Giacomo Leopardi. |
Por Iván Castro Aruzamen
Teólogo y filósofo
La primera
noticia que tuve de Giacomo Leopardi fue la biografía sobre el poeta, escrita
por Antonio Colinas, Hacia el infinito
naufragio, de 1988. Allí me conmovió el dolor, la infelicidad de un espíritu
delicado, frágil, tierno, sensible, noble y apasionado, puesto en un cuerpo
joven y feo, como el que tuvo el poeta de Recanati. Y cómo el padre del poeta,
el conde Monaldo Leopardi, condenó la existencia del pequeño Giacomo el
infinito naufragio en la soledad, el dolor y el aburrimiento. Pero, Giacomo
verá en la literatura, los libros, las lenguas, el único modo de evadir la
condena de una vida estéril: “Así que en esta/ inmensidad se ahoga mi
pensamiento/ y naufragar me es dulce en este mar” (Cosi tra questa/ Inmensità
s’ annega il penseir mio:/ El il naufragar m’é dolce in questo mare).
En el Nombre de la rosa, Umberto Eco, habla de
un libro escrito por un tal abate Vallet, en el que cuenta la terrible historia
de Adso de Melk y cómo para seguir las huellas de ese escrito tropieza en
Buenos Aires en una librería perdida, con un librito de un tal Milo Temesvar,
que contenía citas del manuscrito de
Adso de Melk. En un país como el nuestro, también muchos textos de un valor
incalculable, uno los puede encontrar en alguna librería desconocida o en las
casetas donde se apilan montones de libros usados y piratas; cómo no va a ser
el analfabetismo y la casi nula cultura de la lectura, una pandemia nacional,
cuando un libro de paquete tiene el costo de la mitad de un sueldo básico, por
tanto, inalcanzable para una gran mayoría; y es que además, sea este hoy un
Estado Pluri o liberal hace unas décadas, nadie lee: no leen los mandarines ni
los caudillos, ni los ministros, peor, los asambleístas, ni los catedráticos ni
maestros, ni padres de familia, y, mucho menos los estudiantes, así, nadie lee
en este país.
Pero,
bueno, el Leopardi de Antonio Colinas, me abrió el apetito por sus Zibaldone, Pensamientos, Operetas y los
Cantos de uno de los mayores poetas
románticos del siglo XVIII en Europa, como llegó a decir Frederick Nietzsche. Empresa
muy difícil hacerse con alguna de las obras del jorobado de Recanati, casi
imposible en una ciudad como Cochabamba, donde las librerías se las puede
contar con los dedos de la mano y todas, sin excepción, dignas hijas del buen
ladrón. Aunque, como Eco, uno puede tropezar cuando menos lo espera con una
joya literaria; desde hace un tiempo atrás, un peruano de dientes desordenados
y que a través del celular envía sus mensajes, “el sábado estaré en Jordán. El
revistero”; entre revistas de cocina, modas y textos pedagógicos, se
entremezclan textos literarios fundamentales. Con gran alegría y sorpresa, uno
de esos días, di con los Cantos de
Leopardi, en una edición española bien cuidada de 1999; por fin, tenía entre
mis manos al Leopardi del siglo XVIII.
En sus
Cantos el poeta trasluce todo su dolor, su infelicidad, pero, a pesar del
cuerpo frágil y enfermo que llevó por esta vida, no fue un resentido, más al
contrario, toda su poesía es una invitación a construir y moldear la misma
desventura humana: “(…) después que el sueño y los engaños/ de mi niñez
murieron. Los alegres/ días de juventud rápidos pasan./ Quedan los males, la
vejez, la sombra/ de la gélida muerte”. Para Leopardi, los días se tornan
dolorosos, la juventud y la más delicada existencia se desgarra ante el desafío
de vivir, “largo dolor mi mente iba minando”, dirá; incluso sumido el poeta en el
dolor más desgarrador, no sólo el físico, va en busca del infinito e igual que
Job, no llega a maldecir su vida, aunque el dolor de la misma sea insoportable:
“Yo, mientras, me pregunto cuánto/ he de vivir aún, me arrojo al suelo/ y grito
y me estremezco ¡Oh días horribles!/ en la florida edad”. “En mi temprana edad,
cuando se espera/ ansiosamente el día festivo, o luego,/ cuando ha pasado, yo,
doliente, en vela/ estrujaba la almohada”.
Todos los
cantos de Leopardi están llenos de lamentos y melancolía, como si los hombres,
el mundo, la vida humana, fueran unas cosas tristes e infelices: “(…) pues
penosa/ era mi vida, y lo es, que no ha cambiado,/ ¡oh amada luna! Pero me
complace/ el recuerdo, y el repasar las fechas/ de mi dolor”; por eso, para el
poeta existen en este mundo dos hechos que son para los hombres dignos de
consideración y ante los cuales se debe tomar una determinación: el amor y la
muerte. “Mi destino ignoraba, y cuántas veces/ esta desnuda y dolorosa vida/
por la muerte gustoso habría cambiado”; asimismo, sostiene que todo el mundo es
vanidad y que la vida merece no otra cosa que el desprecio y que éste es mejor
que el hastío: “Y cuando al fin esta invocada muerte/ llegue a mi lado, y a mi
desventura/ ponga término ya; cuando la tierra/ me sea extraño valle, y de mis
ojos/ huya el futuro, acudirá a mi mente/ vuestro recuerdo”.
Los años
que pasó Leopardi, oculto, abandonado, sin amor y sin vida en la casa paterna,
le llevó a concebir los goces y bienes como algo simple; todo esto le lleva a
una de las sentencias más notables, ni siquiera el nihilismo más radical logró
alcanzar tan nítidamente: “(…) Aburrimiento/ es tan sólo la vida y fango el
mundo”. A pesar de toda esta visión y concepción que recorre toda la poética de
Leopardi, encontrará en la literatura y la poesía propiamente, el camino para
su redención última, sin maldecir el día de su nacimiento y morir contento,
porque, dirá: “Yo el agradable estudio/ dejando a veces, y las arduas páginas/
donde mi edad primera/ y lo mejor de mi agoté en parte”. Si la vida de Leopardi
se consumió en la soledad más radical, fruto de su aburrimiento por la vida y
ver el mundo como un fango en el que se hunden todas las esperanzas humanas,
criticará vehementemente toda existencia fútil y estéril: “(…) Si vacíos/ mis
años son, y si sombría, estéril,/ es mi estado mortal, poco me quita/ la fortuna”.
Así, Giacomo Leopardi, rompiendo la barrera del tiempo y las edades o las
modas, siempre será el poeta del dolor, la vida solitaria, el sufrimiento, la
muerte y el laberinto de una biblioteca, donde consumió su desgraciada y corta vida.
Mors est quies viatoris, finis est omnis
laboris (La muerte es el descanso
del viajero, al final de todo el trabajo).
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