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Interiores de la Biblioteca Municipal de Arequipa. Fuente: Diario El Pueblo. |
Por Juan Yufra
Cuando en 1995 me asomé por primera vez a la Biblioteca Municipal
de Arequipa, lo primero que me alejó de tales estructuras fueron los
requisitos: recibo de luz, dinero y foto tamaño carné; es decir, todo. Y en
realidad todo era infranqueable debido a mi condición de habitante-alquilado en
esta tierra.
—Señora, me puede prestar un ratito su recibo de agua o luz
para poder sacarle una copia, para, usted sabe, poder ir a la biblioteca y
estudiar mejor…
No me veía en ese plan. Preferí “rutear” por otros lados.
(Solo volvería a ese sitio definido en el siglo XXI).
Pero también recuerdo esa calle algo maleada, con putas,
huacteros, choros, un cine crepuscular a media cuadra y algunos recintos
esperanzadores donde compré mi primer libro (de segunda mano) en Arequipa: Poesía
reunida de José Ruiz Rosas; luego le seguiría una joya: Mi Manuel de
Adriana de Verneuil, esposa de Manuel González Prada y que atesoro en una caja
de exiliado intermitente.
Por esa época también cayó en mis manos el libro de Luis A.
Sánchez donde abordaba la vida de José Santos Chocano, es el famoso
Aladino…
que costó 10 lucas, casi una semana de alimentos para mí (La línea 20, incluso
los ómnibus celest
es
de COTASPA cobraban 0.20 céntimos el pasaje; el menú estaba 2 soles, etc.); de
este libro guardo una desoladora tristeza en mi memoria: lo vendí. Me lanzaron
dos soles.
—Gracias, chochera.
—De nada, me contestó, el puta.
Hace algunos años atrás tuve que enfrentar esa calle de
Ejercicios y entrar. Saqué mi carné de lector y no pude usarlo correctamente
debido a que el susodicho local ingresó en un proceso de mejoramiento. Lo iban
a remodelar. Pasaron meses mientras caducaba mi carné de lector virtual.
Ahora entro. Espero a la modernidad y que se manifieste,
carajo. No es posible. Llevo años esperando sacar un libro.
Paredes pintadas, vidrios relucientes, piso nuevo. Llego al
mostrador y encuentro unas caras antiguas, arrancadas de cualquier esquina de
la calle Alto de la luna, la más vil de todas junto a Goyeneche y San Juan de
Dios. Cuestiono. Me señalan con su dedo infeliz los mamotretos que contienen
los ficheros de mi mala suerte. (Mismo GGM).
—Y tanto dinero en arreglar el baño, pintar la fachada y no
han podido digitalizar esto —le digo al míster que pone los ojos en su
periódico multicolor. Baja la mirada, ahora la lleva a un punto muerto del
cielo raso y la deja allí por una eternidad. No es que me tenga miedo, no, no.
Lo que pasa es que le llega al huevo mi indignación.
Me paso un ratazo buscando. Lo tomo como una experiencia
“casi nuevaolera”, hasta creo que se dibuja en mi cara una sonrisa, pues en la Biblioteca de
Humanidades de la San
Agustín, se hacía lo mismo en el siglo pasado y valgan
verdades, era un experto.
Así que manos a la obra. Observo las letras, las primeras
sílabas que orientan al incauto… abro el ataúd de fichas amarillas. A ver, este
puede ser. Anoto números, códigos de la granflauta. Pido ficha. Escribo. Que no
hay, putamare. Reviento.
Estuve una semana soportando dicha precariedad de las
emociones frente al arte de la escritura. Miro a los trabajadores y en sus
caras solo veo la derrota de una vida consagrada a la miseria de la condición
humana. Trato de comprender que no todos ven en un libro la luz o la libertad
de un hombre. Pensar que en estos pasillos estuvo César Atahualpa Rodríguez,
Alberto Guillén, Alberto Hidalgo, Guillermo Mercado, José Ruiz Rosas… y ahora
el desencanto.
No solo acuso una irreverente desatención por parte de las
autoridades en el manejo de este monumento en la historia cultural de la ciudad
sino que el olvido ya linda con la estupidez y eso me ofende como lector y
ciudadano. No se puede ingresar a un lugar consagrado al saber y ver caras
destruidas por la monotonía, oír cuchicheos infames de circunstancias banales y
sobre todo respirar el aire más enrarecido de la vida. En la Biblioteca Municipal
de Arequipa no se puede respirar, carajo. Un sujeto con asma da unos pasos en
ese lugar y se muere. Así de brava está la cosa.
Me acerco al señor alto, canoso y algo conchudo le digo:
—Y no han podido colocar un sistema de ventilación en este
ambiente.
—Ya hemos pedido eso al alcalde y no nos hace caso— habla el
condenado.
Saco Hotel del Cuzco de Pablo Guevara y Choza de
Efraín Miranda. Pero eran libros que no quería. Buscaba Edad del Corazón de
Hidalgo. —No está, señor.
El desconcierto es en todos los niveles.
—A esta biblioteca le hace falta un director que sepa leer,
le digo.
Anoto ahora unos códigos medio pendejos F861.56018 / V19,
leeré pues Grafía de José Gabriel Valdivia. —No está.
—Este tampoco está.
—¿Cuál?
—Este.
Miro la ficha: F869.56 / M36 El tambo rojas y otros
poemas de Leandro Medina.
—Deben estar en el segundo piso. Todo lo que empieza con F
son revistas, me adiestra el sujeto de la triste figura.
Subo. Me atiende una “cuatro ojos” que seguro morirá de una
enfermedad extraña en los pulmones. Es insoportable el aire. Respirar allí
cuesta la vida.
Entrego mi ficha desairada en el primer nivel y la mujer
empieza con su escandaloso trabajo de buscar un texto que en su vida ha
escuchado de él.
Un siglo después encuentra algo y dice: “¡Ah, son poemas!”,
coge el pequeño formato como si fuera pescado malogrado y me lo lanza. Tanto
para esto, piensa. Sé que lo piensa. A mí no me engaña.
Sí, señores, es El tambo rojas. No leo estos poemas
desde que Leandro me los prestara un toque junto a Los muros de la ciudad que
aún circulaba en fotocopias hace como cuchucientos años antes de Cristo.
Leo sus poemas y no puedo evitar recordar mi edad de piedra
y al pata que una noche en el local de la ANEA, calle Rivero, 2do piso, año de 1995, leyó
por primera vez mis versos. Fue quien me pidió unos poemas para la revista que la Casa del Poeta publicaba; su
nombre: SABANCAYA. Formato artesanal. Fotocopia. Ver mis tres poemas aparecidos
en 1996 fue lo máximo. Ese ejemplar no lo tengo. Debe ser el número 5 o 6. Uno
de esos tres textos fue considerado en el último “Sabancaya”. Una especie de
antología, su número fue el siete y trae unas palabras de José Gabriel Valdivia
a manera de prefacio. Este poema: (El río cabalga / sobre los huesos del
mundo / Mi cuerpo se descubre y piensa: —“Todo tiempo no vivido es
mejor” / Cuánto daría por ver / a través del silencio) apertura la plaquette.
Lo escribí para ese taller de dos personas en los altos de la ANEA, en un rinconcito,
mientras Tito Cáceres y unas tías hablaban o hacían bulla impostando y tú eras
director de la Cadelpo
y yo quería ser poeta. Es decir, no sabía nada de nada.
Ya he sobrepasado el tiempo permitido en zonas devastadas o
con riesgo radiactivo, ese olor a humedad y polillas me está restando minutos,
horas… de vida. Devuelvo todo. Recibo mi carné. Salgo a la calle a respirar por
fin O2.
Esta biblioteca merece un mejor trato. No es posible que un
libro de 1884, la duodécima edición del Diccionario de la Lengua Española se
encuentre para consulta sobre un atril, deshojado y con una letra Bodoni al
aire libre. No jodan.
Por eso prefiero aislarme del centro. Cada vez que bajo al
centro, en realidad bajo.
Cambiando de tema, una forma de recuperar las cosas, de
fijar la poesía en el lugar exacto es leer los poemas de Leandro Medina,
señores:
EL TAMBO ROJAS Y OTROS POEMAS
No muy lejos las luces
Ya nada parece haber quedado
Ni el sol ni las tardes
Nada
pero alguien juega
entre los muros de sillar
como un niño indeciso
Nada de nada
Y sin embargo está todo.
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Viejo tambo empedrado
No muy lejos
No muy lejos las luces avanzan
Viejo higueral del viejo tambo empedrado
No muy lejos las luces
No muy lejos de neón
Viejo caño del viejo higueral del viejo tambo empedrado
No muy lejos las luces avanzan
No muy lejos
Sin silencio silencio