16.1.10

MAURIZIO MEDO: EL POEMA COMO HUELLA DIGITAL (ENTREVISTA)


El autor limeño, de origen italiano y croata, ve en la poesía una alternativa de identidad.

Por Fabián Darío Mosquera

Nacido en Lima en 1965, y con casi una decena de publicaciones, Maurizio Medo Ferrero es responsable de uno de los discursos poéticos más interesantes de los últimos años en América Latina, además de ser un autor que, desde hace ya bastante tiempo, está pendiente —y muy bien enterado— de lo que se viene haciendo, en cuanto a nuevas propuestas, a lo largo del continente. En 1986 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Martín Adán, y en 2004 el Premio José María Eguren. Ha publicado no solo en Latinoamérica sino también en Estados Unidos, y ha preparado antologías y muestras críticas junto con importantes poetas, como el chileno Raúl Zurita y el uruguayo Eduardo Milán. A Ecuador está unido por más de una razón, y desde allí comienza el diálogo…

…Estuvo, hace poco, en Cuenca, en el premio internacional de poesía Festival de la Lira, invitado como uno de los diez finalistas, por segunda vez… El de la Lira es un festival que, por la cantidad de recursos económicos que entrega y por la conformación del jurado, se presenta como una alternativa valiosa en el panorama de espacios que apoyan la creación literaria a nivel continental. ¿Qué impresión tuvo del festival y de lo que ocurre en Cuenca alrededor de la poesía?

Me parece estupendo el hecho de que la empresa privada, a través de la Fundación Austro, posibilite que Cuenca paulatinamente vaya alcanzando la condición de una de las capitales latinoamericanas de la poesía. Fue una experiencia gratísima, la cual solo fue posible gracias a Cristóbal Zapata, un anfitrión a carta cabal, y a otro aspecto: la convivencia con los escritores locales. El hecho de conocer a poetas como Efraín Jara, Galo Torres, César Eduardo Carrión, Juan José Rodríguez y, aunque muy brevemente, a Roy Singüenza, me permitió llevarme una idea más completa de la poesía ecuatoriana, cuya tradición, sin ninguna duda, está a la altura de la peruana y de la chilena. Pienso que el Festival de la Lira debe renovarse. No restringirse a un solo tipo de poesía: el neobarroco —y lo digo si consideramos que en las dos primeras versiones los ganadores cultivan este tipo de expresión: Alexis Naranjo y Arturo Carrera, aunque desde diversas tonalidades—. Ojala se consideren otras corrientes de la poesía latinoamericana, muchas de ellas no “instituidas” como un tipo de discurso. Ojala también se note una mayor presencia de la mujer (no había ninguna entre los finalistas) y que aquellos que integren el jurado, capitaneados por José Kozer, cuya presencia garantiza transparencia y seriedad, provengan de diversas canteras y generaciones.

Quisiera que haga una especie de síntesis de lo que, desde la importante matriz de la lírica peruana, ha nutrido su discurso. Incluyendo no solo la obra de los autores, sino los contactos humanos, personales, las conversaciones... Usted conoció bien a Westphalen, a Sologuren, a Adán, a Belli; a muchos de los grandes autores peruanos del siglo pasado…

Sí, pero en mi búsqueda de complicidades me fijo en la escritura, más que en la nacionalidad de sus autores. Emilio Adolfo Westphalen, lo conversábamos en estos días con Carlos Germán (Belli), fue muy importante —con su exigencia y con toda su aura monacal—, Javier Sologuren fue un compañero de ruta —y quien me enseñó a priorizar el trabajo de los jóvenes sin caer en la “efebolatría”—. Martín Adán alguna vez se me apareció fantasmal como el padre de Hamlet. En los últimos años, Luis Fernando Chueca, un gran amigo, ha sido para mí una especie de telescopio desde el cual asomar a toda esa magna denominada poesía peruana. José Carlos Yrigoyen, un excepcional interlocutor, mucho más versado que yo en esta materia. Con Mónica Belevan compartimos un no lugar (respecto a todo lo que rodee a la escritura: recitales, presentaciones, fotografías). Nacer no es sinónimo de pertenecer. En un país cuya tradición literaria aparece como infinita, la poesía, en este caso la peruana, es ese algo que está siempre por descubrirse.

Hablábamos de varios proyectos en marcha, que incluyen lanzamientos en Ecuador e ideas conjuntas con autores ecuatorianos… ¿Cómo va eso? ¿En qué está trabajando ahora?

Recién concluí “Transtierros”, otra escena —prefiero denominarlo así, otros dirán, en cambio, “libro”— que continúa con “Sparagmos”. Aquí profundizo algunos asuntos vinculados con la idea de una doble realidad: escritural, geográfica, identitaria y metafísica. Espero poder presentarlo en Quito, adonde estaré en julio dictando unos talleres, al igual que en Guayaquil y en Cuenca. El otro es un libro a cuatro manos junto con Ernesto Carrión, poeta guayaquileño que acaba de llegar de México, lo cual me entusiasma. Cedo la voz a Ernesto para que dé la primicia sobre este proyecto.

Debo preguntarle, dada la estrecha y dinámica relación que, desde un punto de vista crítico, tiene con ella, acerca de la tantas veces llamada “incipiente” o “novísima” poesía latinoamericana, construida al margen de los cánones literarios convencionales…

…No creo que a la nueva escritura —idea que reúne muchos tipos de discursos, ideologías y lenguajes— debamos aún denominarla como “incipiente”, “joven” o “novísima”, ya resulta un poco altanero, ¿no crees? Este tipo de adjetivaciones heredadas del canon (¿aún hay un canon?) lo que buscan es minimizarla, pasarla por agüita tibia y seguir fieles a una taxonomía, aplicable uno o dos decenios atrás (creer en dos tipos de discurso: uno conversacional, otro neobarroco; pensar en una poesía del lenguaje; considerar lo poético como una exclusividad de la “literatura”, etc.). Con los restos de todo esto, desde mi generación —una de la crisis—, hasta la tuya —la de la digitalización—, es que se construye. Y si hay rupturas, que las hay, ocurren no desde una improvisada “iconoclastia”, sino desde el conocimiento (y experimentación) con la tradición. El texto, hoy, es un híbrido, desestructurante, fragmentario, polífono. Sobre ello, lo sabes, llevo años en un estudio que, si los hados son favorables, pronto saldrá a la luz.

En su obra es evidente la presencia de la genealogía familiar, de los ancestros balcánicos e italianos como núcleo generador del discurso…

…Mi familia era un poema. Tuve un abuelo turinés —bisnieto de Emilio de Ventimiglia, quien, dicen, inspiró a Emilio Salgari para su personaje de “El corsario negro”—. Huyó de Italia después de la Segunda Guerra, debido a sus creencias políticas, luego de que las tropas aliadas lo liberaran horas antes de ser fusilado. Él —y esto lo digo con orgullo— era uno de los líderes del movimiento partigano en el norte. Llegó al Perú y fue ahí donde tradujo al español el Tao te king e inició el estudio de las ciencias orientales en Latinoamérica. Tuve un padre croata, quien llegó traído a rastras por el suyo, desde Dubrovnik, cuando aún existía Yugoslavia. Desde que el viejo Pétar Medo, mi abuelo, pisó el puerto del Callao, Blajo —mi viejo— no tuvo otro sueño que conquistar Jauja, la tierra de oro. Si bien buena parte de su vida fue a contracorriente de los deseos de su progenitor —para muestra un botón: se doctoró en filosofía— finalmente abdicó y terminó sus días en la búsqueda del “gran negocio” —o con la idea de fabricar ataúdes de acrílico. Esto no es metafórico… O con la de la industrialización de la cochinilla, cuando no se sabía bien qué diablos era la cochinilla—. Mi madre, italiana, nunca supo explicarnos a qué país pertenecíamos dentro de una casa donde, como he dicho ya, se hablaba español, se gritaba en italiano y se insultaba en croata. En lugar de interrogarme, como la mayoría de pre-adolescentes, sobre de dónde y cómo venimos (sí, los viejos cuentos del repollo, París y la cigüeña), lo que ansiaba saber era a dónde habíamos llegado. Aunque nací en Lima, siempre tuve la impresión de ser un “proveniente”, ni siquiera del otro lado, como mis abuelos y mis padres, sino desde una suerte de limbo o de mundo paralelo. Fue ahí que asomó, con la luz de la revelación y también con todas las mezquindades de lo cotidiano, la poesía.

*Tomado del diario ecuatoriano El Telégrafo (06-01-10)

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