Por Darwin Bedoya
Pocas veces uno está frente a signos pesadillescos que nos remiten a tensiones como en «El gato negro» de Allan Poe, que nos trasladan a sensaciones impávidas como en «El señor de los muertos» de Tom Holland, ficciones puras como en «Los mitos de Cthulhu» de H.P. Lovecraft, pavores tremendísimos como en «Drácula» de Bram Stoker, anhelos profundos como «Qué difícil es ser Dios» de Boris y Arcady Strugatsky, presencia de algo oscuro como el signo espantoso y patético de la «Saga crepúsculo» de Stephenie Meyer, luminiscencias oscuras, alucinantes, como en «Un fuego sobre el abismo» de Vernor Vinge, visiones fantasmales del paso de las horas como en «El señor del tiempo» de Louse Coper. Todas estas historias, de algún modo, asoman en este libro titulado «Pamoslake» (Grupo editorial Hijos de la lluvia & LagOculto editores, 54 pp. Lima, 2009), pero se muestran creando las ideas de atmósfera, de alucinaciones, de visiones escurridizas y fragmentarias de lo maravilloso que tiene la literatura fantástica. Fue el mismísimo Lovecraft quien hablaba de los cuentos sobrenaturales porque, en cierta medida, éstos coinciden con las inclinaciones personales. Este tipo de historias logran la suspensión momentánea de las irritantes limitaciones del tiempo, del espacio y de las leyes naturales que nos gobiernan o aprisionan para que al final quede frustrada nuestra inquisición por indagar en las infinitas regiones del cosmos, lejos de nuestro análisis y más allá de nuestra visión.
El texto se apertura con un excelente paratexto titulado «Balada del absurdo animal», extraído de «Sparagmos» de Maurizio Medo: «Hay habitaciones que a nadie corresponden./ Coágulos aletean sobre la negra flor del dormitorio/ mientras la pastilla alerta noche./ Afuera balan los turistas como coros de ángeles o arpías por el pasadizo del motel./ Un animal bendice a la tiniebla./ El zumo del placer hierve en su boca./ Tropieza y se tiende a devorar la piel de su vergüenza.» Este libro abriga, ante todo, una historia fantástica que se proyecta en muchas orientaciones. El relato está escrito desde el centro mismo de la escritura. Combina las vivencias personales y los miedos interiores del hombre. Es también una memoria personal, y va proponiendo la desaparición de ciertas fronteras narrativas y abriendo camino para las confesiones amplias, siempre a la búsqueda de que lo real sea visto como espacio idóneo para acomodar lo imaginario, y así ficcionar con la vida.
Su autor, Walter Bedregal Paz, (Tacna, 1965), con esta singular historia nos lleva a un mundo donde pareciese que existen personajes escapados de los más extraños sueños que bordean la locura, al tiempo que transgreden cualquier tipo de convenciones sociales o amorosas, en un espacio geográfico tan común, donde todo está ordenado y prefijado. El protagonista se confunde con su miedo y su conducta es extremadamente compleja, por todo lo que se describe en las líneas de esta imaginería sorprendente. El gran «desideratum» de «Pamoslake», como en cualquier ficción fantástica, es la atmósfera, y no la acción. Stephen King y Bradbury son la mejor muestra de esta afirmación, pero no sólo la atmósfera, porque este «Pamoslake» también posee los vestigios de ciertos elementos góticos incluyendo un signo sutil de futuros siniestros que, evidentemente emulan una ansiedad interna como en aquel lejano «Farenheit 451».
«Pamoslake» tiene una tensión entre imaginería de lo invisible y la narración subjetiva. Es un relato rápido a la vez que profundo, que en su travesía recorre la soledad, la amistad, el amor, la muerte y las fronteras del vacío. En estas páginas se rescatan de la memoria distintos momentos de una época pretérita de su protagonista, escenas conmovedoras sobre la formación moral, sobre aquel «viaje a la singularidad que constituye toda adolescencia.» La quietud y permanencia que destilan sus páginas, la sensación de que nos cuentan cosas «que han pasado y que están destinadas a seguir pasando». Este libro, el segundo de narrativa que publica su autor y por el que obtuvo una mención en el Concurso Nacional de Cuento Premio a la Cultura en 2006, está destinado a acompañar nuestro propio aprendizaje del dolor y del amor y a perdurar en la memoria lectora.
Insomnio y profundo sueño. Velas en la vigilia. El protagonista de esta historia va esparciendo el caos a su alrededor a medida que avanza en su mutación. Y también nos va conduciendo a un lugar que no sabemos si existe o no, pero que sin duda está entre el insomnio y el sueño. El nudo que él mismo ha provocado guiándose por lo que dicta aquello a lo que más quiere en el mundo, su forma, aprieta en su garganta. Así es como acaba pensando una cosa tras otra, dejándose arrastrar por las circunstancias y su revisión interior. Es de este modo como atraviesa etapas de un viaje iniciático en el cuerpo que posee y la desesperación, en el que cualquiera esperaría que encontrase redención. Como en otras historias escritas por los consagrados, Walter Bedregal sabe husmear en el lodazal de los sucesos para forjar con envidiable pulso narrativo una ficción basada en hechos reales, digna de la mejor tradición realista del género. Y es que da la sensación de que la narración cuenta una historia mientras en realidad está pasando otra cosa. Una prosa perturbadora, inquietante, en el límite de lo ilusorio. Como la lucidez de una noche en vela. El segundo cuento de un narrador que dice que algo anda mal, sin necesidad de levantar demasiado la voz.
Parece que esta historia hubiese surgido del miedo para irse también al miedo. El personaje nos parece indicar que toda definición de insomnio redunda en la imposibilidad de conciliar el sueño. Por motivos físicos o mentales, el sujeto se ve sin posibilidad de descanso en el cuarto eslabón del sueño. Este espacio es conocido como fase «lento» o fase delta, en la cual el organismo halla máxima relajación y comienza un proceso fundamental para su salud: la regeneración. Regeneración en dos sentidos: inmunológico, cuando este sistema actúa con mayor fuerza y eficacia sobre los diferentes órganos del cuerpo; y psicológico, cuando los procesos mentales reacomodan experiencias enviando algunas al arrumbado «ello» y sacando otras de ahí, para descifrar los acontecimientos de las jornadas venideras. El «Pamoslake» de Bedregal es como un insomnio: «La situación era insostenible, debía arriesgarse a retroceder, pese a que Pamoslake bloqueaba toda salida posible. Pensó que protegido por su propia piel podría pasar sobre aquella masa. Sabía que era una idea delirante, el protoplasma viscoso lo envolvería hasta sofocarlo, pero debería de correr el riesgo. Tomó la decisión, se desnudó y corrió hacia él con tal fuerza que lo único que logró fue hacerlo enojar, tras chocar contra una caparazón pegajosa. La flacidez de sus extremidades contraídas con el desfallecimiento de todo su organismo y la apatía de su espíritu, lo debilitaron. Un sudor pegajoso como la miel cubría su cuerpo». (p. 24) Este «mal» que ha atacado en todo momento al ser humano; tiene orígenes diversos y explicaciones múltiples, pero en todo caso parece haber acuerdos. Uno de ellos es que el estado insomne crea una dialéctica del insomnio: acostumbrado el cuerpo a no dormir, comienza a despreciar el sueño. Otro acuerdo es que después de un periodo largo de insomnio, una persona puede volverse, sin vuelta atrás, esquizofrénica; incluso puede llegar al suicidio por depresión profunda e inmediata. Por no referir a lo más común, las implicaciones directas en la salud de la persona: al no autorregenerarse, el organismo debilita al máximo su sistema inmunológico y neurológico. Los datos indican que en toda época se han utilizado sustancias de diversa índole y origen para controlar y abatir el «mal». Pero la conclusión final es contundente: el insomnio se trata, pero jamás se cura, puede existir en forma de monstruo, de Pamoslake.
Las lecciones de vida que deja el profesor Recabarren (personaje principal de la historia), nos da un lugar para poder pensar en el neologismo de la autoficción que Serge Doubrovsky dijo de este género: «el autor se convierte a sí mismo en sujeto y objeto de su relato.» No es tan difícil entender que la autoficción es la autobiografía bajo sospecha. Bedregal no solo cruza esa frontera hacia los dominios de la fabulación, sino que se adentra más allá de las horas agudas del insomnio que aplaza una muerte. Este Pamoslake puede ser la certeza última de la inmortalidad, la resurrección de la fantasmagoría, el ser que capturamos o nos captura en la totalidad de lo divino. Al parecer, lo escrito nunca muere. De ahí la necesidad humanística que guía la vida y nos hace mapas capaces de evitar la sempiterna errancia del absurdo, contar siempre con esos asideros incondicionales prestos a resarcir los extravíos de la animalidad: «Salir de noche es amar la luna y no verla es como tener un cuerpo sin alma. Pero exponerse a la soledad a sabiendas de retarla como se desafía a la muerte por causas del amor y la locura, es firmar la liberación de Pamoslake y aceptar la metamorfosis consecuente». (p. 22) Si bien esta soledad tiene que ver con la ausencia, no siempre la ausencia se asegura a sí misma en la nada ni la carencia objetiva logra enmudecer la enunciación del vacío. Próximo al fin, el moribundo custodia, ahí donde los testigos de su deceso creen hallar ya un silencio sepulcral, la irrupción de un último estertor. Adherida a la presencia efectiva, al objeto real, se encuentra la sombra, espejo oscurecido donde se ejercitan imperceptibles contornos fantasmales. «Pamoslake volvió del país de las sombras, de donde nadie suele volver. Extendiendo sus manos como un ave sus alas. Recabarren, entró como si descendiera a la casa de las tinieblas, y ya dentro de él, pudo aprender muchas cosas, le hubiera gustado quedarse más tiempo, pero no sentía los latidos de su corazón, su pulso, sus ojos tenían una expresión de melancolía. Había sido devorado en un abrir y cerrar de ojos por ese Pamoslake que regresó de la casa del Dios Irkala». (p.29) El tono de este texto es con olor a ejércitos espectrales cuya misión es abrir una nueva dimensión que no consista únicamente en mascullar las palabras que yacen ante los ojos. Acordes no tanto a la imagen cuanto a la semejanza, tales apariciones escoltan la visibilidad de la cosa y, a pesar de su inaprensible condición, se mantienen firmes, animadas, dispuestas a renovar una y otra vez la capacidad de asombro. En este relato acompañamos a Pamoslake en su aprendizaje de la vida, recorriendo vívidamente el mundo interior del ser humano habitado por la condición que le ha tocado vivir y que Bedregal narra con una prosa sosegada y limpia, realista, cruda y penetrante, develándonos una existencia profundamente humana. En la metáfora inacabada de esta narración participa el juego entre la ficción y la realidad para construir, una vez más, un mecanismo fascinante en su estructura y resolución. Este «Pamoslake»: delirio y soledad. Pequeñez de lo humano en un universo infinito y amoral, azaroso y hostil, carente de significado y angustiosamente ajeno a nuestras preocupaciones y cavilaciones. El orden temático también engancha con títulos que ahora recordamos: «El pescador de demonios», de Redwood, «El hermano de las moscas», de Jon Bilbao, «La boca del infierno», de Rodolfo Martínez, «Infierno nevado», de Ismael Martínez, «Forastero en cuerpo extraño», de Fermín Moreno, «Nunca me abandones», de Kazuo Ishiguro y «Pashazade», de Jon Courtena, quizá este último sea el más cercano a «Pamoslake» por el personaje y la atmósfera.
La vida de este Pamoslake se nos muestra tan cercana que podemos sentir el latido de su corazón cuando le invade el desasosiego o la felicidad. Y, especialmente, el miedo que compartimos con él. La sombra pavorosa de la ofuscación.