Escribe Orlando Mazeyra Guillén
«Gamboa ríe. Deja de caminar, queda en el centro del aula. Tiene los brazos cruzados, los músculos se insinúan bajo la camisa crema y sus ojos abarcan de una mirada todo el conjunto, como en las campañas, cuando lanza a su compañía entre el fango y la hace rampar sobre la hierba o los pedruscos con un simple movimiento de la mano o un pitazo cortante: los cadetes a sus órdenes se enorgullecen al ver la exasperación de los oficiales y cadetes de las otras compañías, que siempre terminan cercados, emboscados, pulverizados. Cuando Gamboa, con el casco reluciendo en la mañana, apunta con el dedo una alta tapia de adobes y exclama (sereno, impávido ante el enemigo invisible que ocupa las cumbres y los desfiladeros vecinos y aun la lengua de playa en que se asientan los acantilados): “¡Crúcenla pájaros!”, los cadetes de la primera compañía arrancan como bólidos, las bayonetas caladas apuntando al cielo y los corazones henchidos de un coraje ilimitado, atraviesan las chacras pisoteando con ferocidad los sembríos —¡ah, si fueran cabezas de chilenos o ecuatorianos, ah, si bajo las suelas de los botines saltara la sangre, si murieran!».
Fragmento de La ciudad y los perros.
I
Una chica, al verlo a poco menos de un par de metros, se queda corta, casi paralizada. No tiene el valor suficiente como para acercarse y pedirle un autógrafo. Entonces ella, con una mirada cómplice acompañada de una, poco sutil, seña, envía a su solícito enamorado. «Yo no firmo piratería», responde de manera tajante y devuelve intacto un ejemplar de Travesuras de la niña mala que debe de costar algo más de diez Nuevos Soles y es idéntico al que yo tengo en mi recámara.
Es Mario Vargas Llosa, que ha llegado otra vez a su ciudad natal, no para combatir la piratería denegando firmas, sino para hacerla —casi, simbólicamente— innecesaria inaugurando la Biblioteca Regional que lleva su nombre tan celebrado y, a la vez, tan mentado aquí, allá y acullá.
Me conmueve la decepción de la muchacha, pues yo podría haber estado (estoy) en su lugar: soy un hijo de piratería libresca, musical y cinemera (por cierto, no lo digo con orgullo; aunque tampoco con vergüenza). Pero, no hay tiempo que perder en divagaciones de esta índole, pues traigo conmigo un ejemplar histórico y, obviamente, original (García Márquez: historia de un deicidio). Trato de abrirme paso entre los libros estirados y abiertos de par en par, los bolígrafos que buscan llegar a sus ancianas manos y, por supuesto, las ganas desenfrenadas de poder alcanzar al novelista más talentoso que hayan conocido estas tierras.
«Es un libro muy importante para mí», le digo, ganado por la chismografía, con un vago afán provocador, y lo abro precisamente en donde aparecen los apellidos del genio literario de Aracataca: GARCÍA MÁRQUEZ. «Este es un libro muy especial», apostilla él, con una media sonrisa, algo forzada, que tal vez esconde la verdadera historia del puñetazo más famoso y amarillista de la literatura universal (¿cuál de los dos se animará a concluir sus memorias?, pues sabemos que el peruano ventiló buena parte de su vida en El pez en el agua y, por su parte, el colombiano publicó un delicioso mamotreto con bajo el título Vivir para contarla; pero ambos escamotearon esa etapa de amistad y admiración compartida: fines de los años 60 e inicios de los 70).
Mientras termina de estampar sus iniciales, lo miro a los ojos, trato de escrudiñarlo sin éxito. Es un hombre imponente. Estoy sumido en el estimulante convencimiento de que estoy con el sujeto que me abrió las puertas de la narrativa con sus libros; en otras palabras, me cambió la vida: «Don Mario, ¿cómo se hace para llegar tan lejos?». El ya está cansado de esa y otras interrogantes que rayan en el lugar común. Pero cumple su libreto, casi puedo adivinar su respuesta: «Trabajo, más trabajo, ¡mucho esfuerzo!». Es así como se forjó, emulando a Flaubert, trabajando obsesivamente, leyendo con lápiz y papel a William Faulkner: el genio no nace, se hace. Vargas Llosa es una muestra palpable de lo que pueden lograr la dedicación, la pasión y la testarudez entendida de la mejor manera: «Es usted un maestro». Termino con otro lugar común, con otra verdad grande como la flamante Biblioteca Regional. Darle su nombre a una biblioteca y hacer de este ambiente un punto de encuentro de lectores y escritores debe ser la mejor manera de rendirle un homenaje a un artista de pluma infatigable que ya anuncia la inminente aparición de su último esfuerzo de galeote, seguramente para fines de año: El sueño del celta.
II
«Abrió los ojos a las cuatro de la madrugada y pensó: “Hoy comienzas a cambiar el mundo, Florita”. No la abrumaba la perspectiva de poner en marcha la maquinaria que al cabo de unos años transformaría a la humanidad, desapareciendo la injusticia». El comienzo de El paraíso en la otra esquina (2003), es, para este prescindible lector, una invitación a imaginar el instante en que Vargas Llosa se dijo a sí mismo, con una convicción a la altura de su talento: hoy comienzas a cambiar la literatura (que es una forma virtual de cambiar el mundo, nuestro mundo, fabricando uno paralelo que fisgonee sin pudores lo mejor y lo peor que llevamos en las entrañas). Y lo hizo añadiendo ingredientes capitales: su resentimiento, su nostalgia, su crítica. Muy a su manera —heredero de Faulkner, Flaubert y, a veces a pesar suyo, de Sartre— es un continuador de primer orden de «la tradición de ese invisible linaje de contadores ambulantes de historias», pues la literatura, el oficio mismo ancestral de contar relatos, desboca su corazón «con más fuerza que lo hayan hecho nunca el miedo o el amor» (El hablador, 1987).
Este domingo 28 de marzo, el novelista mayor de las letras peruanas cumple 74 años y el mejor regalo que puede ofrecerle un diletante disfrazado de escribidor, es este farragoso colage que alterna entre la anécdota, la rendida admiración, las citas librescas y, cómo no, sus discursos más incandescentes en donde nos anunciaba que él es un aguafiestas por definición: «la literatura es fuego, que ella significa inconformismo y rebelión, que la razón del ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica. Explicarles que no hay término medio: que la sociedad suprime para siempre esa facultad humana que es la creación artística y elimina de una vez por todas a ese perturbador social que es el escritor o admite la literatura en su seno y en ese caso no tiene más remedio que aceptar un perpetuo torrente de agresiones, de ironías, de sátiras, que irán de lo adjetivo a lo esencial, de lo pasajero a lo permanente, del vértice a la base de la pirámide social. Las cosas son así y no hay escapatoria: el escritor ha sido, es y seguirá siendo un descontento. Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir, nadie que esté de acuerdo, reconciliado con la realidad, cometería el ambicioso desatino de inventar realidades verbales. La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor. La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza. Todas las tentativas destinadas a doblegar su naturaleza airada, díscola, fracasarán. La literatura puede morir pero no será nunca conformista» (Caracas, 1967).
Permítame, don Mario, caer en el indecoroso acto de convencerme de que, sin piratería, sus libros jamás habrían de llegar a mis manos. En suma: la llama —el fuego que es la literatura—, sin herramientas ni medios adecuados, jamás habría de encenderse. No hubiera podido ser lo poco que soy. Eso, a usted, debe importarle nada; mi confesión no debe moverle siquiera un pelo de su nívea cabellera. Pero a mí sí me importa tanto como lo que cada uno de sus libros y relatos me enseñaron, me hicieron un subversivo de la realidad, me pusieron contra todos, contra mí mismo, «contra Dios, contra la creación de Dios que es la realidad. Escribir es una tentativa de corrección, cambio o abolición de la realidad real, de su sustitución por la realidad ficticia que el novelista crea. Este es un disidente: crea vida ilusoria, crea mundos verbales, porque no acepta la vida y el mundo tal como son (o como cree que son). La raíz de su vocación es un sentimiento de insatisfacción contra la vida: cada novela es un deicidio secreto, un asesinato simbólico de la realidad». Escribir como único —válido, legítimo, irrenunciable— homenaje al hijo más pródigo de Arequipa, aquél que nació en el Boulevard Parra, y deambuló por el mundo haciendo de su historia, muchas historias. Escribir como si se nos fuera la vida en ello, aun a riesgo de que no seamos tan magníficos y memorables asesinos como Mario Vargas Llosa.
Es Mario Vargas Llosa, que ha llegado otra vez a su ciudad natal, no para combatir la piratería denegando firmas, sino para hacerla —casi, simbólicamente— innecesaria inaugurando la Biblioteca Regional que lleva su nombre tan celebrado y, a la vez, tan mentado aquí, allá y acullá.
Me conmueve la decepción de la muchacha, pues yo podría haber estado (estoy) en su lugar: soy un hijo de piratería libresca, musical y cinemera (por cierto, no lo digo con orgullo; aunque tampoco con vergüenza). Pero, no hay tiempo que perder en divagaciones de esta índole, pues traigo conmigo un ejemplar histórico y, obviamente, original (García Márquez: historia de un deicidio). Trato de abrirme paso entre los libros estirados y abiertos de par en par, los bolígrafos que buscan llegar a sus ancianas manos y, por supuesto, las ganas desenfrenadas de poder alcanzar al novelista más talentoso que hayan conocido estas tierras.
«Es un libro muy importante para mí», le digo, ganado por la chismografía, con un vago afán provocador, y lo abro precisamente en donde aparecen los apellidos del genio literario de Aracataca: GARCÍA MÁRQUEZ. «Este es un libro muy especial», apostilla él, con una media sonrisa, algo forzada, que tal vez esconde la verdadera historia del puñetazo más famoso y amarillista de la literatura universal (¿cuál de los dos se animará a concluir sus memorias?, pues sabemos que el peruano ventiló buena parte de su vida en El pez en el agua y, por su parte, el colombiano publicó un delicioso mamotreto con bajo el título Vivir para contarla; pero ambos escamotearon esa etapa de amistad y admiración compartida: fines de los años 60 e inicios de los 70).
Mientras termina de estampar sus iniciales, lo miro a los ojos, trato de escrudiñarlo sin éxito. Es un hombre imponente. Estoy sumido en el estimulante convencimiento de que estoy con el sujeto que me abrió las puertas de la narrativa con sus libros; en otras palabras, me cambió la vida: «Don Mario, ¿cómo se hace para llegar tan lejos?». El ya está cansado de esa y otras interrogantes que rayan en el lugar común. Pero cumple su libreto, casi puedo adivinar su respuesta: «Trabajo, más trabajo, ¡mucho esfuerzo!». Es así como se forjó, emulando a Flaubert, trabajando obsesivamente, leyendo con lápiz y papel a William Faulkner: el genio no nace, se hace. Vargas Llosa es una muestra palpable de lo que pueden lograr la dedicación, la pasión y la testarudez entendida de la mejor manera: «Es usted un maestro». Termino con otro lugar común, con otra verdad grande como la flamante Biblioteca Regional. Darle su nombre a una biblioteca y hacer de este ambiente un punto de encuentro de lectores y escritores debe ser la mejor manera de rendirle un homenaje a un artista de pluma infatigable que ya anuncia la inminente aparición de su último esfuerzo de galeote, seguramente para fines de año: El sueño del celta.
II
«Abrió los ojos a las cuatro de la madrugada y pensó: “Hoy comienzas a cambiar el mundo, Florita”. No la abrumaba la perspectiva de poner en marcha la maquinaria que al cabo de unos años transformaría a la humanidad, desapareciendo la injusticia». El comienzo de El paraíso en la otra esquina (2003), es, para este prescindible lector, una invitación a imaginar el instante en que Vargas Llosa se dijo a sí mismo, con una convicción a la altura de su talento: hoy comienzas a cambiar la literatura (que es una forma virtual de cambiar el mundo, nuestro mundo, fabricando uno paralelo que fisgonee sin pudores lo mejor y lo peor que llevamos en las entrañas). Y lo hizo añadiendo ingredientes capitales: su resentimiento, su nostalgia, su crítica. Muy a su manera —heredero de Faulkner, Flaubert y, a veces a pesar suyo, de Sartre— es un continuador de primer orden de «la tradición de ese invisible linaje de contadores ambulantes de historias», pues la literatura, el oficio mismo ancestral de contar relatos, desboca su corazón «con más fuerza que lo hayan hecho nunca el miedo o el amor» (El hablador, 1987).
Este domingo 28 de marzo, el novelista mayor de las letras peruanas cumple 74 años y el mejor regalo que puede ofrecerle un diletante disfrazado de escribidor, es este farragoso colage que alterna entre la anécdota, la rendida admiración, las citas librescas y, cómo no, sus discursos más incandescentes en donde nos anunciaba que él es un aguafiestas por definición: «la literatura es fuego, que ella significa inconformismo y rebelión, que la razón del ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica. Explicarles que no hay término medio: que la sociedad suprime para siempre esa facultad humana que es la creación artística y elimina de una vez por todas a ese perturbador social que es el escritor o admite la literatura en su seno y en ese caso no tiene más remedio que aceptar un perpetuo torrente de agresiones, de ironías, de sátiras, que irán de lo adjetivo a lo esencial, de lo pasajero a lo permanente, del vértice a la base de la pirámide social. Las cosas son así y no hay escapatoria: el escritor ha sido, es y seguirá siendo un descontento. Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir, nadie que esté de acuerdo, reconciliado con la realidad, cometería el ambicioso desatino de inventar realidades verbales. La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor. La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza. Todas las tentativas destinadas a doblegar su naturaleza airada, díscola, fracasarán. La literatura puede morir pero no será nunca conformista» (Caracas, 1967).
Permítame, don Mario, caer en el indecoroso acto de convencerme de que, sin piratería, sus libros jamás habrían de llegar a mis manos. En suma: la llama —el fuego que es la literatura—, sin herramientas ni medios adecuados, jamás habría de encenderse. No hubiera podido ser lo poco que soy. Eso, a usted, debe importarle nada; mi confesión no debe moverle siquiera un pelo de su nívea cabellera. Pero a mí sí me importa tanto como lo que cada uno de sus libros y relatos me enseñaron, me hicieron un subversivo de la realidad, me pusieron contra todos, contra mí mismo, «contra Dios, contra la creación de Dios que es la realidad. Escribir es una tentativa de corrección, cambio o abolición de la realidad real, de su sustitución por la realidad ficticia que el novelista crea. Este es un disidente: crea vida ilusoria, crea mundos verbales, porque no acepta la vida y el mundo tal como son (o como cree que son). La raíz de su vocación es un sentimiento de insatisfacción contra la vida: cada novela es un deicidio secreto, un asesinato simbólico de la realidad». Escribir como único —válido, legítimo, irrenunciable— homenaje al hijo más pródigo de Arequipa, aquél que nació en el Boulevard Parra, y deambuló por el mundo haciendo de su historia, muchas historias. Escribir como si se nos fuera la vida en ello, aun a riesgo de que no seamos tan magníficos y memorables asesinos como Mario Vargas Llosa.
Arequipa, 28 de marzo de 2010.
Publicado en el diario El Pueblo de Arequipa.
Publicado en el diario El Pueblo de Arequipa.