7.11.10

TODO LO QUE DIJIMOS SOBRE “TRILCE”: VANGUARDIA, ABSURDO Y DESPUÉS


Por Emiliano “Mome” Marilungo

Vallejo atrapa a la poesía —o, lo que es lo mismo, a las mismísimas palabras, al lenguaje—, la sujeta de la solapa y le retuerce el cuello hasta vencerla, hasta lograr (al menos por momentos) avasallarla, desmontarla, transformarla en añicos. Vallejo apunta la llama de la antorcha hacia la médula del acontecimiento, hacia el hueso del ser, y allí apoya y mira cómo el fuego comienza a subir. Es el fuego, el único fuego cierto, un espasmo de luz ontológica que derriba con fulminante exaltación a los centinelas del sentido que le salen a cada paso.

Una genuina inversión del azar, el testimonio de la absoluta inoperancia de los testimonios, de cualquier testimonio sintactizado. El sopapo de la falta de sentido encajado en el rostro del lenguaje sacralizado a golpes de diccionario y autoritarismo. Vallejo disuelve la supuesta esencia del lenguaje para que tras la evaporación, en medio de la bruma grisácea y aromada de sospechas, pueda verse —aunque sea por instantes más breves que cualquier noción de instante— el verdadero ser de la palabra, vehículo capitalmente emocional, afectivo.

Vallejo retrocede. Da un paso atrás, y otro, y otro. Retrocede de la cultura al sentido, del sentido al lenguaje y de allí a la palabra, y al silencio, y al vacío. Vallejo retrocede para demostrar que únicamente en ciertos retrocesos se precursa el avance. Hay en esto más “destrucción de la cultura” que en mil tratados psico-sociológicos.

La vanguardia es el olvido, el abandono irremediable de lo siempre-por-abandonarse, el pisoteo constante sobre la huella irreconocible. Pero la cultura tiene un estigma para cada corte, una réplica. La vanguardia tiene al paso del tiempo, al simple transcurso de la duración, como Némesis. La vanguardia debe impugnarse, comerse a sí misma, para ser. Hoy es simple decirlo, a cualquiera le resulta evidente; piletones de tinta se han secado con las derivas críticas de la ambigüedad vanguardista, con la cháchara de tanto frustrado que la va de censor de la consistencia artística. Pero en aquel tiempo, cuando la vanguardia era todavía menos una teoría que una actitud en germen, era otro el cantar y otros, claro, los intérpretes.

Vallejo es la vanguardia de la vanguardia, el paso previo a cualquier paso, el retroceso anterior a cualquier retroceso. Y su testamento más cabal es Trilce, hechicera pócima que reniega de cualquier fórmula preestablecida, incluso de cualquier fórmula preestablecida de trasgresión. Trilce está hecha del genio de Vallejo, pese los pataleos de la crítica literaria institucional y pese a la envidia de los colegas; es un objeto inasible, un anti-objeto que cumple —tal vez como ningún otro, exceptuando las cabriolas de Joyce, el cuchillo de Artaud o el posterior cut-up de Burroughs— con las condiciones añoradas de la teoría de la recepción vanguardista, a saber, participación prioritaria del lector, sentido abierto de la obra, fragmentación, incompletad, latencia de una pluralidad de significaciones no-excluyentes.

Curioso desacuerdo: presencia y ausencia del autor. Curioso y fructífero. Vallejo descubre la quintaesencia de la vanguardia en el (in)exacto cruce de la subjetividad productora del desarreglo sensorial y la libertad esencial del sentido gramatical. Presencia y ausencia del autor: genialidad medular, inconmensurable, del Vallejo-hombre y emancipación gloriosa del lenguaje y la imaginación. Trilce en sí no es otra cosa que el bailoteo gracioso, consternado y anárquico al que está conminado el lector entre la ausencia y la presencia del autor.

“Escapo de una finta, peluza a peluza.
Un proyectil que no sé dónde irá a caer.
Incertidumbre. Tramonto. Cervical coyuntura.
Chasquido de moscón que muere a mitad de su vuelo y cae a tierra.
¿Qué dice ahora Newton?”
(del poema XII).

El poemario es de 1922, una fecha que por sí misma lo ubica en una corriente frenética de renovaciones y rupturas. Lo interesante es que aún en ese tiempo tan convulsivo, Trilce parece llegar un paso-más-allá. Después de mucho sacarle el polvo a los monumentos literarios de la época se puede ver a Trilce —tan apocado al principio, tan ladeado hasta por razones geográfico-culturales— en su huidizo esplendor como el alegato más incontestable del alma vanguardista.

“Cual mi explicación.
Esto me lacera de tempranía.
Esa manera de caminar por los trapecios.
Esos corajosos brutos como postizos.
Esa goma que pega el azogue al adentro.
Esas posaderas sentadas para arriba.
Ese no puede ser, sido.
Absurdo.
Demencia”
(del poema XIV).

Ese no puede ser, sido; desafío a cualquiera a encontrar una frase que condense de forma más efectiva y brillante la esencia de la poesía. Vallejo es el antes del después, pero también el antes del antes. O al menos lo intenta, y eso lo justifica más que cualquier obra, que cualquier poema en particular. Gran parte de la crítica (con Yurkievich a la cabeza) ha desesperado por establecer de modo definitivo la relación entre Vallejo y la vanguardia; no es difícil comprender las razones de esa desesperación, Vallejo escribe Trilce en una sincronía asombrosa con las revulsiones que se están generando en Europa, en el centro del mundo cultural y eso, al parecer, no puede dejarse pasar por alto. Pero más allá de las filiaciones que se le endosan —el ultraísmo principalmente— Vallejo logra rendir a cualquier enemigo, es decir a cualquier crítico-detective con la lupa siempre en el bolsillo, hurgando en las raíces de lo nuevo.

En Trilce hay ultraísmo, efectivamente; también futurismo, surrealismo, simbolismo mallarmeano… siquiera falta ese romanticismo ya sacudido que tanto resuena en Yeats o en Eliott. El caso es que en Trilce hay todo eso y más, un más con status de excedencia inasible. Los estudiosos hablarán enseguida de “asimilación”, de “influencia”, de “amalgamas”. Vaya uno a saber. Para mí que es simplicidad y genio.

“Absurdo / Demencia” escribe Vallejo. Si en algo coinciden todos los ismos que hoy etiquetamos como “Vanguardia” es en el rechazo al racionalismo, especialmente a la noción de explicación que enarbola e impone el racionalismo. En ese sentido, la vanguardia es un grito primal, una reacción última y vigorosa del ser humano para desligarse de las reducciones informativas y causales. Vallejo es un ejemplo extremo de esa actitud y, se sabe, cuando un ejemplo se vuelve extremo deja de ser ejemplo; el ejemplo se caracteriza por la medianidad, está atado al promedio. El absurdo de Trilce hace frente a cualquier tentativa de sumisión a las reglas, incluso a las vanguardistas, a las que nada casualmente el propio Vallejos describió unos años más tarde como meras nuevas fórmulas, haciendo especial referencia al surrealismo.

El absurdo, al menos como polo, rompe con cualquier fórmula. Se dirá sin mentir que hasta el absurdo tiene una fórmula, al menos una lógica interna y secreta que rige la ordenación. Pero esa intangibilidad, ese halo de misterio ¿no lo eximen de ser reducido a fórmula? Por ahora, me atengo a los hechos: sin lugar a dudas Vallejo ha influido sobre la poesía de varias generaciones, todos los grandes poetas (latinoamericanos especialmente) posteriores tienen algo de Vallejo en su escritura, pero ninguno, ninguno de ellos, escribe como Vallejo.

En este punto, conjeturo, Vallejo lleva un poco más allá las pretensiones de las vanguardias: la ausencia de escuela del escritor dice más de lo que anuncia.

“Haga la cuenta de mi vida
o haga la cuenta de no haber aún nacido
no alcanzaré a librarme.

No será lo que aún no haya venido, sino
lo que ha llegado y ya se ha ido,
sino lo que ha llegado y ya se ha ido”.


La vanguardia está decididamente orientada hacia el futuro. Su propia esencia es el futuro, pero esencia no nace sino de un determinado ademán hacia el pasado. La vanguardia toma al pasado en un nivel institucional (la tradición) como su peor enemigo, y aquí Vallejo vuelve a discrepar: el pasado también es el pasado de los individuos, el constante “irse” que oficia siempre de fondo en la vida de las personas. Fondo vacío, escenografía compuesta de imágenes borrosas en su huida e implacablemente nítidas a la vez en sus huellas. Cualquier “hacer cuentas” con la vida incluye los destellos privados, las delicias y catástrofes locales. El futuro de este modo no es un borrón y cuenta nueva, una tabula rasa, sino un manto nuevo desplegado sobre las ruinas ardientes de un pasado del que nadie se libra.

“Como si nos hubiesen dejado salir! Como
si no estuviésemos embrazados siempre
a los dos flancos diarios de la fatalidad!”


La asfixia es el primer síntoma de la libertad, su punto de partida. Y de alguna manera es su límite anticipado, la hiper-realista cruz que arrastra el buscador del oro inmaterial. Esa asfixia de lunes, esa asfixia cansada del comienzo, del comienzo que siempre es un (re)comienzo.

“Murmurado en inquietud, cruzo,
el traje largo de sentir, los lunes
de la verdad.
Nadie me busca ni me reconoce,
y hasta yo he olvidado
de quién seré.
Cierta guardarropía, sólo ella, nos sabrá
a todos en las blancas hojas
de las partidas.
Esa guardarropía, ella sola,
al volver de cada facción,
de cada candelabro
ciego de nacimiento.
Tampoco yo descubro a nadie, bajo
este mantillo que iridice los lunes
de la razón;
y no hago más que sonreír a cada púa
de las verjas, en la loca búsqueda
del conocido”.


Razón y Verdad tal vez sean los dos conceptos centrales del camino racionalista. Razón y Verdad son al espíritu lo que los lunes a la semana del hombre moderno. Pero los lunes además son el día que mejor atestigua la soledad, la incomunicación propia de la mentada modernidad. Razón y Verdad sean, acaso, las causas de esa clausura, ese re-pliegue sobre sí mismo que define al hombre racional. La búsqueda de la Verdad nos ha puesto a desconfiar de todo, la vía de la Razón nos ha encerrado en nuestras propias mentes. El encuentro con el otro-conocido se torna una exploración desesperada, imposible.

¡Que será entonces del des-encuentro! Trilce está escrito mientras el poeta rompía con su pareja y eso se nota. El amor hacia las mujeres —tamizado por la imposible sustitución de la madre— es un imposible que luego del fracaso se torna veneno y condena. Acaso la muestra más cruel de todos los “puentes volados” de los que escribe Vallejo en el poema XXVII. En otro poema de Trilce —el LXII— se lee:

“Y sólo cuando hayamos muerto ¡quién sabe!
Oh no. Quién sabe!
entonces nos habremos separado.
Mas si, al cambiar el paso, me tocase a mí
la desconocida bandera, te he de esperar allá;
en la confluencia del soplo y el hueso,
como antaño,
como antaño en la esquina de los novios
ponientes de la tierra.
Y desde allí te seguiré a lo largo
de otros mundos, y siquiera podrán
servirte mis nós musgosos y arrecidos,
para que en ellos poses las rodillas
en las siete caídas de esa cuesta infinita,
y así te duelan menos”.

El amor, el completo misterio que representa el amor, es el único lazo que dura en la vida, el único que se proyecta en la muerte. Pero sea cual sea ese lazo, tampoco alcanzará nunca para mitigar del todo el dolor. El otro siempre es otro y ese es, entre otras cosas, un indicador de que uno mismo siempre es uno mismo. Claro que no sabemos nada ni del otro ni de ese si-mismo que nos habita y corroe por dentro… claro que no hay forma de saber que no esté salpicada por el óxido de la razón. En navajazos del absurdo como ese está compuesto Trilce.

* Tomado de La periódica revisión dominical.

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