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Escritor Hugo Yuen Cárdenas, en plena ceremonia de premiación del premio COPÉ de Novela 2017. |
John Updike, el escritor norteamericano que me cautivó
cuando recién me iniciaba en la literatura y cuya prosa me ha acompañado
durante todas estas décadas de hibernación novelística, dijo en una entrevista
hace ya mucho, mucho tiempo, que cuando él escribía, apuntaba su mente hacia un
punto vago, un poco hacia el este de Kansas, y pensaba en los libros de los
estantes de una biblioteca de provincia, libros antiguos todos ellos, libros
sin sus forros, desprovistos de sus cubiertas, y a un muchacho husmeando entre
ellos y encontrándolos de casualidad y dialogando, a través de la lectura, con
sus autores. Ese joven de provincia era, obviamente, el propio Updike.
Durante tres décadas, a mi manera, también he tratado de
mantenerme fiel a los ideales de mi propio y juvenil yo, y con él, a los
valores, a los ideales, a los sueños de ese muchacho que se ha esmerado por no
morir dentro de mí en el intento.
Recuerdo hoy las visitas quincenales a la casa del filósofo
y poeta Edgar Guzmán, con quien conversaba tardes enteras de literatura siendo
apenas un adolescente. Recuerdo que en esas reuniones leía su poesía inédita y
lo animaba a publicar su libro, y él, a su vez, comentaba y corregía mis textos
de escritor bisoño. Recuerdo que terminábamos la jornada ya de noche, cuando
compartía la cena con su familia y me iba a casa con un paquete de 6 a 8 libros
que devoraba como un obseso en las siguientes dos semanas, hasta la siguiente
reunión.
Recuerdo también que por esa época, escuché en un bar de la Plaza de Armas de Arequipa
la historia de un muchacho de clase media de mi generación que había viajado al
pueblo de Laberinto, en Madre de Dios, para hacerse minero, en busca de oro. La
anécdota me cautivó y desde un inicio supe que algún día escribiría una novela
en base a esa historia.
Durante 30 años, cada vez que escuchaba o leía alguna
noticia de los lavaderos de oro de Madre de Dios, literalmente paraba las
orejas, recortaba la noticia, garrapateaba en alguna hoja con mano presurosa la
información que acababa de oír, o hacía lo indecible por hacerme del documento
en cuestión.
Para que tengan una idea de los preocupantes rasgos de mi
obsesión, basta decir que grabé y luego transcribí cerca de 8 casetes de 60
minutos cada uno, con entrevistas a personas que habían estado trabajando de
mineros en Madre de Dios, y me leí varias veces una insufrible tesis de
sociología de la
Universidad Nacional de San Agustín sobre la incidencia de la
leishmaniasis en los mineros de Madre de Dios y sus repercusiones en Puno y
Arequipa.
En ese lapso, gané un premio de cuento en España, varios de
poesía en Arequipa, fui finalista del Copé de Poesía el 2005 y gané el Premio
Javier Heraud de poesía dos años después. Como quien dice, tuve varios amores,
pero no lograba encontrarme con la novela de mis desvelos y veía, mientras
tanto, que me hacía viejo sin cumplir mi añorado sueño. A este ritmo, si algún
día gano un premio de novela, será un premio póstumo, me decía, con ironía.
Y ello, en parte, porque el quehacer diario para vivir y
cumplir con mis obligaciones familiares absorbían mis esfuerzos cotidianos. Así
fue hasta que en diciembre del 2012, mientras trabajaba como asesor principal
de un despacho en el Congreso de la República, tomé la decisión: Había ahorrado algún
dinero que me permitiría hacer un viaje de estudio a los lavaderos de oro de
Puerto Maldonado, y lo haría sin esperar ya más tiempo. Pero, para ello, debía
renunciar a la seguridad económica que me daba el Congreso, y eso hice, para
estupor de mi familia.
Justo antes del viaje a Madre de Dios, participé en un
taller de novela que impartía Jorge Eduardo Benavides; le conté mi proyecto y
Jorge se entusiasmó con la idea, ofreciéndose a acompañarme en el intento en
calidad de primer lector y cicerone novelístico durante el proceso de creación.
Así fue como empezó todo.
Viajé, en efecto, a Madre de Dios, en el verano del 2013,
conseguí un contacto entre los ecologistas de Puerto Maldonado que, de
arranque, me metió miedo haciéndome pensar que el viaje había sido en vano. Era
imposible ir a los lavaderos de oro, entrevistar a la gente o tomar
fotografías, me dijo, sin riesgo de ser baleado y enterrado en el lugar sin
dejar siquiera rastro de haber pasado por ahí. El lugar donde quería ir era
tierra de nadie y cualquier intento de entrevistar a los oreros de la selva, un
disparate, fue su lapidaria conclusión.
Luego de cavilar durante varias horas, mientras caminaba sin
rumbo por las calles de Puerto Maldonado, y luego, sentado a la mesa de un
restaurantito, mientras se caía el cielo en medio de un diluvio bíblico que no
hacía sino acentuar el bochorno selvático, decidí que mi viaje no era una idea
disparatada ni mucho menos, y que lo que había pasado, era que me había
equivocado de contacto.
Ciertamente, no debí solicitar apoyo a los ecologistas de
Madre de Dios, sino a quienes estaban más bien del lado de los mineros
informales. Encontré entonces a un periodista radial que respaldaba a los
oreros de la selva, sin importarle que contaminaran los ríos con el cianuro y
el mercurio que usaban para amalgamar el oro, o que depredaran la selva virgen
con las dragas del fin del mundo que succionaban el légamo fértil de los
playones edénicos hasta convertirlos en verdaderos orcos de la muerte.
Le pagué al tipo ese por sus servicios y me la jugué por
entero, viajando con él en un peque-peque por los ríos Inambari y Madre de
Dios, hasta el pueblo de Laberinto y luego hasta el campamento de Tres Islas,
donde me presentó como si fuera un familiar suyo llegado de Lima a toda esa
cáfila de mineros roseros, que me abrieron en el acto las puertas de su
campamento, ofreciéndome, con ello, también su amistad y su confianza.
El tiempo que estuve entre ellos, los oreros de Tres Islas
me hicieron participar de las jornadas de extracción del oro con las dragas, me
permitieron almorzar con ellos en el campamento, emborracharnos juntos con
cervezas calientes como una sopa, mientras pesaban y se repartían el oro que
salía decantado del atanor, mientras el mercurio se volatilizaba y era
respirado por todos nosotros en medio del bochorno de esa selva que todo lo
invade y que todo lo pervade.
Con las fotografías y cuadernos repletos de las anotaciones
de ese viaje, regresé casi delirando de entusiasmo a Lima, provisto de la
experiencia necesaria para empezar a escribir la novela.
Calculé que la historia debía concluirse en tres años, pero
se escribió casi de un tirón, en sesiones de dos por semana, en un lapso de año
y medio. En total, en alrededor de 156 jornadas de trabajo.
Sin embargo, no fue tan sencillo como parece a simple vista.
La historia, que debía circunscribirse a las aventuras de un joven en busca de
oro en la década de los 80, se fue enriqueciendo y adquiriendo una estructura
cada vez más compleja.
Además, a medida que escribía y escribía, seguía
investigando y leyendo todo libro que encontraba referido a Madre de Dios. Así,
me topé con los libros de los dominicos y sus misiones evangelizadoras en favor
de las tribus de los Machiguengas, los Ese Eja, los Arawak, los Harakmbut y
tantas otras etnias que pueblan las comarcas de Madre de Dios, Urubamba y
Purús. Mención especial merecen los libros del Padre José Álvarez Fernández,
más conocido como el “Apaktone”, o padrecito viejo, en el lenguaje de los
Mashcos mata gente.
Las historias que involucra la novela se fueron
multiplicando y dilatando en el tiempo, al punto que llegaron a abarcar cinco
siglos. Se remontan, así, al siglo XVI y llegan hasta fines del siglo XX. Los
personajes, como es obvio, también se multiplicaron como moscas y empezaron a
caminar sin sentido, como locos, como las hormiguitas ma-kua-ay de la selva,
por los recovecos de mi cabeza, atestada por la trápala de chunchitos,
shiringueros y oreros de todos los tiempos.
En un momento de la redacción, sentí la necesidad de
introducir escenas fantásticas en el lenguaje coloquial y desquiciante de los
personajes que se atiborraban en las páginas del libro y que pugnaban por
hablar, cada uno con voz propia. Y, sin saber cómo ni por dónde, la novela
terminó siendo tributaria del realismo mágico y del lenguaje coloquial propio
de la literatura caribeña.
Fiel a las enseñanzas de filosofía y literatura de mi
maestro Edgar Guzmán, no pude tampoco sustraerme a la imperiosa necesidad de
introducir guiños literarios y filosóficos en la historia. Y, por si fuera
poco, como en algunos casos empleé la técnica de la escritura automática para
reproducir el fluir de la conciencia de algunos personajes desquiciados por la
soledad y el mercurio, —que había contaminado no solo sus mentes sino también
la mía—, de pronto descubrí que la poesía se había infiltrado en más de un
pasaje del libro, con el uso adicional de arcaísmos, refranes oídos en boca de
mis abuelos, y la jerigonza perulera propia de los oreros de la selva de Madre
de Dios del alma mía.
Al final, mal que bien, di por terminado el libro. El
resultado final me agradaba, pero me asustaba al mismo tiempo. Sentía que había
escrito la novela con el corazón y también con las tripas y, en más de un
pasaje, incluso con el fundillo del pantalón. Pero, ¿y si lo que había hecho
era un arroz con mango?, me decía. ¿Y si la novela no dejaba de ser un tremendo
disparate?, me autoflagelaba con tribulaciones de ese tipo.
Jorge Eduardo Benavides no dejaba de elogiar el trabajo. Lo
mismo hacían Mercedes Carrillo (coordinadora parlamentaria y compañera de
trabajo del Jurado Nacional de Elecciones), al igual que mis hijos, mis padres,
mi esposa, y también Lucho Cornejo, un viejo y buen amigo que soportó
estoicamente durante año y medio mis monólogos monotemáticos sobre la novela y
sus personajes, mientras tomábamos café tras café en el Haití de Miraflores.
Dicho sea de paso, en algún descuido mío, Lucho se metió en la novela y se
convirtió en minero, para ser el popular “Luchifer” de la historia.
Sin embargo, pese a todos esos comentarios, yo era inmune a
los elogios. No me los creía. En cambio, a la menor crítica, sentía que todas
mis dudas se confirmaban y que había perdido año y medio escribiendo un libro
fallido. Que la novela era un reverendo fiasco.
Wilber Bustamante, actual Presidente de la Corte Superior de
Justicia del Cusco y viejo amigo de la universidad, se dio el trabajo de leer
todo el libro y me llamó una mañana de sábado para elogiar la novela y
recomendarme que la presentara a un premio de literatura. Lo mismo hizo mi
amigo de colegio, universidad y de toda la vida, el doctor Gorki Gonzales,
quien, con toda la autoridad que le han dado los largos años en la docencia
universitaria en la
Pontificia Universidad Católica del Perú, insistía en su
calidad literaria.
Así que eso hice. Presenté el libro de marras al prestigioso
Premio Copé de Novela. Total, me dije, si perdía, todavía podía decir a todos
los amigos que nunca había perdido tanto dinero junto.
No obstante, en los últimos meses, algo empezó a suceder.
“Están pasando cosas”, diría un periodista deportivo local. Y es que me enteré
que el Papa Francisco llegaba al Perú y que uno de los lugares que visitaría
sería la selva de Madre de Dios. De inmediato recordé que el Padre Apaktone, que
también se había infiltrado como personaje de mi novela, estaba en proceso de
beatificación en el Vaticano desde hacía ya bastante tiempo. “Están pasando
cosas”, dije para mis adentros, y una tenue luz de esperanza iluminó mi rostro.
“Si ha de pasar algo con este libro, tiene que ser ahora”,
me dije a mí mismo, y —permítanme esta licencia poética—, con la inconsistencia
propia de un agnóstico confeso que se encomienda a la memoria de un cura
dominico en proceso de beatificación (del cual ha novelado en casi 300
páginas), habiendo visitado incluso su tumba en el jardín del convento donde
reposan sus secos huesos, supe por fin que, si la novela ganaba el Copé de Oro,
la mano bendita del curita Apaktone tendría que estar de por medio en ese
hecho. Y hoy que hablo ante ustedes, tengan la certeza de que, en efecto,
pienso que fue así.
Por todo eso, quiero terminar diciendo muchas gracias al
Jurado del Premio, muchas gracias a Petroperú, muchas gracias a mi compinche,
el padre Apaktone, y muchas, muchas gracias a todos ustedes.
Hugo Yuen Cárdenas
Diciembre 6, de 2017