Todo libro expresa un gesto subversivo en la forma de acercarse a la realidad, de inversión o por lo menos proyecta —contra todo pronóstico— un acontecimiento inasible.
Cuando se reflexiona acerca de la literatura que acontece en Arequipa esta suele surgir con manifestaciones propias, inherente a su espacio; la misma que deviene en una expresión de tránsito: de una época a otra, de una postura estética —prudente— con su espacio tiempo histórico y generalmente enlazándose a la impronta del autor y de sus lectores ocasionales. En otras palabras, surge el paradigma del aislamiento del discurso literario.
Este aislamiento no sólo es cronológico, aquí no sólo se discute el carácter oficial que se le otorga a la narrativa en este caso, sino que responde a la ausencia de una comunidad literaria que haya podido reconocerse así misma en este cuerpo social —llamado cultura— en el que todos estamos inmersos, queramos o no. Por allí se dice que Arequipa es la tierra de los poetas; sin embargo, es su narrativa la que se proyecta con mayor solidez.
Esta ciudad no sólo fue el contexto para acoger a narradores sino que sirvió de discurso —incluso antagónico— para diversos planteamientos y no me refiero a Arturo Peralta que se fue de Arequipa muy joven y que construyó el famoso texto de El pez de oro cuando ya se llamaba Gamaliel Churata; o a Vargas Llosa que pasó su infancia en Cochabamba u Oswaldo Reinoso que a pesar de experimentar el epítome de la insurgencia narrativa en la segunda mitad de los años 50 sólo vuelve a esta comunidad con toda la distancia que ejerce el extrañamiento de sus obras; aquí deseo dejar en claro la gesta de aquéllos que “no existiendo” en la oficialidad desarrollan esa continuidad de la narrativa en Arequipa: Zoila Vega, Marcel Oquiche, Alfonso Bouroncle, Edmundo de los Ríos, Gastón Aguirre Morales, Federico Segundo Agüero, etc.
Es decir, Arequipa, siempre fue narrada. Incluso Hidalgo llegará a deslizar la idea de que “el cuento es una capital obra de arte” cuando publica su libro de cuentos Los sapos y otras personas en 1927. Por eso, no es sorpresa que exista un escritor como Yuri Vásquez que logra cohesionar esta tradición, esta continuidad dentro de los mecanismos de resistencia cultural en que vivimos, y que muchos llamamos posmodernidad o “desmantelamiento de ideologías” como diría Ricardo González Vigil.
Ahora, Yuri Vásquez es un escritor que se forma con la influencia que ejerce la contracultura y el revisionismo de los años 60 y 70 y ello no es una ecuación de negar por negar las construcciones convencionales de su periodo de formación, sino la expresión de una postura encomiable como creador pues ha sabido mantener una convicción ideológica y literaria que no se enreda o se opaca; sino que se manifiesta coherentemente, desde la metáfora de su lenguaje, en este libro de cuentos.
La década del 80 en la historia del Perú recién empieza a ser expresada por autores como Yuri Vázquez; no sólo me refiero a la ubicación cronológica o al carácter intrínseco de los años de violencia que se vivieron, sino al desgaste de los conceptos como el amor, la libertad y la retórica del “hombre nuevo”, pues, uno de los grandes aciertos de Yuri es haber contemplado la trascendencia de su época más allá de un gesto personal y egoísta.
En el cuento “Un blues en la noche” encontrarán este fragmento cuando el narrador intenta buscar una explicación de ese cuerpo imaginado llamado Lorena: De esta manera supo —por la música— que su alma debía ser sutil y sensible.
La sutileza de su palabra y la aparente fragilidad de sus historias no recurren a un lector extraviado en el consumismo sino recurren a un lector extraviado en su propio caos personal. El cuento “Pitecántropus Erectus o la tribu de los Ichipawa”, que apertura el libro, es una metáfora de aquel hombre que lleva la máscara de la modernidad más allá de su propia piel contemporánea.
Debemos de añadir que la música se convierte en un personaje adicional; el Jazz en este caso será la expresión de la melancolía, de la soledad que rodea a la mayoría de sus cuentos y que a su vez se convierten en una expresión de su poética narrativa.
Ahora, los temas que se abordan como la frustración, la violencia, el miedo, la utopía o la fraternidad no quedan aislados por un discurso gris que cede terreno y sacrifica su esencia a favor de la técnica sino que alcanzan altos niveles líricos en la mayoría de los casos, el mismo que es un eje distensionador en esta summa de “cortometrajes” que proyecta el texto.
Juan W. Yufra
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