Por Juan Carlos Gómez
En su estudio sobre Baudelaire Sartre trata de mostrar de manera concreta que lo que se denomina el destino de un hombre es siempre idéntico a su libre elección de sí mismo. Baudelaire eligió siempre existir para sí tal como apareció en la mirada de los demás, es el hombre que ha elegido verse como si fuera otro ser, su vida es sólo la historia de ese fracaso.
También Gombrowicz quería existir para sí tal como aparece en la mirada de los demás cuando hace conocer en los diarios su intención de que los lectores vean en él lo que él les sugiere que es. Quería imponerse a los hombres con esa personalidad sugerida para quedar luego sometido a ella por el resto de su vida. Quería diferenciarse en los diarios del pensamiento dominante y obligar a los lectores a confirmar esa diferencia que él mismo establecía, para descubrir la naturaleza de su presente y unirse a los lectores en una nueva actualidad.
Baudelaire eligió verse en su madre como si fuera otro ser, y Gombrowicz eligió a los lectores con el mismo propósito. Los lectores eran respecto él esa misma mirada paterna que demandaba en su niñez para que observara el despachurramiento al que sometía a las pobres ranas.
Las madres de Gombrowicz y de Baudelaire, sin proponérselo, empujaron a sus hijos a un desatino y a un absurdo que ellos más tarde convirtieron en uno de los elementos más importantes de su arte, pero por caminos muy diferentes.
La relación que Gombrowicz mantenía con su madre tenía todas las características de un drama clásico, a veces cómico y otras veces trágico, una relación en la que sus verdaderos sentimientos eran contradictorios.
Luce el sol; —Pero ¿qué dices?, ¡si está lloviendo!; —¡Qué manía tenéis de decir siempre tonterías!; —Bueno, digamos que no llueve, pero si empezara a llover, llovería. Era un deporte con el que su hermano Jerzy y él arrastraban a la madre a discusiones absurdas, una de las primeras iniciaciones en el ejercicio de la dialéctica que tuvo Gombrowicz: —¡Otro divorcio en la familia!; —¿Qué estás diciendo?, ¿otro divorcio en la familia?, ¡no es posible!; —Te lo aseguro, me lo contó la tía Rosa, parece que ella se enamoró de su peluquero; —Cielos, qué escándalo. Al final de esta conversación teatral entre Jerzy y Witold aparecía la madre temblando de indignación: —¡Si la mujer de Henryk es tan desvergonzada no volveremos a recibirla!: —Pero, ¿por qué?, la tía Ela se divorció dos veces y ahora juega al bridge con sus tres maridos, dice que forman un equipo perfecto y que gracias a sus divorcios sus hijos tenían el doble de parientes.
No le reprochaba a su madre el ser como era. En otros órdenes, tenía cualidades excelentes: bondad, nobleza, probidad, inteligencia, mientras sus debilidades eran un poco el producto de sus nervios y el resultado de la vida artificial y de una educación no menos artificial que había recibido. Pero el hecho de no querer ser lo que era, de no reconocerse a sí misma, terminó vengándose de ella, porque los hijos le declararon la guerra. Fue allí donde Gombrowicz comenzó su dolorosa aventura con las diversas distorsiones de la forma polaca.
“En el mismo año 1933, en que se publicó mi primer libro, murió mi padre. Hacía meses que estaba enfermo, pero su empeoramiento se produjo en forma repentina, de modo que sólo mi madre y yo asistimos a su muerte […]”.
“Mis hermanos no llegaron del campo hasta el día siguiente. Esa muerte me ha dejado recuerdos bastantes vergonzosos. Cuando expiró, intenté abrazar a mi madre para al menos de esta forma mostrarle mis sentimientos, pero el gesto me salió con torpeza y en un abrir y cerrar de ojos me di cuenta de toda mi miseria: era incapaz de tener unos sencillos reflejos humanos, de mostrarme cordial, cariñoso, estaba paralizado por la forma, por el estilo, por toda esa maldita manera de ser que me había creado… ¡resulta pues que no había sido capaz de aportar un poco de calor a mi propia madre en semejante momento! En nuestra familia vivíamos distanciados, éramos demasiado críticos, irónicos, sarcásticos, teníamos un exagerado sentido del ridículo, lo cual mataba en nosotros cualquier reflejo espontáneo […]”.
Baudelaire, a diferencia de Gombrowicz, había elegido verse en su madre como si fuera otro ser. Cuando murió su padre Baudelaire vivía adorando a su madre, ignoraba que existía como persona, se sentía unido al cuerpo y al corazón de su madre por una especie de participación primitiva y mística.
“Yo estaba siempre vivo en ti, tú eras únicamente mía. Eras un ídolo y un camarada a la vez”.
La madre era un ídolo, el hijo estaba consagrado por el afecto que le profesaba la madre; lejos de sentirse una existencia errante, vaga y superflua, se piensa como hijo de derecho divino. Está siempre vivo en ella: esto significa que se ha puesto al abrigo en un santuario. Y precisamente porque se absorbe entero en un ser que le parece existir por necesidad y por derecho, está protegido contra toda inquietud, se funde con lo absoluto, está justificado.
Este poeta maldito, comprometido por su participación en la revolución de 1848 y por la publicación de “Las flores del mal” en 1857, acabó por desatar una violenta polémica gestada en torno a su persona. Los poemas fueron considerados ofensas a la moral pública y a las buenas costumbres y su autor fue procesado.
“Todos los imbéciles de la burguesía que pronuncian las palabras inmoralidad, moralidad en el arte y demás tonterías me recuerdan a Louise Villedieu, una puta de a cinco francos, que una vez me acompañó al Louvre donde ella nunca había estado y empezó a sonrojarse y a taparse la cara. Tirándome a cada momento de la manga, me preguntaba ante las estatuas y cuadros inmortales cómo podían exhibirse públicamente semejantes indecencias”.
Las cartas que Baudelaire le escribe a su madre son un relato completo de su vida personal, en las que le habla de las deudas, de los escándalos, de los disgustos y de una humillación continua que va transformándose en un reclamo desesperado de dinero y de amor.
“Mi querida madre: si posees realmente un alma maternal y si todavía no estás harta, ven a París, ven a verme, e incluso ven por mí […]. Ya no soy aquel niño ingrato y violento. Largas meditaciones sobre mi destino y sobre tu carácter me han ayudado a comprender todas mis faltas y toda tu generosidad. Pero, en resumidas cuentas, el mal ya está hecho, hecho por tus imprudencias y por mis faltas. Es evidente que estamos destinados a querernos, a vivir el uno para el otro, a acabar nuestra vida lo más decorosa y lo más tranquilamente que sea posible […]”.
“Y no obstante, en las circunstancias terribles en que me encuentro, estoy convencido de que uno de nosotros matará al otro y de que terminaremos por matarnos mutuamente. Después de mi muerte, tú no podrás seguir viviendo, eso está claro. Yo soy el único motivo que te hace vivir. Después de tu muerte, sobre si todo si murieses a consecuencia de un choque causado por mí, me mataría, eso es indudable […]. Hubo en mi infancia una época de cariño apasionado hacia ti; escucha y lee sin temor. Nunca te habré dicho tanto […]. Más tarde, sabes que atroz educación quiso tu marido que me diera; tengo cuarenta años y no puedo pensar sin dolor en los colegios, lo mismo que en el temor que me inspiraba mi padrastro […]. Finalmente, pude hacer mi vida y desde ese momento se me dejó caer del todo […]”.
“Sólo me atraía el placer, una excitación permanente; los viajes, los muebles preciosos, los cuadros, las mujeres, etc. Hoy recibo cruelmente el castigo por ello […]. Es evidente que si no hubiera habido tutor, todo se lo hubiera llevado la trampa, no habría habido más remedio que tomarle el gusto al trabajo. Ha habido tutor, ‘todo se lo ha llevado la trampa y soy viejo y me siento desgraciado’ […]. Sé que esta carta te afectará dolorosamente, pero en ella hallarás de buen seguro un tono de dulzura, de ternura e incluso de esperanza que muy rara vez has oído. Y te quiero”.
También Gombrowicz quería existir para sí tal como aparece en la mirada de los demás cuando hace conocer en los diarios su intención de que los lectores vean en él lo que él les sugiere que es. Quería imponerse a los hombres con esa personalidad sugerida para quedar luego sometido a ella por el resto de su vida. Quería diferenciarse en los diarios del pensamiento dominante y obligar a los lectores a confirmar esa diferencia que él mismo establecía, para descubrir la naturaleza de su presente y unirse a los lectores en una nueva actualidad.
Baudelaire eligió verse en su madre como si fuera otro ser, y Gombrowicz eligió a los lectores con el mismo propósito. Los lectores eran respecto él esa misma mirada paterna que demandaba en su niñez para que observara el despachurramiento al que sometía a las pobres ranas.
Las madres de Gombrowicz y de Baudelaire, sin proponérselo, empujaron a sus hijos a un desatino y a un absurdo que ellos más tarde convirtieron en uno de los elementos más importantes de su arte, pero por caminos muy diferentes.
La relación que Gombrowicz mantenía con su madre tenía todas las características de un drama clásico, a veces cómico y otras veces trágico, una relación en la que sus verdaderos sentimientos eran contradictorios.
Luce el sol; —Pero ¿qué dices?, ¡si está lloviendo!; —¡Qué manía tenéis de decir siempre tonterías!; —Bueno, digamos que no llueve, pero si empezara a llover, llovería. Era un deporte con el que su hermano Jerzy y él arrastraban a la madre a discusiones absurdas, una de las primeras iniciaciones en el ejercicio de la dialéctica que tuvo Gombrowicz: —¡Otro divorcio en la familia!; —¿Qué estás diciendo?, ¿otro divorcio en la familia?, ¡no es posible!; —Te lo aseguro, me lo contó la tía Rosa, parece que ella se enamoró de su peluquero; —Cielos, qué escándalo. Al final de esta conversación teatral entre Jerzy y Witold aparecía la madre temblando de indignación: —¡Si la mujer de Henryk es tan desvergonzada no volveremos a recibirla!: —Pero, ¿por qué?, la tía Ela se divorció dos veces y ahora juega al bridge con sus tres maridos, dice que forman un equipo perfecto y que gracias a sus divorcios sus hijos tenían el doble de parientes.
No le reprochaba a su madre el ser como era. En otros órdenes, tenía cualidades excelentes: bondad, nobleza, probidad, inteligencia, mientras sus debilidades eran un poco el producto de sus nervios y el resultado de la vida artificial y de una educación no menos artificial que había recibido. Pero el hecho de no querer ser lo que era, de no reconocerse a sí misma, terminó vengándose de ella, porque los hijos le declararon la guerra. Fue allí donde Gombrowicz comenzó su dolorosa aventura con las diversas distorsiones de la forma polaca.
“En el mismo año 1933, en que se publicó mi primer libro, murió mi padre. Hacía meses que estaba enfermo, pero su empeoramiento se produjo en forma repentina, de modo que sólo mi madre y yo asistimos a su muerte […]”.
“Mis hermanos no llegaron del campo hasta el día siguiente. Esa muerte me ha dejado recuerdos bastantes vergonzosos. Cuando expiró, intenté abrazar a mi madre para al menos de esta forma mostrarle mis sentimientos, pero el gesto me salió con torpeza y en un abrir y cerrar de ojos me di cuenta de toda mi miseria: era incapaz de tener unos sencillos reflejos humanos, de mostrarme cordial, cariñoso, estaba paralizado por la forma, por el estilo, por toda esa maldita manera de ser que me había creado… ¡resulta pues que no había sido capaz de aportar un poco de calor a mi propia madre en semejante momento! En nuestra familia vivíamos distanciados, éramos demasiado críticos, irónicos, sarcásticos, teníamos un exagerado sentido del ridículo, lo cual mataba en nosotros cualquier reflejo espontáneo […]”.
Baudelaire, a diferencia de Gombrowicz, había elegido verse en su madre como si fuera otro ser. Cuando murió su padre Baudelaire vivía adorando a su madre, ignoraba que existía como persona, se sentía unido al cuerpo y al corazón de su madre por una especie de participación primitiva y mística.
“Yo estaba siempre vivo en ti, tú eras únicamente mía. Eras un ídolo y un camarada a la vez”.
La madre era un ídolo, el hijo estaba consagrado por el afecto que le profesaba la madre; lejos de sentirse una existencia errante, vaga y superflua, se piensa como hijo de derecho divino. Está siempre vivo en ella: esto significa que se ha puesto al abrigo en un santuario. Y precisamente porque se absorbe entero en un ser que le parece existir por necesidad y por derecho, está protegido contra toda inquietud, se funde con lo absoluto, está justificado.
Este poeta maldito, comprometido por su participación en la revolución de 1848 y por la publicación de “Las flores del mal” en 1857, acabó por desatar una violenta polémica gestada en torno a su persona. Los poemas fueron considerados ofensas a la moral pública y a las buenas costumbres y su autor fue procesado.
“Todos los imbéciles de la burguesía que pronuncian las palabras inmoralidad, moralidad en el arte y demás tonterías me recuerdan a Louise Villedieu, una puta de a cinco francos, que una vez me acompañó al Louvre donde ella nunca había estado y empezó a sonrojarse y a taparse la cara. Tirándome a cada momento de la manga, me preguntaba ante las estatuas y cuadros inmortales cómo podían exhibirse públicamente semejantes indecencias”.
Las cartas que Baudelaire le escribe a su madre son un relato completo de su vida personal, en las que le habla de las deudas, de los escándalos, de los disgustos y de una humillación continua que va transformándose en un reclamo desesperado de dinero y de amor.
“Mi querida madre: si posees realmente un alma maternal y si todavía no estás harta, ven a París, ven a verme, e incluso ven por mí […]. Ya no soy aquel niño ingrato y violento. Largas meditaciones sobre mi destino y sobre tu carácter me han ayudado a comprender todas mis faltas y toda tu generosidad. Pero, en resumidas cuentas, el mal ya está hecho, hecho por tus imprudencias y por mis faltas. Es evidente que estamos destinados a querernos, a vivir el uno para el otro, a acabar nuestra vida lo más decorosa y lo más tranquilamente que sea posible […]”.
“Y no obstante, en las circunstancias terribles en que me encuentro, estoy convencido de que uno de nosotros matará al otro y de que terminaremos por matarnos mutuamente. Después de mi muerte, tú no podrás seguir viviendo, eso está claro. Yo soy el único motivo que te hace vivir. Después de tu muerte, sobre si todo si murieses a consecuencia de un choque causado por mí, me mataría, eso es indudable […]. Hubo en mi infancia una época de cariño apasionado hacia ti; escucha y lee sin temor. Nunca te habré dicho tanto […]. Más tarde, sabes que atroz educación quiso tu marido que me diera; tengo cuarenta años y no puedo pensar sin dolor en los colegios, lo mismo que en el temor que me inspiraba mi padrastro […]. Finalmente, pude hacer mi vida y desde ese momento se me dejó caer del todo […]”.
“Sólo me atraía el placer, una excitación permanente; los viajes, los muebles preciosos, los cuadros, las mujeres, etc. Hoy recibo cruelmente el castigo por ello […]. Es evidente que si no hubiera habido tutor, todo se lo hubiera llevado la trampa, no habría habido más remedio que tomarle el gusto al trabajo. Ha habido tutor, ‘todo se lo ha llevado la trampa y soy viejo y me siento desgraciado’ […]. Sé que esta carta te afectará dolorosamente, pero en ella hallarás de buen seguro un tono de dulzura, de ternura e incluso de esperanza que muy rara vez has oído. Y te quiero”.
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