A Luis Felipe Jara lo conocí hace ya varios años, allá por
el 2000-2001, cuando aún se deslizaba en el pequeño patio de la Escuela de Literatura en la UNSA. Fue Áxel Porras
quién me lo presentó y horas después, esa misma tarde, terminamos bebiendo unas
cervezas en el ya entrañable bar “La
Piscina ” del ahora enrejado parque universitario. Tiempo
después, Felipe decidió abandonar los estudios y dedicarse a construir juguetes
de madera los cuáles los vendía en el by pass de la Av. Ejército. Luego
despareció y volvió a aparecer conduciendo una moto por aquí y por allá. Siempre
estuve al tanto de su creación cuentística, y aunque ahora niega que siga en el
ejercicio, de él (alias Pepino caracol) tengo guardados una colección de cuatro
excelentes cuentos. Y aquí va uno de ellos. Espero no me demande por
publicarlo.
SOPOR
Pero quizá
sólo tengo que volver, para poder encontrarla de nuevo en el sopor extenuante
en el que se sumerge la ciudad a eso de las dos de la tarde, cuando el sol, en
plena intensidad, reflejándose en los edificios de sillar, hacía que al
mirarnos nos invadiera esa melancolía de juventud, la sensación de lejanía y
cómplice soledad. Quizá sólo regresando pueda volver a ser el estudiante de
literatura que trabajaba por las mañanas mezclando azufre y carbón en el taller
pirotécnico de mi tío, para ganar esos soles con los que sonriente la esperaba
a la salida de la escuela de arte Baca Flor, rezando porque ella tuviera ganas
de zambullirse conmigo en el calor soporífero de la calle, y terminar la tarde
en un café presumiéndole de que yo sólo tendría que escribir un cuento para ser
un escritor, y hasta famoso, por un día.
—Pero tiene
que estar relacionado con las tradiciones y leyendas de Arequipa, así lo
estipulan las bases —le
explicaba, y ella sonreía. ¡Cómo sonreía!
—Y porqué
no escribes sobre el palo seco que está en Santa Catalina, plantado por Sor Ana
de los Ángeles, del que dicen que cuando florezca, pum, se acaba la ciudad para
siempre.
—No, qué
feo, ¿no tienes otras ideas?
—Ah, ya sé,
escribe sobre la Mónica ,
la muerta esa, que vive en el cementerio y que sale de noche para llevarse a
los chicos.
—No, ¿estás
loca?, ¡qué miedo! ¿Y si se enoja y... me lleva?
—No,
tarado, sólo se lleva a los chicos guapos —volvía a sonreír—. “Todos los poetas, son unos tarados, y han
tejido notas para regalarme la marcha nupcial”, —cantaba.
—“Y tú,
pretenciosa, guardas tus azahares para regalarte a los forasteros que están por
llegar”, —le
respondía, muerto de risa.
Y luego,
nunca después de medianoche, vueltas y más vueltas por el cementerio general (en
la moto recontramisia que me vendió mi primo), para encontrar tema de
composición literaria, claro; pero no tantas vueltas porque daba miedo. Esas
noches imaginaba que acompañado por Carmen Luisa, así se llamaba, no sentiría
el mínimo temor, sintiendo sus manos rodeando mi pancita y apretándome cada vez
que la moto describiera una curva, yo hubiese recorrido las inmediaciones del
cementerio pasada la medianoche, y aún más, hubiese entrado, de su mano, claro;
hasta dar con esa condenada, condenada Mónica, para hacerle, eso sí, una
entrevista sensacional que me diera tema suficiente para ganar el concurso de
cuentos y ser un escritor de verdad, aunque sea por un día, para ella, para
Carmen.
Esperar a
ver mi cuento publicado en el diario, y esperar a tener suficientes soles, y
esperar a no tener ganas de ir una tarde a la universidad, y esperar, aún más,
a que a Carmen le diera la gana de pasarse la tarde sin almorzar en su casa,
para pasarla conversando conmigo, vagando por la ciudad. Porque ella estudiaba
arte: pintura, escultura, esas cositas —no sé si ya se los dije—. Yo estudiaba literatura —eso sí ya se los dije, ¿verdad?—. Porque una ciudad con
pretensiones turísticas requería personajes pintorescos, y personajes más
pintorescos aún, dispuestos a pintarlos. Y en las mañanas yo trabajaba en el
taller pirotécnico de mi tío —eso sí ya se los dije, estoy seguro—. Pero no ganaba mucho, pues eran tiempos malos
en que los fuegos pirotécnicos se devaluaron a más no poder, y a los artesanos
que los hacíamos se nos miraba como a bestias irresponsables; porque una noche
de catorce de agosto una bombarda dio con un cable de alta tensión en el Puente
Grau, y los arequipeños, no me quiero acordar, celebramos nuestro aniversario
con más de una treintena de involuntarios sacrificios humanos. La culpa… de los
pirotécnicos. Pero fue sin querer… Digo, ¿no?
Y los días
que pasaban… Y el tiempo, barrendero de ilusiones (ay, qué bonito), nos
bombardeaba con ráfagas de ausencia.
Y, riiinggg…
—Buenas
tardes, me haría el favor de comunicarme con Carmen.
—La
señorita Carmen Luisa no está, ha salido con el joven Pedrito.
—¿Pedrito…?
¿Ah, sí…?; y, ¿quién es ese huevón?
Riiinggg…
—Buenas
tardes, me haría el favor de comunicarme con Carmen.
—Mira,
chico, Carmencita no está, y ya sé que eres tú el que llama para decir
groserías. Haz el favor de no volver a llamar.
—No, señora…
se equivoca… ¿groserías, yo? Pero si yo nunca digo groserías… tal vez fue…
Pedrito… Sí, ese Pedrito, ese huevón.
Porque
recién ahora he entendido que los mitos y misterios de Arequipa, son los mismos
mitos y misterios de cualquier otra ciudad, y que no hay cosa más mitológica ni
más misteriosa que el amor, y que esas mismas Mónicas y las mismas Carmencitas,
en Arequipa y en la China ,
se seguirán repitiendo en todos los idiomas, en todas las latitudes y en todos
los tiempos, en una cruzada despiadada y vertiginosa que terminará por
enloquecer de amor a todos los tarados de este planeta.
Pues en
realidad, yo la conocía y la quería desde que teníamos trece años, por la más
sólida e irrefutable razón que se puede articular en lenguaje mistiano: Porque
sí. Y ella nunca me aceptó formalmente por una razón análoga. Y es que ¡Maldita
sea! Qué culpa tendría yo de que mi nacionalísimo colegio: El poderoso,
glorioso, antisísmico y dos veces campeón nacional de fútbol, Honorio Delgado
Espinoza, quedara justo frente a su muy privado, primoroso y rosado colegio,
Sagrado Corazón Sophianum.
…Más de una
noche, desde los barandales del café del búho, vimos a la luna esconderse detrás
de una de las torres de la catedral; torre que según los noticieros fue
derrumbada por el último terremoto, pero eso tiene que ser falso: porque una
torre (y todavía con campanas), detrás de la que se ocultaba la luna, no puede
ser traída abajo por un terremotito, al menos yo no lo creo. Tal vez se trata
de una exageración de algunos periodistas celosos que quieren ahuyentar de
Arequipa “a los forasteros que están por llegar”; porque no había cosa
mas chocante que escaparme de la
UNSA , para ver a Carmencita, recorrer la calle Mercaderes en
un estado cercano al sonambulismo rumbo a la escuela de arte Carlos Baca Flor,
y encontrarla en las graditas de mármol de la Catedral “practicando su
inglés” con unos gringos sonrientes y colorados que no hacían caso de mi
xenofóbica cara (¡qué cólera!), y me extendían sus blancas y peludas manos
gritándome: “¡Hola amigo!”. Pobres turistas, que seguramente imaginaban que yo,
además de no entender ni jota de inglés, era sordo.
—Carmencita,
qué acaso en tu casa no te han enseñado a no hablar con extraños, carajo!
Pero lo decía de puro picón, porque en realidad, los gringos eran muy simpáticos… Pero yo no quería gritar ni decir palabrotas… Yo sólo quería que ella viera mi nombre en letras de molde; pero por más vueltas que le di al cementerio general nunca encontré a
Pero quizás
sólo tengo que volver, para recuperar mi juventud perdida, para tener
nuevamente diecinueve años, volver a empaquetar pólvora en el taller de mi tío,
encontrar el tema relacionado con las tradiciones, leyendas y misterios de
Arequipa, reencontrar a Carmencita, llevarla al café del búho y, ahí mismo,
ponerme a escribir un cuento para ella: “Había una vez, en una ciudad de fábula
con habitantes de pesadilla, un aprendiz de poeta que…”.
Pepino Caracol