfermiza del espíritu europeo podía aprovecharse para la revisión de la cultura demasiado alejada de sus propias bases.

Pero le falló el estilo, las palabras que pronunció resultaron mediocres y Pla le reprochó el tono sentimental de la conferencia y el carácter elemental de unos razonamientos que rozaban la ingenuidad. Eran los tiempos de su prehistoria argentina, debería correr todavía mucha agua para que la Condesa, esa dama argentina que había “resultado ser un báculo de virtudes y un calor de encantos, a pesar de la neurastenia que la perseguía”, le abriera paso a la resurrección de Gombrowicz apoyando la edición argentina de “Ferdydurke”.

La razón por la que Gombrowicz haya sido tan mal recibido por el Asiriobabilónico no es demasiado comprensible. Si bien es cierto que era algo arrogante e histrión se encontraba en una situación marcadamente inferior, era un extranjero sin prestigio ni fortuna.

Un hombre cuya patria y familia habían sido destrozadas y que podía haberle despertado un sentimiento protector como se lo había despertado a Manuel Gálvez y a Arturo Capdevila, en cambio le despertó desprecio desde un principio. El Asiriobabilónico y el Dandy eran joviales y sarcásticos pero en el caso de Gombrowicz, una persona en un completo estado de inferioridad, debieron haber atenuado la mordacidad que utilizaban con los otros integrantes del gremio, pero no lo hicieron.

A pesar del derrumbe social e intelectual que padecía Gombrowicz en sus primero años de vida en la Argentina se empecinaba en seguir dando clases de aristocracia. Antonio Berni observaba en la Fragata cómo Gombrowicz hacía muecas delante de un espejo mientras tomaba actitudes de emperador, de obispo o de militar.

¿Qué, está dialogando con sus dobles?; —Miro mis rasgos de aristócrata, parece que mis facciones, día a día, registran mejor todo mi linaje. ¿Qué cosas diferenciaban a un verdadero aristócrata de una persona sin nobleza?: el sombrero, las pipas, unos zapatos lustrados, un impermeable sucio pero, muy especialmente, los tobillos. Era terrible la manía que tenía con los tobillos, nos hacía exhibiciones de tobillo, en este punto se decidía la verdadera raza del aristócrata.

A pesar de la incertidumbre y de la angustia, cuando Gombrowicz se va de la Argentina se divertía estimulando a algún periodista amigo para que publicara alguna nota destacando su situación estrafalaria y situándolo en algún balneario brasileño de moda, seduciendo a famosas estrellas de cine como Zsa Zsa Gabor.

“Me olvidé del asunto de Berlín. Todo anunciaba una diversión formidable, tal como a mí me gusta, desconcertante, que desequilibra, a medio hacer”.

Estas maniobras quedaron en muy poco y prácticamente nadie se enteró de nada, Gombrowicz tuvo que esperar todavía un tiempo más para que se le abrieran las puertas de esa formidable diversión. Pero el momento finalmente le llegó.

Cuatro años más tarde, en 1967, recibe el Premio Internacional de Literatura por el que se le había despertado un apetito feroz al enterarse, leyendo una nota de “Le Monde”, que el galardón había pasado de diez mil a veinte mil dólares.

Lo primero que atinó a hacer cuando supo que lo había ganado fue preparar una lista de sus enemigos literarios, regocijándose de antemano con la amargura desesperante que les iba a despertar.

Ya con el premio en la mano escribe el diario del hijo ilegítimo para mortificar a sus enemigos polacos de Londres. Y unas horas antes de recibirlo Michel Mohrt, un ilustre francés distinguido con los más altos honores, que corona su carrera siempre ascendente con el nombramiento en la Academia Francesa, le pone el broche de oro al irresistible ascenso de Gombrowicz.

“El crítico francés Michel Mohrt, al defender mi candidatura en su magnífica intervención en la sesión del jurado, dijo entre otras cosas: ‘En la creación de este escritor hay un secreto que yo quisiera conocer, no sé, tal vez es homosexual, tal vez impotente, tal vez onanista, en todo caso tiene algo de bastardo y no me extrañaría nada que se entregara a escondidas a orgías al estilo del rey Ubú’ […]”.

“Esta perspicaz interpretación de mis obras y de mi persona, de acuerdo con el mejor estilo francés, fue pregonada con bombos y platillos por la radio y por la prensa internacional y, en consecuencia, los jóvenes que se reúnen en la plazoleta de Vence al verme pasar comentan por lo bajo: —Mirad, ése es el viejo bastardo, impotente y homosexual que organiza orgías. Y puesto que la delegación sueca me había apoyado en ese jurado por mi condición de escritor humanista, algunos informes de prensa llevaban un título rimado y muy llamativo: ¿Humanista u onanista?”.

La culpa de que la intelligentsia argentina lo haya ignorado y maltratado durante un cuarto de siglo la habían tenido los hipopótamos polacos, según lo manifestaba el mismo Gombrowicz.

“Escuchadme, hipopótamos: yo no me quejo de que vuestra estupidez profesional o articulista haya difamado sin cesar mi trabajo literario, que como se ha comprobado hoy, tiene algún valor. Hicisteis lo que pudisteis por fastidiarme la vida y en parte lo conseguisteis. Si no fuera por vuestra mezquindad, vuestra superficialidad, vuestra mediocridad, tal vez no hubiera pasado hambre durante tantos años en la Argentina, y también otras humillaciones me hubieran sido ahorradas. Os interpusisteis entre yo y el mundo, banda de infalibles maestros de escuela y periodistas, deformando, tergiversando, falseando los valores y las proporciones. Bien, al diablo con vosotros, ¡os perdono! Y no espero que ninguno balbucee hoy algo parecido a unas tímidas disculpas, sé demasiado bien qué es lo que se puede esperar de unos pillos como vosotros […]”.

“Pero ¿cómo perdonaros el que hayáis logrado vencerme en mi victoria final sobre vosotros? Sí. Alegraos. Habéis ganado en vuestra derrota. Porque habéis hecho que mi éxito haya llegado demasiado tarde…, diez, veinte años más tarde…, cuando ya estoy demasiado cerca de la muerte y ella contamina de derrota hasta mis triunfos… ¿sabéis?, ya no soy lo suficientemente vigoroso para poder disfrutar de mi desquite, ¿Triunfo? ¿Megalómano? ¿Presumido? Pero si hasta de esto me habéis privado, no puedo gozar ni de mi ascensión ni de vuestra derrota, ¿cómo voy a perdonarlo?”.

Cuando al final de su vida le preguntan si la holgura europea no le había llegado un poco tarde, Gombrowicz se acuerda de los hipopótamos polacos y de los empecinados argentinos que le habían dado la espalda durante un cuarto de siglo.

“Evidentemente, para mí es un poco triste porque no sólo la edad, sino también la enfermedad, me impiden gozar de todas estas cosas. Pero yo he tenido siempre la sensación de que el arte no puede dar dividendos. Un artista que se siente, ante todo, creador de una forma profunda o personal, no puede pretender además unos ingresos; por algo así más bien hay que pagar. Hay un arte por el cual se es pagado, y otro por el cual hay que pagar. Y se paga con la salud, con las comodidades…, naturalmente, no sé si soy un artista importante o no, pero de todas formas, en ese sentido, mi vida ha sido más bien ascética”.

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