11.11.10

WITOLD GOMBROWICZ, INGEBORG BACHMANN Y GÜNTER GRASS


Por Juan Carlos Gómez

Todos los hombres, según sea el lugar donde nazcan, empiezan a tener desde jóvenes algún sentimiento negativo hacia alguna nación, pueblo o religión. La geografía y la historia pusieron a los polacos en el trance de temer y de odiar a los alemanes y a los rusos.

Recién llegado a la Argentina Gombrowicz se niega a alistarse en el ejército polaco cuando un emisario viene de Londres para convocar a los compatriotas a pelear contra los nazis: —Un papel ingrato el incitar a la gente al heroísmo, cuando uno mismo está al resguardo del peligro.

Pero veintitrés años más tarde se decide a correr el riesgo, aunque más pequeño que el de la guerra, y se va a Berlín invitado por el senado alemán y por la Fundación Ford para gozar de una beca de un año de duración.

El cambio brusco de la Argentina por Alemania es amortiguado por la poetisa austríaca Ingeborg Bachmann, también con una beca de la Fundación Ford, de la que se hace muy amigo.

Gombrowicz venía de un país como la Argentina con una inmigración procedente de todo el globo terráqueo: españoles, italianos, polacos, alemanes, japoneses, húngaros…

“[…] ¿acaso la Argentina no me estaba predestinada cuando de niño, en Polonia, hacía cuanto podía para no llevar el paso en un desfile militar?”.

Ingeborg lo sentía como a un hombre solitario, abandonado por Polonia, por la Argentina y por su médico, con poca voluntad de hablar o discutir con los berlineses y, especialmente, como un hombre enfermo.

Ella vio detrás de su altivez, la bondad y la delicadeza que enmascaraba, sin embargo, igual que a nosotros, también la torturaba: —Usted complica todo… espero que no llore, sólo la quería torturar un poco, está bien así, y basta.

“En ese momento hubiera tenido que llorar, pero también reír. Tal vez era uno de sus aspectos más reales, le gustaba torturar y, al mismo tiempo, no podía torturar […] Era un grandísimo escritor, muchos no se dieron cuenta de esto pero, no se les puede reprochar nada, ya que Gombrowicz era muy extraño, orgulloso, y con unas poses que a veces resultaban terroríficas”.

Durante su estada en Berlín Gombrowicz intentó defenderse de los automatismos que le venían desde la historia respecto a Alemania, motivo por el cual que se declaró un ser ahistórico.

Las primeras impresiones que le dieron los berlineses tenían que ver con el idilio, la cortesía, la corrección, la moralidad, la bondad, la tranquilidad, la cordialidad y la belleza, por lo menos así nos lo dice en sus cartas.

“Que cosa extraordinaria los alemanes, difícil decirlo, me da una especie de risa crónica. En esta ciudad que ha sido un infierno no se ve otra cosa sino salud, sonrisa, tranquilidad, inocencia, perritos, amabilidad, cordialidad, bondad, aquí donde todo estaba arruinado el nivel de vida es increíblemente elevado, si los mozos de café no tienen coche como en Francia es porque el espacio es reducido. Todos tienen plata y bastante, ni se sabe lo que es el proletariado, todos andan vestidos como usted o mejor aún. Estuve en la ciudad estudiantil, mas coches que estudiantes, ahora bien, todos los alemanes padecen de una estupidez extraordinaria, de veras que son estupidísimos […]”.

“demás no comen pan, el café es horrendo, no hay casi sandwiches y cuando sirven ponen delante de la persona el plato con tostadas (hay), y el café con leche (crema) más allá. Cada alemán sabe lo que tiene que hacer y lo hace así toda la vida sin el más mínimo cambio. Ya sabe cómo son los mozos en Buenos Aires: envidiosos, amargados, peronistas, bien, aquí son todos atentos, sonrientes, amabilísimos, corriendo, con vocación verdadera de mozo, con profundo y sincero respeto. Cuando uno se da cuenta de que casi todos eran asesinos torturadores (tienen arriba de cuarenta años) … esto es realmente genial, no hay caso. Bolches no hay. Aman tiernamente a los yanquis. Son cien por ciento europeos, antinacionalistas, pacifistas. Son geniales no cabe ninguna duda”.

Poco a poco, a pesar de que quería colocarse en la posición de un visitante ahistórico, el pasado lo empieza a morder ya que, al fin y al cabo, el hoy es el resultado del ayer y el ayer había sido monstruoso. Escuchaba cosas terribles: —Sabe usted, aquí cerca hay un hospital en el que están encerrados para siempre hombres mutilados, demasiado horrorosos para mostrarlos siquiera a sus allegados. A los familiares se les dijo que habían muerto.

“Los mejores escritores Günter Grass, Peter Weiss, Uve Johnson, están aquí, no es gran cosa, que digamos, Arnesto es mejor, no es literatura espiritual sino social, estética etc. Me respetan. En realidad Berlín es muy provinciano, casi como Santiago, o mejor dicho, increíble mezcle de lo provinciano con lo ultra cósmico […]”.

“Anteayer inicié en el café Zuntz las reuniones artísticas pues quiero dotar a esta ciudad de un café artístico […] Lamentablemente, por ahora, no puedo insultar a nadie, lo que otorga no sé qué de irreal al ambiente”.

Desde Europa nos escribía que sus conocimientos sobre Sartre y sobre Heidegger le alcanzaban y le sobraban para poner en aprietos a los más agudos intelectos de Francia y Alemania, que Günter Grass no era gran cosa, que John Steinbeck era aburrido, que Gabriel Marcel era un viejo boludo, que los escritores de Francia se parecían a los perros de Pavlov y que sus cocineros deberían ocuparse de la literatura pues tendría mejor gusto, y, en fin, que él era un gran escritor al que los demás no le llegaban ni a la suela de los zapatos.

Los alemanes lo trataban con una hospitalidad y una amistad enormes, pero importaba mucho para que fuera así su condición de polaco, era un hecho que pesaba en sus conciencias, se sentían culpables.

Pero sus sonrisas no podían borrar la enorme agonía polaca; no podían seducirlo a Gombrowicz, porque él no los podía perdonar. Hitler estaba presente en todos los polacos asesinados y seguía presente en cada uno de los polacos sobrevivientes. Pero la condena y el desprecio no eran los métodos que había que utilizar. Despotricar continuamente contra el crimen solo contribuye a perpetuarlo, había que digerirlo, porque el mal sólo se puede vencer en uno mismo.

Berlín Oeste era un caos que se ordenaba al azar, pero en Berlín Este imperaba la idea, inflexible, silenciosa y rigurosa.

Resulta extraño que el espíritu reine con más facilidad en las tinieblas que en algo más humano. Gombrowicz habla con un berlinés sobre este asunto.

“Vea usted, si uno mira por la ventana, tiene aspecto de siniestro. Pero, sabe usted, en Berlín del Este la gente es mucho más simpática… Son amables, amistosos… Desinteresados. No hay ni comparación con el berlinés occidental, tan materialista…; —¿O sea que usted es partidario de aquel sistema?; —No, todo lo contrario. La gente es mejor porque vive en la miseria y en la represión… Siempre es así. Cuanto peor es el sistema, tanto mejor es el hombre…”.

Gombrowicz acostumbraba a dar consejos sobre los buenos modales y la elegancia. Si bien la vida modesta que llevó en la Argentina lo tenía maniatado respecto a la vestimenta, nos daba lecciones sobre cómo había que vestir. El principio general era que no había que ponerse ropa demasiado nueva ni muy ajustada.

Como a Grass le reprochaban que acudía a las recepciones con ropa deportiva, encargó un esmoquin violeta nuevo y muy ajustado para lucir en los desayunos y en los tés; la impresión que causaba era horrible.

Gombrowicz sabía que la filosofía no le gustaba demasiado a Grass, entonces, en unos de esos tés en los que había empezado a lucir el esmoquin violeta, llevó la discusión hacia el terreno filosófico. Grass se inclinó hacia Gombrowicz de una manera amable: —Disculpe, Gombrowicz, pero es que mi a hermana aquí presente le da un ataque de tos nerviosa cuando se enumeran ante ella a más de seis filósofos a la vez.

“[…] ‘Peter Pan’ fue reescrito por lo menos dos veces en el siglo XX. La primera en 1937 por el polaco Witold Gombrowicz, en su novela “Ferdydurke”; y la segunda en 1959, por el escritor alemán Günter Grass, en “El tambor de hojalata”. Son dos versiones de Peter Pan, dos destinos diferentes […]”.

En cada una de estas novelas se perfilan rumbos distintos, itinerarios diferentes para los Peter Pan se siglo XX. La bondad que le adjudica Gombrowicz contrasta con la maldad que le endosa Grass al niño protagonista de su novela. Si en un caso la juventud se presenta como promesa en la otra se la postula como problema.

En la novela de Gombrowicz el protagonista es un adulto que por un extraño hechizo, una mañana se sorprende haciendo el papel del pavo, degradado a la condición de adolescente.

Pero a la confusión original le sucederá un estado de plenitud. Al fin y al cabo no se la pasa tan mal siendo un niño. Además se tiene el privilegio de la verdad sin que haya que rendirle cuentas a nadie por ello.

La vida es un divertimento donde la transgresión a las reglas del mundo de los adultos, carga con el consuelo de que se trata de una etapa que, tarde o temprano, va a pasar.

En cambio, Oskar, el protagonista de “El tambor de hojalata”, es un niño que vive con vergüenza el mundo de los adultos. Alguien que se atrevió a pispiar el mundo mediocre de los padres y decidió no crecer más. Se convirtió en un enanito monstruoso de tres años de edad que se la pasa taladrando el tímpano de los mayores con el repiqueteo de su tambor y los gritos distorsionados que pegaba.

La juventud es ambivalente. La inocencia puede asumir formas distintas y sacar a la superficie experiencias muy diferentes entre sí. En los dos casos la juventud es algo más que una estética, es una manera de habitar la sociedad.

Para Gombrowicz la juventud se vuelve una idea positiva, está relacionada con el santo decir sí del niño y con una juventud que es la oportunidad de poner a la voluntad en el centro de la escena, una voluntad que apunta a la creación y que lucha para conquistar su mundo. Para Günter Grass, por el contrario, la juventud está vinculada a experiencias negativas, autodestructivas, que socavan las bases de cualquier sociabilidad, que no tardará en volverse contra su mundo.

No es tan fácil establecer un paralelo entre Gombrowicz y Günter Grass, algo que tienen en común es que ambos pertenecían a la generación de las alforjas vacías cuando los valores tradicionales del pasado dejaron de ser un refugio para los hombres.

“Me ha afectado el telegrama de Christian Bourgois a propósito del Premio Nobel que, desgraciadamente, se me ha escapado con sus setenta mil dólares. El año que viene se lo darán a un negro, después a un mulato, después a Günter Grass y después a mí, y entonces me compraré un Mercedes deportivo de dos puertas”.

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