Por Juan Carlos Gómez
Alicia Giangrande nacida en Polonia terminó sus estudios en la Facultad de Derecho de la Universidad de Varsovia en el mismo año en que apareció “Ferdydurke”.
Emigrada a la Argentina después de la guerra se dedicó a la pintura, se casó con Silvio Giangrade y fue una buena amiga de Gombrowicz.
“Estuve presente en el ‘bum’ de ‘Ferdydurke’ en Polonia cuando los periódicos principales le dedicaron grandes artículos. A Gombrowicz lo conocí personalmente en la Argentina en 1950, yo todavía vivía en el centro de Buenos Aires y de vez en cuando venía a visitarme”.
Finalmente Alicia se mudó a la “Piedra amorosa”, así se llamaba la casa que tenían los Giangrande en una quinta de Hurlingham, y es allí donde yo la conocí una tarde en que le contaba a los invitados cómo había estado presente en la casa de Zofia Nalkowska el día en que Bruno Schulz la visitó y le dio a leer “Las tiendas de color canela”.
Alicia y Silvio eran buenos, cordiales y lo querían a Gombrowicz. En esa quinta tuve que padecer el primer encuentro con los Giangrande por culpa de una broma pesada que me gastó Gombrowicz aprovechándose de mi ignorancia.
Desde muy joven la admiración había constituido para Gombrowicz un problema muy especial. No sé que es lo que habrá hecho en Polonia pero por aquí entraba a las exposiciones renqueando apoyándose en alguno de nosotros; si alguien le preguntaba por qué renqueaba respondía que lo hacía para compensar algún desequilibrio de la propia exposición, o que renqueaba porque le dolía mucho una pierna y que era una verdadera lástima que la belleza de la pintura calmara mucho menos el dolor que una aspirina.
Cuando me presentó las esculturas metálicas del esposo de Alicia hizo todo lo posible para que yo no me pusiera en pose de admirador: —Vea, son unos pluviómetros muy especiales que se fabrican aquí para una empresa agrícola. Yo no supe a qué atenerme pues las esculturas de Chio no se diferenciaban gran cosa de esos artefactos, pero tenía mis sospechas de que no eran pluviómetros.
Alicia Giangrande organizaba reuniones literarias en su casa con temas elegidos de antemano, había preparado en su quinta una mesa redonda a la que dio en llamar: “La influencia nefasta de Gutenberg en la literatura de nuestro tiempo”. Los invitados principales eran Gombrowicz y Sabato, pero también estaban González Lanuza, Julio Payro, Guillermo de Torre y otros más. Gombrowicz empezó a hablar de los escritores en general y de los hombres de letras presentes en particular.
“Ustedes hablan de literatura sin parar pero en realidad ninguno ha leído a Shakespeare ni a Cervantes; —¿Pero qué barbaridades está diciendo usted?; —Bueno, pero aunque los hayan leído es seguro que no los comprendieron bien pues sólo un genio puede comprender a otro genio”.
Los viajes que hacía con Gombrowicz a Hurlingham a veces se convertían en una aventura que poco tenía que ver con la literatura. Una noche regresábamos a Buenos Aires. El tren estaba repleto, los coches de pasajeros estaban completos, viajábamos en un coche de cargas. Un grupo de brutos fumaba e imprecaba cerca nuestro, y como Gombrowicz los miraba con una mirada intensa de desprecio, ellos también nos empezaron a mirar. Mientras crecía la tensión Gombrowicz empezó a hablar en francés, un poco para mí pero, más bien, para la ciudad y para el mundo.
Yo no tenía ganas de meterme en líos con esos brutos, así que lo miraba y sonreía beatíficamente. A Gombrowicz, sin ningún punto de apoyo, se le fue transformando la mirada; del desprecio pasó al disgusto, del disgusto a la neutralidad, y de la neutralidad al miedo. Estas situaciones se le debieron presentar con alguna frecuencia, Gombrowicz que era un busca pleitos y un provocador.
“A veces venía a tomar el té con su amigo Gómez. Me acuerdo un día en el que quiso oír unos discos. Escuchaba religiosamente la música con Gómez. En un momento dado, salí al jardín. Todavía era invierno y encontré una gran flor de magnolia que acababa de abrirse. Entré para decirle que viniera a ver lo bella que era. Witold me respondió sin moverse: —Le creo, Alicia. Y siguió escuchando la música”.
En la casa de Hurlingham de los Giangrande se filmaron algunos pasajes de “Gombrowicz o la seducción”, la película de Fischerman, el más entrañable de todos resultó el de la pequeña niña polaca recitando el chip chip.
Antes del viaje que hicimos con Gombrowicz a Piriápolis, a fines de 1961, Gombrowicz pasó unas vacaciones en la quinta de Alicia y Silvio Giangrande. Llevaba en la valija varias decenas de páginas de "Cosmos" y el libro de un grabador alemán que le dedica a Alicia.
“Noble Alicia, este regalo es de mi editor alemán. A mí, que soy un profundo ignorante de la pintura, me deja indiferente. Piense un poco, Alicia, ¿dónde podría conseguir los tratados de Lhote (en español) para Flor de Quilombo, mi protegido de Tandil. Hoy he comido una milanesa con puré, lo que demuestra que mi hígado funciona más o menos bien. Esta dedicatoria es existencialista al nuevo estilo. Me inclino ante usted y ante el Gandhi (Silvio) de Hurlingham. W. Gombrowicz”.
Los intentos que hizo Alicia para ayudar a Gombrowicz, igual que tantos otros intentos, resultaron vanos. A pesar de todos los infortunios que había padecido no ponía ninguna voluntad por aceptarlos.
Lo habían zamarreado en las pensiones cuando se escapaba sin pagar, había llegado desfallecido a la casa de algún polaco para que le dieran de comer, había dormido sobre papeles de diario en una casa de Morón, había recorrido los suburbios para que los cadáveres le dieran de almorzar en los homenajes que le hacían al muerto. El hambre, el frío y las chinches no le faltaron en los primeros años de vida en la Argentina.
“A veces me pregunto qué hubiera pasado si la seriedad con la que me toman en Europa me hubiera sido demostrada allá, en la Argentina. Creo que hubiera sido un factor negativo, porque mi literatura tenía que formarse en la soledad”.
Grandes árboles, una casa blanca de una sola planta, y unos perros negros y greñudos que demostraban su afecto saltando sobre los invitados. Silvio había sido capitán de la marina de guerra italiana, y hablaba poco.
“Uno llega a un lugar, toma té, conversa, después abre la valija, dispone las cosas en la habitación de los invitados… ¿No es uno de los temas centrales de mi vida? Escuchar nuevos susurros, respirar aire extraño, penetrar en un sistema desconocido de sonidos, olores, luces”.
Gombrowicz había ido a Hurlingham a descansar y a encontrarse consigo mismo para seguir con “Cosmos”. Alicia era pintora y Silvio escultor, se habían convertido poco a poco en una pareja de plásticos.
“Al hablar con ellos, su dedicación al arte en esa quinta y ese proyecto suyo tan mimado, me ha parecido próximo a la bancarrota; en lo que decían no había alegría, sino más bien amargura, decepción, en fin, esas muestras de desencanto con que ahora me encuentro continuamente en el mundo de la pintura”.
En las artes plásticas se ha impuesto una manera de ver y de recrear que hace que una persona del todo mediocre pueda llegar a crear una obra nada mala. Gombrowicz estaba complacido con la decadencia de ese arte impuro que siempre había estado ligado al instinto de posesión y al comercio, más que al placer estético.
Poco a poco Gombrowicz se fue dando cuenta que Helena, la sirvienta de la casa, no se comportaba de un modo normal.
Era aplicada y amable, pero… Alicia le cuenta que es paranoica, que el diagnóstico se lo había hecho el psiquiatra.
“A veces tiene ataques, y me hace escenas, pero después se le pasa. Lo peor es que, como dice el médico, es peligrosa, en el momento menos pensado puede tener una crisis de verdad y agarrar un cuchillo; —¿Y no tenéis miedo de estar con ella? Cio pasa mucho tiempo fuera de casa y usted está sola; —¿Y qué podemos hacer? ¿Despedirla? ¿Quién emplearía a una loca? ¿Y su hija? ¿Qué hacer con la niña? ¿Enviar a Helena al hospital? No está lo bastante loca, sería inhumano encerrar en un manicomio a una persona como ella… Además los manicomios están repletos, son un verdadero infierno”.
Había dos asuntos que Gombrowicz distinguía muy especialmente en sus rituales: el placer que le proporcionaba la comida y el miedo a ser asesinado. Con el cuento que le estaba contando Alicia Gombrowicz enseguida pensó que podía ser asesinado.
Comía con buen apetito, de una manera disciplinada y ceremoniosa y se negaba sistemáticamente a compartir su habitación con nadie por temor a que lo estrangularan. Esta aprensión la usó como argumento para escaparse de las casas de los Giangrande y de los Swieczewski después de haber pasado unos días de vacaciones en ellas.
No existe manía de Gombrowicz de la vida de todos los días que no aparezca en sus creaciones. El asesinato toma las formas de la antropofagia en el cuerpo de un niño al que unos aristócratas se manducan en un almuerzo, de la estrangulación de animales y de personas y, en fin, de todo tipo de muertes como en las obras de Shakespeare.
Mientras toma una decisión sobre qué hacer con la locura de la sirvienta sigue meditando en esa casa de Hurlingham; a su juicio el hombre nunca se ha planteado suficientemente el problema de la cantidad.
No es lo mismo ser un hombre entre mil millones que sólo entre doscientos mil. No es lo mismo un hombre de la época de Demócrito que de la de Brahms.
“Vive en nosotros la conciencia del hombre único del tiempo de Adán. Nuestra filosofía es la filosofía de los Adanes. El arte es el arte de los Adanes”.
La expresión no sólo debería estar separada entre la fase ascendente de la juventud y la descendente de la vejez, sino también debería identificar a qué cantidad de hombres expresa.
La épica, la sociología y la psicología a veces expresan al rebaño humano, pero desde el exterior, como a cualquier otro rebaño. No es suficiente que Homero o Zola se ocupen de la masa ni que Marx la analice, esas voces deberían tener algo que nos permita saber si pertenecen a un mundo de miles o de millones hombres, deberían estar saturadas de la cantidad hasta la médula.
Estas reflexiones sobre la cantidad las hace a propósito de la sirvienta Helena. Si él no se apiada de ella quién se va a apiadar. Pero no es la piedad de una sola persona, también la piedad se ha multiplicado, sólo en Buenos Aires debe haber en ese momento una cien mil almas apiadándose de alguien.
Y la piedad en grandes cantidades le produce risa, una risa muy particular y tremendamente humana. Quiere comprobar si este problema es real o imaginario, pero no tiene tiempo de saberlo, tiene que huir, que otros centenares de miles de cabezas se ocupen de todo esto, él tenía miedo de ser asesinado.
Era tal la atracción que el asesinato ejercía sobre Gombrowicz que cuando sospechaba que alguno de nosotros no había leído “Ferdydurke”, o lo habíamos leído en forma incompleta, nos preguntaba en qué capítulo asesinaban al conejo.
Alicia era menos formal con otras personas que con Gombrowicz. Una tarde entró con el Pterodáctilo a una casa de electrodomésticos de un amigo. Como el amigo no estaba, en un descuido de la empleada, el Pterodáctilo agarró una aspiradora y los dos salieron corriendo del negocio. Entraron al Petit Café de Santa Fe y Callao donde estaba sentado el amigo conversando tranquilamente; —¿Qué hacen ustedes con esa aspiradora?; —No sabés, es lo único que pudimos salvar, un robo con armas de puño en tu local, ¡qué susto! El amigo salió corriendo del Petit Café como un loco, con la aspiradora en la mano.
Emigrada a la Argentina después de la guerra se dedicó a la pintura, se casó con Silvio Giangrade y fue una buena amiga de Gombrowicz.
“Estuve presente en el ‘bum’ de ‘Ferdydurke’ en Polonia cuando los periódicos principales le dedicaron grandes artículos. A Gombrowicz lo conocí personalmente en la Argentina en 1950, yo todavía vivía en el centro de Buenos Aires y de vez en cuando venía a visitarme”.
Finalmente Alicia se mudó a la “Piedra amorosa”, así se llamaba la casa que tenían los Giangrande en una quinta de Hurlingham, y es allí donde yo la conocí una tarde en que le contaba a los invitados cómo había estado presente en la casa de Zofia Nalkowska el día en que Bruno Schulz la visitó y le dio a leer “Las tiendas de color canela”.
Alicia y Silvio eran buenos, cordiales y lo querían a Gombrowicz. En esa quinta tuve que padecer el primer encuentro con los Giangrande por culpa de una broma pesada que me gastó Gombrowicz aprovechándose de mi ignorancia.
Desde muy joven la admiración había constituido para Gombrowicz un problema muy especial. No sé que es lo que habrá hecho en Polonia pero por aquí entraba a las exposiciones renqueando apoyándose en alguno de nosotros; si alguien le preguntaba por qué renqueaba respondía que lo hacía para compensar algún desequilibrio de la propia exposición, o que renqueaba porque le dolía mucho una pierna y que era una verdadera lástima que la belleza de la pintura calmara mucho menos el dolor que una aspirina.
Cuando me presentó las esculturas metálicas del esposo de Alicia hizo todo lo posible para que yo no me pusiera en pose de admirador: —Vea, son unos pluviómetros muy especiales que se fabrican aquí para una empresa agrícola. Yo no supe a qué atenerme pues las esculturas de Chio no se diferenciaban gran cosa de esos artefactos, pero tenía mis sospechas de que no eran pluviómetros.
Alicia Giangrande organizaba reuniones literarias en su casa con temas elegidos de antemano, había preparado en su quinta una mesa redonda a la que dio en llamar: “La influencia nefasta de Gutenberg en la literatura de nuestro tiempo”. Los invitados principales eran Gombrowicz y Sabato, pero también estaban González Lanuza, Julio Payro, Guillermo de Torre y otros más. Gombrowicz empezó a hablar de los escritores en general y de los hombres de letras presentes en particular.
“Ustedes hablan de literatura sin parar pero en realidad ninguno ha leído a Shakespeare ni a Cervantes; —¿Pero qué barbaridades está diciendo usted?; —Bueno, pero aunque los hayan leído es seguro que no los comprendieron bien pues sólo un genio puede comprender a otro genio”.
Los viajes que hacía con Gombrowicz a Hurlingham a veces se convertían en una aventura que poco tenía que ver con la literatura. Una noche regresábamos a Buenos Aires. El tren estaba repleto, los coches de pasajeros estaban completos, viajábamos en un coche de cargas. Un grupo de brutos fumaba e imprecaba cerca nuestro, y como Gombrowicz los miraba con una mirada intensa de desprecio, ellos también nos empezaron a mirar. Mientras crecía la tensión Gombrowicz empezó a hablar en francés, un poco para mí pero, más bien, para la ciudad y para el mundo.
Yo no tenía ganas de meterme en líos con esos brutos, así que lo miraba y sonreía beatíficamente. A Gombrowicz, sin ningún punto de apoyo, se le fue transformando la mirada; del desprecio pasó al disgusto, del disgusto a la neutralidad, y de la neutralidad al miedo. Estas situaciones se le debieron presentar con alguna frecuencia, Gombrowicz que era un busca pleitos y un provocador.
“A veces venía a tomar el té con su amigo Gómez. Me acuerdo un día en el que quiso oír unos discos. Escuchaba religiosamente la música con Gómez. En un momento dado, salí al jardín. Todavía era invierno y encontré una gran flor de magnolia que acababa de abrirse. Entré para decirle que viniera a ver lo bella que era. Witold me respondió sin moverse: —Le creo, Alicia. Y siguió escuchando la música”.
En la casa de Hurlingham de los Giangrande se filmaron algunos pasajes de “Gombrowicz o la seducción”, la película de Fischerman, el más entrañable de todos resultó el de la pequeña niña polaca recitando el chip chip.
Antes del viaje que hicimos con Gombrowicz a Piriápolis, a fines de 1961, Gombrowicz pasó unas vacaciones en la quinta de Alicia y Silvio Giangrande. Llevaba en la valija varias decenas de páginas de "Cosmos" y el libro de un grabador alemán que le dedica a Alicia.
“Noble Alicia, este regalo es de mi editor alemán. A mí, que soy un profundo ignorante de la pintura, me deja indiferente. Piense un poco, Alicia, ¿dónde podría conseguir los tratados de Lhote (en español) para Flor de Quilombo, mi protegido de Tandil. Hoy he comido una milanesa con puré, lo que demuestra que mi hígado funciona más o menos bien. Esta dedicatoria es existencialista al nuevo estilo. Me inclino ante usted y ante el Gandhi (Silvio) de Hurlingham. W. Gombrowicz”.
Los intentos que hizo Alicia para ayudar a Gombrowicz, igual que tantos otros intentos, resultaron vanos. A pesar de todos los infortunios que había padecido no ponía ninguna voluntad por aceptarlos.
Lo habían zamarreado en las pensiones cuando se escapaba sin pagar, había llegado desfallecido a la casa de algún polaco para que le dieran de comer, había dormido sobre papeles de diario en una casa de Morón, había recorrido los suburbios para que los cadáveres le dieran de almorzar en los homenajes que le hacían al muerto. El hambre, el frío y las chinches no le faltaron en los primeros años de vida en la Argentina.
“A veces me pregunto qué hubiera pasado si la seriedad con la que me toman en Europa me hubiera sido demostrada allá, en la Argentina. Creo que hubiera sido un factor negativo, porque mi literatura tenía que formarse en la soledad”.
Grandes árboles, una casa blanca de una sola planta, y unos perros negros y greñudos que demostraban su afecto saltando sobre los invitados. Silvio había sido capitán de la marina de guerra italiana, y hablaba poco.
“Uno llega a un lugar, toma té, conversa, después abre la valija, dispone las cosas en la habitación de los invitados… ¿No es uno de los temas centrales de mi vida? Escuchar nuevos susurros, respirar aire extraño, penetrar en un sistema desconocido de sonidos, olores, luces”.
Gombrowicz había ido a Hurlingham a descansar y a encontrarse consigo mismo para seguir con “Cosmos”. Alicia era pintora y Silvio escultor, se habían convertido poco a poco en una pareja de plásticos.
“Al hablar con ellos, su dedicación al arte en esa quinta y ese proyecto suyo tan mimado, me ha parecido próximo a la bancarrota; en lo que decían no había alegría, sino más bien amargura, decepción, en fin, esas muestras de desencanto con que ahora me encuentro continuamente en el mundo de la pintura”.
En las artes plásticas se ha impuesto una manera de ver y de recrear que hace que una persona del todo mediocre pueda llegar a crear una obra nada mala. Gombrowicz estaba complacido con la decadencia de ese arte impuro que siempre había estado ligado al instinto de posesión y al comercio, más que al placer estético.
Poco a poco Gombrowicz se fue dando cuenta que Helena, la sirvienta de la casa, no se comportaba de un modo normal.
Era aplicada y amable, pero… Alicia le cuenta que es paranoica, que el diagnóstico se lo había hecho el psiquiatra.
“A veces tiene ataques, y me hace escenas, pero después se le pasa. Lo peor es que, como dice el médico, es peligrosa, en el momento menos pensado puede tener una crisis de verdad y agarrar un cuchillo; —¿Y no tenéis miedo de estar con ella? Cio pasa mucho tiempo fuera de casa y usted está sola; —¿Y qué podemos hacer? ¿Despedirla? ¿Quién emplearía a una loca? ¿Y su hija? ¿Qué hacer con la niña? ¿Enviar a Helena al hospital? No está lo bastante loca, sería inhumano encerrar en un manicomio a una persona como ella… Además los manicomios están repletos, son un verdadero infierno”.
Había dos asuntos que Gombrowicz distinguía muy especialmente en sus rituales: el placer que le proporcionaba la comida y el miedo a ser asesinado. Con el cuento que le estaba contando Alicia Gombrowicz enseguida pensó que podía ser asesinado.
Comía con buen apetito, de una manera disciplinada y ceremoniosa y se negaba sistemáticamente a compartir su habitación con nadie por temor a que lo estrangularan. Esta aprensión la usó como argumento para escaparse de las casas de los Giangrande y de los Swieczewski después de haber pasado unos días de vacaciones en ellas.
No existe manía de Gombrowicz de la vida de todos los días que no aparezca en sus creaciones. El asesinato toma las formas de la antropofagia en el cuerpo de un niño al que unos aristócratas se manducan en un almuerzo, de la estrangulación de animales y de personas y, en fin, de todo tipo de muertes como en las obras de Shakespeare.
Mientras toma una decisión sobre qué hacer con la locura de la sirvienta sigue meditando en esa casa de Hurlingham; a su juicio el hombre nunca se ha planteado suficientemente el problema de la cantidad.
No es lo mismo ser un hombre entre mil millones que sólo entre doscientos mil. No es lo mismo un hombre de la época de Demócrito que de la de Brahms.
“Vive en nosotros la conciencia del hombre único del tiempo de Adán. Nuestra filosofía es la filosofía de los Adanes. El arte es el arte de los Adanes”.
La expresión no sólo debería estar separada entre la fase ascendente de la juventud y la descendente de la vejez, sino también debería identificar a qué cantidad de hombres expresa.
La épica, la sociología y la psicología a veces expresan al rebaño humano, pero desde el exterior, como a cualquier otro rebaño. No es suficiente que Homero o Zola se ocupen de la masa ni que Marx la analice, esas voces deberían tener algo que nos permita saber si pertenecen a un mundo de miles o de millones hombres, deberían estar saturadas de la cantidad hasta la médula.
Estas reflexiones sobre la cantidad las hace a propósito de la sirvienta Helena. Si él no se apiada de ella quién se va a apiadar. Pero no es la piedad de una sola persona, también la piedad se ha multiplicado, sólo en Buenos Aires debe haber en ese momento una cien mil almas apiadándose de alguien.
Y la piedad en grandes cantidades le produce risa, una risa muy particular y tremendamente humana. Quiere comprobar si este problema es real o imaginario, pero no tiene tiempo de saberlo, tiene que huir, que otros centenares de miles de cabezas se ocupen de todo esto, él tenía miedo de ser asesinado.
Era tal la atracción que el asesinato ejercía sobre Gombrowicz que cuando sospechaba que alguno de nosotros no había leído “Ferdydurke”, o lo habíamos leído en forma incompleta, nos preguntaba en qué capítulo asesinaban al conejo.
Alicia era menos formal con otras personas que con Gombrowicz. Una tarde entró con el Pterodáctilo a una casa de electrodomésticos de un amigo. Como el amigo no estaba, en un descuido de la empleada, el Pterodáctilo agarró una aspiradora y los dos salieron corriendo del negocio. Entraron al Petit Café de Santa Fe y Callao donde estaba sentado el amigo conversando tranquilamente; —¿Qué hacen ustedes con esa aspiradora?; —No sabés, es lo único que pudimos salvar, un robo con armas de puño en tu local, ¡qué susto! El amigo salió corriendo del Petit Café como un loco, con la aspiradora en la mano.
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