Gritos, el nuevo poemario de Juan Cristóbal. |
*Nota aclaratoria
de Juan Cristóbal: En 1968 comencé un
libro titulado “Las cuevas”, en la cárcel de Lurigancho. Lo terminé en 1969. En
ese mismo lugar estaba detenido el psiquiatra Segisfredo Luza, con el cual
hicimos amistad. Al terminar el libro, a mediados del 69, le pedí un Prólogo,
el cual lo hizo pero referido a “Las cuevas”. Después de 44 años publiqué ese
texto, pero reestructurado, tanto en su forma física como temática, con el
nombre de “Gritos” (2013). Lo que presento aquí son partes del Prólogo que
tienen que ver con las ideas generales y esenciales del texto. Por ser de
importancia para mí y para la comprensión de la obra, lo publico de la forma
que indico.
“GRITOS”
Por Segisfredo Luza.
Toda
crítica no es sino una máquina de convertir lo original a lo banal. Si nos
interrogamos sobre el lenguaje, tendríamos que remitirnos a la lingüística y al
psicoanálisis y esto es insuficiente porque al final de cuentas toparíamos con
una concepción elaborada del hombre. Una filosofía total del ser humano depositada
históricamente en el lenguaje cotidiano. Si renunciamos a analizar “nuestra
bella lengua” y tratamos de captar lo subjetivo, estaríamos detenidos en el
siglo XIX cuando la estética se dedicó a tratar el arte como actividad interior,
dejando de lado el examen profundo y directo de la obra. Nicolai Hartmann pidió
un cambio del pensamiento estético y por consiguiente de la crítica. Ya Víctor
Hugo creía haber hecho la revolución al querer “poner un bonete rojo a los
viejos diccionarios”. Y efectivamente este cambio ha sido la apertura de la
literatura moderna, a través de Rimbaud, Mallarmé, Proust, Bretón, sin hablar
de Becket, Ionesco, Genet, Joyce y Robbe-Grillet. Ellos han introducido el
absurdo; el orden dentro del desorden. ¿Y la crítica? ¿Es posible desentrañar,
indagar, las estructuras internas del acto creador sin atentar contra la obra
misma? ¿Lo absurdo, lo deshilvanado, lo simbólico, tiene un sistema y una
fenomenología?
No es este
el instante de elaborar una metodología de la crítica, ni de estudiar las
posibilidades de una fenomenología de la poesía moderna, ni del absurdo. Simplemente
digamos que toda crítica es “una apuesta fatal” porque propone una evidencia,
una hipótesis parcializada del problema del autor y en esta apuesta el crítico
está introduciendo una ecuación personal en el sentido de Pascual. Y así nos
coloca frente a un círculo vicioso. Una ronda infernal en la que no hay
concordancia entre la significación de la obra y la objetividad de la misma.
Prescindamos,
pues, de toda crítica y limitémonos a leer la obra sin introducir puntos de
vista. Digamos que lo implícito está contenido en lo explícito. El genio del
autor no es otra cosa que la presencia de su ser en la obra y a él nos
acercaremos leyéndolo, del mismo modo que el oyente frente a la música. La
partitura es distinta a la ejecución de la obra. Y el goce es una experiencia
sin palabras. Ella habla de nosotros. Así para acercarnos a esta obra leámosla
y tratemos de experimentar sin intención alguna, lo que surja en nosotros
mismos. Si es asco o emoción; si alegría o tristeza; si aburrimiento o
inquietud; si añoramos nuestro pasado ancestral o creemos haber descubierto el
sentido de la vida. Todo ello es la obra. Luego la obra hablará en nuestra
receptividad o impresionabilidad en forma impalpable. De pronto se anudará a
nuestro interior según la índole de cada cual y objeto y sujeto será un todo
inextricable.
Desde las
primeras líneas lo caótico irrumpe en el discurso interior y no precisamente
bordeando lo improbable sino revelando al hombre medular. Esta obra es un
conjunto de piezas que habla del mundo de los impulsos primitivos, de las voces
del silencio, del flujo sanguíneo, de todo aquello que en el hombre civilizado
ha quedado sepultado bajo la razón y el concierto lógico. Empero, no se trata
de un relato enajenado propio de los seres que han perdido la cordura y en
quiénes el discurso ha perdido su línea directriz. Se trata de una liberación
visceral que contiene la armonía de las formas ancestrales, de lo recóndito que
asciende hasta lo sublime y que se expresa en la contradicción, en el
contrapunto y en el ritmo oral que brota como una melodía inagotable de
imágenes poéticas. Precisamente en esta prosa poemática reside su embrujo. Aquí
no encontraremos un sistema de lectura…Desde el inicio ya estamos capturados
por este resurgimiento vital que al entregarnos su intimidad está revelando la
nuestra. Una especie de simbiosis, de amalgama expresiva, de comunicación sintética
a través del retorno al acontecimiento primitivo.
Se ha dicho
que el lenguaje es una forma de distanciamiento del ser. La expresión es a la
vez opaca y transparente. El hombre se aliena al tratar de traducir sus
vivencias en la palabra. El lenguaje perfecto equivale a la completa identidad
del hombre y a la ruptura de los límites de la personalidad. Si el surrealismo
plasmó las imágenes del ensueño y el acaecer subconsciente. Y si los
expresionistas como Chagall pintaron un mundo onírico y sugestivo, Lautremont
fue el maestro de lo horrible y cavernario. ¿En este texto hay una
reminiscencia de todo esto? No lo sabemos. Sólo entrevemos un bullicio interior
que no se deja capturar como una estructura que por pertenecer al hombre es una
estructura inhallable.
Cuando
leemos: “Maldito agujero congelado de pánico, has roto el horizonte de las
calaveras derrotadas. Los cristales de espuma Los pequeños cangrejos de las
alimentaciones orgánicas que tienen escasamente la cabeza corta. Has amputado
las pinzas aprehensoras del miedo Sin embargo naces perfecta en la descendencia
cultivada de los cielos impenetrables…”, la materia bruta, lo inorgánico, lo
biológico, las vivencias, lo espiritual, lo telúrico, la realidad social, las
especies vivientes, lo microscópico, lo sideral, es decir todo el complejo
universal, se nos comienza a presentar como una cosmogonía antitética que habla
por sí misma mediante las fuerzas que ascienden a la conciencia y que ingresan
sin ser analizadas, ni enmascaradas, sino que nos penetran puras, como si ello
significase inventar la creación: el hombre desnudo, conjunto explosivo que
dentro de la inestabilidad dialéctica encuentra su razón de ser.
Y en este
canto filogenético el hombre surge como expresión perfeccionada de lo viviente.
Se enseñorea y trata de separarse de su origen desconociendo los impulsos que
nos hermanan a los peces, a los invertebrados, al barro original. Pero resulta
que este desprendimiento es generador de angustia, de desgarramiento, de lucha,
de dicotomía entre la materia hecha cuerpo y el destino como alienación. Es el
retorno del hombre a las fuentes primigenias, es un proceso inacabado, que
procede de las vivencias elementales, de los impulsos ancestrales, de la
vociferación, de la liberación, de la entrega al mundo; “un sacarse a sí
mismo”, que se expresa poéticamente. Y para ello Juan Cristóbal se abandona al
silencio y al retraimiento como queriendo beber de la imaginación y de la
oquedad interior. Y así comienza a brotar su canto ininterrumpido que sin
aliento ni pausa, se convierte en palabras enhebradas entre sí, explicándose
unas con otras, como partes de un todo cuya coherencia se descubre en el canto
mismo, en las letras que desfilan plenas de significado y en donde las
mayúsculas y minúsculas son acordes plenos de fuerza y fugato o de adagio
encantado.
En casi
todos los poemas, que son expresiones poéticas de la misma coyuntura, aparece
el hombre ancestral, enajenado y perdido en un mundo de formas vivientes,
estremecido en su circuito vital, ángel caído, mono superior, pájaro y
constelación, fuente y fin de todas sus culpas. Y en otros momentos el
movimiento es devorador y alucinante; no da tregua, es caótico y se mueve como
nebulosa naciente (…).
¿Y el
tiempo? Dimensión real como la materia misma, cruel como la vida, implacable
como la curva de los días, como el sueño y la vigilia. El tiempo que todo lo
remite al pasado devorando el presente y donde el futuro sólo es proyecto
insubstancial. El tiempo. En uno de los poemas sobre “Los meses”, marca el
final de esta peregrinación del hombre a través de su trayectoria filogenética,
despertando a la conciencia, viviendo en el tiempo y en los meses. Y no puede
sino gritar y lanzar imprecaciones contra el calendario que acciona como hierro
aprisionante. Ahí está la edad irrenunciable, la metamorfosis humana, los
desvelos y frustraciones, los triunfos y desgarramientos y el sórdido mutismo
de los dioses que no auxilian al hombre. Y en ese poema, al final exclama ¿Y el
tiempo? Dimensión real como la materia misma, cruel como la vida, implacable
como la curva de los días, como el sueño y la vigilia. El tiempo que todo lo
remite al pasado devorando el presente y donde el futuro sólo es proyecto
insubstancial. El tiempo. En uno de los poemas sobre “Los meses”, marca el
final de esta peregrinación del hombre a través de su trayectoria filogenética,
despertando a la conciencia, viviendo en el tiempo y en los meses. Y no puede
sino gritar y lanzar imprecaciones contra el calendario que acciona como hierro
aprisionante. Ahí está la edad irrenunciable, la metamorfosis humana, los
desvelos y frustraciones, los triunfos y desgarramientos y el sórdido mutismo
de los dioses que no auxilian al hombre, por eso exclama desafiante frente a lo
irrenunciable, ante el destino que termina en la muerte; “Venid meses de
hierro, aquí os espero, en el corredor aturdido de las noches separadas”, frase
final de la trágica aceptación de vivir en el tiempo.