Por Juan Carlos Gómez
Gombrowicz devoraba a los polacos con la vista para investigar las características de sus movimientos, su forma de hablar y sus caras. Mientras vivió en Polonia no estuvo seguro de las impresiones que le despertaban los polacos, pero aquí, en la Argentina, pudo contrastar esas impresiones con un material humano de los más variado, compuesto de todas las razas y de todas las naciones posibles.
“Es para mí como una especie de placer doloroso el mirar de improviso a un polaco y verlo de esta nueva forma, igual que se ve a un extranjero, pudiendo verificar de ese modo mis impresiones anteriores cuando estaba aprisionado por la polonidad y, ¿para qué ocultarlo?, bastante atormentado por ella. Hace poco, en Buenos Aires, experimenté de un modo repentino e inesperado una confrontación así”.
Se refiere al encuentro con un director de orquesta polaco del que fui testigo. Mientras el público escuchaba con atención un concierto en la Facultad de Derecho, Gombrowicz sacó un gotero del bolsillo, lo ascendió cuanto pudo con el brazo bien extendido y empezó a descolgarse gotas en la nariz desde lo alto, haciendo todos los aspavientos posibles para llamar la atención. Cuando terminó el concierto fuimos a ver al director polaco, Stanislaw Skrowaczewski, habló un rato con él incomodado por el placer doloroso de la confrontación, acordaron un encuentro para el día siguiente y nos fuimos. Después de un tiempo le pregunté a Gombrowicz qué le había parecido nuestra orquesta al maestro polaco: —Vea, no quiero desanimarlo, me dijo que tiene el nivel, más o menos, de las bandas de música que tocan en las plazas de Varsovia.
“Fui por casualidad a un concierto, llegué tarde, entré en la sala cuando ya sonaba el tema del primer alegro de la ‘Eroica’; no tenía idea de quien era aquel tipo delgado que dirigía, pero la ejecución de la sinfonía beethoveniana era notable y en algunos detalles tan original que discutí sobre el asunto con Gómez, el amigo argentino que me acompañaba”.
Las características físicas y espirituales del maestro Stanislaw Skrowaczewski que Gombrowicz había notado durante el concierto, se le organizaron en esa forma de tipo polaco que ya conocía, igual que lo que ocurre con un paisaje cuando un detalle nos lo permite identificar como algo familiar.
“Pero al mismo tiempo, creedme, todo eso estuvo acompañado de una desagradable puntada en el corazón, quizás a causa de tantos enfrentamientos míos con aquel ‘tipo polaco’ al que yo también pertenecía”.
No hay que buscar en esta reacción de Gombrowicz un complejo de inferioridad, su condición de forastero impenitente lo había curado de ese problema y se sentía cómodo en cualquier ambiente. Ese exotismo de su país que le recodaba el director de orquesta no era solamente misterioso, también parecía una forma de huir de las preocupaciones y de las luchas de cada día muy típica de los polacos.
“Lo captó el ilustre Marcel Proust al describir sus encuentros con un pequeño grupo de ‘muchachas en flor’; al conocerlas más de cerca, cuando le fueron reveladas sus preocupaciones, intereses, sueños y penas, las encantadoras muchachas dejaron de encantarle; y lo mismo le ocurrió con los salones de la aristocracia parisina, que se le convirtieron en aburrimiento cuando dejaron de ser algo desconocido y misterioso. Pero para Proust la vida consistía sobre todo en conocer, o sea en matar el encanto que nace de nuestra ignorancia”.
El propósito que tenía Gombrowicz cuando se encontraba con algún polaco era el de verlo en su misterio.
No obstante el misterio polaco tenía los pies de barro. Polonia era un país que no se destacaba demasiado, que carecía de una cara propia, pero los polacos, sin embargo, no pasaban por el mundo desapercibidos, aunque en la mayoría de los casos llamaban la atención por sus extravagancias. A pesar de todo, el misterio polaco existe, una cierta manera polaca que atrae e interesa al extranjero.
El ilustre Marcel Proust podía alcanzar algunas verdades sobre el misterio con su refinamiento pero Gombrowicz andaba buscando una actitud más drástica, no tan protegida por los afeites y los bibelots.
“¿Por qué lo admiramos? Lo admiramos ante todo por haber osado ser delicado y no haber vacilado en mostrarse así, tal como era… un poco en frac y un poco en bata de casa, con una frasco de medicamentos, con una pizca de maquillaje homosexual-histérico, con fobias, neurosis, debilidades, esnobismos, con toda la miseria de un francés ultra sutil. Lo admiramos porque detrás de ese Proust contaminado, raro, descubrimos la desnudez de su humanidad, la verdad de sus sufrimientos y la fuerza de su sinceridad. Pero, ¡ay!, cuando examinamos mejor volvemos a descubrir detrás de la desnudez a Proust en bata, en frac o en camisón junto con todos los accesorios, la cama, las medicinas, los bibelots. Es un juego a la gallina ciega. No se sabe aquí qué es lo definitivo, si la desnudez o la vida, la enfermedad o la salud, la histeria o la fuerza […]”.
“Por eso Proust es un poco de todo, profundidad y superficie, originalidad y banalidad, perspicacia y candor… cínico e ingenuo, exquisito y de mal gusto, hábil y torpe, entretenido y estudioso, ligero y pesado… ¡Pesado! Este primo me aplasta. Soy de su familia… yo, ultra sutil, pertenezco al mismo medio. Sólo que… sin París. Me ha faltado París. ¡Y mi delicado cutis no protegido por los afeites siente la mordida del áspero Tandil!”.
Para combatir a Proust Gombrowicz busca una figura de contraste, y a pesar de todas las diferencias que tiene con él elige a Sartre. Su obra fundamental, “El ser y la nada”, era practicamente desconocida en Francia, pero igualmente los franceses hablan pestes de Sartre.
Lo acusaban de repetirse demasiado, de estar desfasado en el tiempo, de que sus novelas y su teatro eran ilustraciones de sus teorías, de que su filosofía era una teoría de su arte, y de que, en fin, Sartre estaba acabado.
Proust es colmado de mimos hasta en la tumba, Sartre, en cambio, es tal vez el único de los grandes artistas franceses detestado por sus compatriotas.
“¿Quién demonios es, en comparación con las montañas de revelaciones sartrianas, un Borges argentino, sopita aguada para literatos? Pero a Borges lo tratan con guantes de seda, mientras que a Sartre lo zamarrean… ¿Será sólo a causa de la política? ¡Sería una mezquindad imperdonable! ¿Mezquindad? ¿Acaso no será la política, sino simplemente la misma mezquindad lo que está en la base de esta animosidad? ¿Se detesta a Sartre porque es demasiado grande?”.
Francia se le había dividido en dos en esos diarios que estaba escribiendo: Sartre y Proust. Nos habla de su piadosa peregrinación a la plazoleta de Des Deux Magots, donde observa desde la calle las ventanas del piso de Sartre, y donde se da cuenta que los franceses habían elegido a Proust en contra de Sartre.
“Si bien es cierto que Proust tiene un componente trágico, duro y cruel, no es menos cierto que esa tragedia es comestible, contiene una intención gastronómica, está relacionada con el plato, la verdurita y la salsa”.
En el lado opuesto, el de Sartre, está el pensamiento francés más categórico desde Descartes, rabiosamente dinámico y que echa por tierra los placeres sibaritas de toda Francia. Proust es impotente en comparación con la tensión creadora por Sartre.
Pero gran parte de las deducciones de “El ser y la nada” eran inaceptables para Gombrowicz, a pesar de la unicidad de su pensamiento se hacía sentir la falta de un principio complementario fundamental en el cogito de su sistema, su teoría pecaba de una terrible unilateralidad y Sartre, como moralista, psicólogo, esteta y político, sólo era la mitad de lo que debía ser.
Pero es Sartre quien echa abajo las puertas cerradas; aquello que en Proust y en toda la literatura francesa es continuación, en Sartre toma el carácter de una iniciación.
Sartre recupera el orgullo y la fuerza creadora contra la conciencia de Proust, todavía ávida, pero ya en un nivel más bajo que la de Montaigne.
Para desenmascarar el refinamiento y la falsa desnudez de ese espíritu francés que tan bien representaba Proust, Gombrowicz decide hacer una experiencia crucial.
Estaba almorzando en un local muy distinguido a orillas del Sena conversando animadamente con franceses muy atildados del ambiente literario: —¡Quién es ese escritor; —Es un escritor eminente; —Sí, eminente, pero ¿quién es?; —Viene del surrealismo y se pasó al objetivismo; —Muy bien, objetivismo, pero ¿quién es?; —Pertenece al grupo Melpomène; —No tengo nada en contra de Melpomène, pero ¿quién es?; —Una combinación de géneros: el argot con una metafísica de elementos fantásticos; —Sí, la combinación me parece bien, pero ¿quién es?; —Cuatro años atrás le concedieron el Prix St. Eustache…, y tú ¿cómo te consideras?; —Yo no soy escritor, ni miembro de nada, ni metafísico ni ensayista, soy yo mismo, libre, independiente, vivo…; —Ah, sí, eres existencialista.
Los contertulios estaban turbados con la mirada ingenua de Gombrowicz que les traspasaba la ropa, y es aquí cuando decide hacer el experimento: se empieza a bajar los pantalones.
“[…] cundió el pánico, salieron rajando por puertas y ventanas. Me quedé solo. El restaurante estaba desierto, hasta los cocineros habían huido… Sólo entonces me di cuenta de lo que estaba haciendo, de lo que pasaba…, y me quedé así, hecho un tonto, con una pernera puesta y la otra en la mano”.
Kot Jelenski lo ve y entra al restaurante: —¿Qué pasa? ¿Te has vuelto loco?; —Empecé a desvestirme y todo el mundo se dio a la fuga; —Eres un insensato, ¿a quién pensabas asustar con la desnudez?
En ningún lugar del mundo encontrarás tanta afición por quitarse la ropa como aquí. Te has encontrado con unos conejos, yo te traeré unos leones que aunque bailes en cueros sobre la mesa no moverán una pestaña.
Hicieron una apuesta al estilo de los caballero polacos del el siglo diecinueve. Los invitados estaban imperturbables hasta que llegaron a los postres y Gombrowicz se empezó a quitar los pantalones; —Excúsennos, por favor, la hora, se nos hace tarde. Gombrowicz y Kot se miraron: —No es posible que se hayan asustado, si la desnudez es su especialidad.
“Observa, la cosa es que esa gente, incluso al desnudarse se viste, y la desnudez sólo significa para ellos unos calzones más. Pero cuando yo me he bajado sin más los pantalones, les ha dado un soponcio, más que nada porque no lo he hecho según Proust, ni a lo Jean Jacques Rousseau, ni según Montaigne o en el sentido del análisis existencial, sino simplemente para quitármelos”.
“Es para mí como una especie de placer doloroso el mirar de improviso a un polaco y verlo de esta nueva forma, igual que se ve a un extranjero, pudiendo verificar de ese modo mis impresiones anteriores cuando estaba aprisionado por la polonidad y, ¿para qué ocultarlo?, bastante atormentado por ella. Hace poco, en Buenos Aires, experimenté de un modo repentino e inesperado una confrontación así”.
Se refiere al encuentro con un director de orquesta polaco del que fui testigo. Mientras el público escuchaba con atención un concierto en la Facultad de Derecho, Gombrowicz sacó un gotero del bolsillo, lo ascendió cuanto pudo con el brazo bien extendido y empezó a descolgarse gotas en la nariz desde lo alto, haciendo todos los aspavientos posibles para llamar la atención. Cuando terminó el concierto fuimos a ver al director polaco, Stanislaw Skrowaczewski, habló un rato con él incomodado por el placer doloroso de la confrontación, acordaron un encuentro para el día siguiente y nos fuimos. Después de un tiempo le pregunté a Gombrowicz qué le había parecido nuestra orquesta al maestro polaco: —Vea, no quiero desanimarlo, me dijo que tiene el nivel, más o menos, de las bandas de música que tocan en las plazas de Varsovia.
“Fui por casualidad a un concierto, llegué tarde, entré en la sala cuando ya sonaba el tema del primer alegro de la ‘Eroica’; no tenía idea de quien era aquel tipo delgado que dirigía, pero la ejecución de la sinfonía beethoveniana era notable y en algunos detalles tan original que discutí sobre el asunto con Gómez, el amigo argentino que me acompañaba”.
Las características físicas y espirituales del maestro Stanislaw Skrowaczewski que Gombrowicz había notado durante el concierto, se le organizaron en esa forma de tipo polaco que ya conocía, igual que lo que ocurre con un paisaje cuando un detalle nos lo permite identificar como algo familiar.
“Pero al mismo tiempo, creedme, todo eso estuvo acompañado de una desagradable puntada en el corazón, quizás a causa de tantos enfrentamientos míos con aquel ‘tipo polaco’ al que yo también pertenecía”.
No hay que buscar en esta reacción de Gombrowicz un complejo de inferioridad, su condición de forastero impenitente lo había curado de ese problema y se sentía cómodo en cualquier ambiente. Ese exotismo de su país que le recodaba el director de orquesta no era solamente misterioso, también parecía una forma de huir de las preocupaciones y de las luchas de cada día muy típica de los polacos.
“Lo captó el ilustre Marcel Proust al describir sus encuentros con un pequeño grupo de ‘muchachas en flor’; al conocerlas más de cerca, cuando le fueron reveladas sus preocupaciones, intereses, sueños y penas, las encantadoras muchachas dejaron de encantarle; y lo mismo le ocurrió con los salones de la aristocracia parisina, que se le convirtieron en aburrimiento cuando dejaron de ser algo desconocido y misterioso. Pero para Proust la vida consistía sobre todo en conocer, o sea en matar el encanto que nace de nuestra ignorancia”.
El propósito que tenía Gombrowicz cuando se encontraba con algún polaco era el de verlo en su misterio.
No obstante el misterio polaco tenía los pies de barro. Polonia era un país que no se destacaba demasiado, que carecía de una cara propia, pero los polacos, sin embargo, no pasaban por el mundo desapercibidos, aunque en la mayoría de los casos llamaban la atención por sus extravagancias. A pesar de todo, el misterio polaco existe, una cierta manera polaca que atrae e interesa al extranjero.
El ilustre Marcel Proust podía alcanzar algunas verdades sobre el misterio con su refinamiento pero Gombrowicz andaba buscando una actitud más drástica, no tan protegida por los afeites y los bibelots.
“¿Por qué lo admiramos? Lo admiramos ante todo por haber osado ser delicado y no haber vacilado en mostrarse así, tal como era… un poco en frac y un poco en bata de casa, con una frasco de medicamentos, con una pizca de maquillaje homosexual-histérico, con fobias, neurosis, debilidades, esnobismos, con toda la miseria de un francés ultra sutil. Lo admiramos porque detrás de ese Proust contaminado, raro, descubrimos la desnudez de su humanidad, la verdad de sus sufrimientos y la fuerza de su sinceridad. Pero, ¡ay!, cuando examinamos mejor volvemos a descubrir detrás de la desnudez a Proust en bata, en frac o en camisón junto con todos los accesorios, la cama, las medicinas, los bibelots. Es un juego a la gallina ciega. No se sabe aquí qué es lo definitivo, si la desnudez o la vida, la enfermedad o la salud, la histeria o la fuerza […]”.
“Por eso Proust es un poco de todo, profundidad y superficie, originalidad y banalidad, perspicacia y candor… cínico e ingenuo, exquisito y de mal gusto, hábil y torpe, entretenido y estudioso, ligero y pesado… ¡Pesado! Este primo me aplasta. Soy de su familia… yo, ultra sutil, pertenezco al mismo medio. Sólo que… sin París. Me ha faltado París. ¡Y mi delicado cutis no protegido por los afeites siente la mordida del áspero Tandil!”.
Para combatir a Proust Gombrowicz busca una figura de contraste, y a pesar de todas las diferencias que tiene con él elige a Sartre. Su obra fundamental, “El ser y la nada”, era practicamente desconocida en Francia, pero igualmente los franceses hablan pestes de Sartre.
Lo acusaban de repetirse demasiado, de estar desfasado en el tiempo, de que sus novelas y su teatro eran ilustraciones de sus teorías, de que su filosofía era una teoría de su arte, y de que, en fin, Sartre estaba acabado.
Proust es colmado de mimos hasta en la tumba, Sartre, en cambio, es tal vez el único de los grandes artistas franceses detestado por sus compatriotas.
“¿Quién demonios es, en comparación con las montañas de revelaciones sartrianas, un Borges argentino, sopita aguada para literatos? Pero a Borges lo tratan con guantes de seda, mientras que a Sartre lo zamarrean… ¿Será sólo a causa de la política? ¡Sería una mezquindad imperdonable! ¿Mezquindad? ¿Acaso no será la política, sino simplemente la misma mezquindad lo que está en la base de esta animosidad? ¿Se detesta a Sartre porque es demasiado grande?”.
Francia se le había dividido en dos en esos diarios que estaba escribiendo: Sartre y Proust. Nos habla de su piadosa peregrinación a la plazoleta de Des Deux Magots, donde observa desde la calle las ventanas del piso de Sartre, y donde se da cuenta que los franceses habían elegido a Proust en contra de Sartre.
“Si bien es cierto que Proust tiene un componente trágico, duro y cruel, no es menos cierto que esa tragedia es comestible, contiene una intención gastronómica, está relacionada con el plato, la verdurita y la salsa”.
En el lado opuesto, el de Sartre, está el pensamiento francés más categórico desde Descartes, rabiosamente dinámico y que echa por tierra los placeres sibaritas de toda Francia. Proust es impotente en comparación con la tensión creadora por Sartre.
Pero gran parte de las deducciones de “El ser y la nada” eran inaceptables para Gombrowicz, a pesar de la unicidad de su pensamiento se hacía sentir la falta de un principio complementario fundamental en el cogito de su sistema, su teoría pecaba de una terrible unilateralidad y Sartre, como moralista, psicólogo, esteta y político, sólo era la mitad de lo que debía ser.
Pero es Sartre quien echa abajo las puertas cerradas; aquello que en Proust y en toda la literatura francesa es continuación, en Sartre toma el carácter de una iniciación.
Sartre recupera el orgullo y la fuerza creadora contra la conciencia de Proust, todavía ávida, pero ya en un nivel más bajo que la de Montaigne.
Para desenmascarar el refinamiento y la falsa desnudez de ese espíritu francés que tan bien representaba Proust, Gombrowicz decide hacer una experiencia crucial.
Estaba almorzando en un local muy distinguido a orillas del Sena conversando animadamente con franceses muy atildados del ambiente literario: —¡Quién es ese escritor; —Es un escritor eminente; —Sí, eminente, pero ¿quién es?; —Viene del surrealismo y se pasó al objetivismo; —Muy bien, objetivismo, pero ¿quién es?; —Pertenece al grupo Melpomène; —No tengo nada en contra de Melpomène, pero ¿quién es?; —Una combinación de géneros: el argot con una metafísica de elementos fantásticos; —Sí, la combinación me parece bien, pero ¿quién es?; —Cuatro años atrás le concedieron el Prix St. Eustache…, y tú ¿cómo te consideras?; —Yo no soy escritor, ni miembro de nada, ni metafísico ni ensayista, soy yo mismo, libre, independiente, vivo…; —Ah, sí, eres existencialista.
Los contertulios estaban turbados con la mirada ingenua de Gombrowicz que les traspasaba la ropa, y es aquí cuando decide hacer el experimento: se empieza a bajar los pantalones.
“[…] cundió el pánico, salieron rajando por puertas y ventanas. Me quedé solo. El restaurante estaba desierto, hasta los cocineros habían huido… Sólo entonces me di cuenta de lo que estaba haciendo, de lo que pasaba…, y me quedé así, hecho un tonto, con una pernera puesta y la otra en la mano”.
Kot Jelenski lo ve y entra al restaurante: —¿Qué pasa? ¿Te has vuelto loco?; —Empecé a desvestirme y todo el mundo se dio a la fuga; —Eres un insensato, ¿a quién pensabas asustar con la desnudez?
En ningún lugar del mundo encontrarás tanta afición por quitarse la ropa como aquí. Te has encontrado con unos conejos, yo te traeré unos leones que aunque bailes en cueros sobre la mesa no moverán una pestaña.
Hicieron una apuesta al estilo de los caballero polacos del el siglo diecinueve. Los invitados estaban imperturbables hasta que llegaron a los postres y Gombrowicz se empezó a quitar los pantalones; —Excúsennos, por favor, la hora, se nos hace tarde. Gombrowicz y Kot se miraron: —No es posible que se hayan asustado, si la desnudez es su especialidad.
“Observa, la cosa es que esa gente, incluso al desnudarse se viste, y la desnudez sólo significa para ellos unos calzones más. Pero cuando yo me he bajado sin más los pantalones, les ha dado un soponcio, más que nada porque no lo he hecho según Proust, ni a lo Jean Jacques Rousseau, ni según Montaigne o en el sentido del análisis existencial, sino simplemente para quitármelos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario