Nuevo cuentario de Orlando Mazeyra Guillén. |
UN LIBRO SOBRE UN
DIVÁN
Por José Villanueva Criales
Para leer el libro Mi
familia y otras miserias de Orlando Mazeyra Guillén es aconsejable disponer
de un cuarto ventilado y tranquilo con un diván y una silla, similar a la
oficina de un psiquiatra. En la silla nos sentaremos nosotros y en el diván
apoyaremos el libro. Luego, devotos de la rapsodomancia, abriremos una página a
la suerte.
Las historias con las que nos toparemos; entre la crónica,
la ficción y los recuerdos súper lúcidos del tercer día de la borrachera,
tienen la habilidad de vaciarse en el lector poco a poco, con gran calma y
parsimonia. Este es un libro que se absorbe por goteo, son pequeños alfileres
los que pinchan las yemas de los dedos con una naturalidad premeditada que
aleja totalmente la idea de un dolor trágico para convertirse en un complot de
memorias exiliadas y reunidas por el autor. Mazeyra ha decidido liberarse de
sus demonios poniéndoles títulos. El libro llora en el diván lo que él ya no
quiere llorar en su casa en Arequipa.
Mi familia y otras
miserias tiene la curiosa facultad de gritar silenciosamente una pesadumbre
que rueda siempre más acá de los recuerdos. La lejanía, condición esencial en
la obra, ha perdido su connotación temporal para ganar una nueva connotación
narrativa. Si bien es claro que en el libro se habla sobre relatos del pasado
que el autor ha vivido y mucho más importante: recuerda; nada hay más
equivocado que pensar en esta obra como una galería de memorias tristes. El
autor no ha evocado nada que no esté en su bolsillo en este preciso momento,
nada que no lleve consigo todos los días como un bocio lleno de alcohol barato
en el cuello. La lejanía habita la narración. Las historias son contadas de una
manera tan ausente que, aun aberrantes y grotescas, es imposible pensar que no
sigan transcurriendo ahora mismo y nunca dejen de hacerlo. La cura de Mazeyra
es la eternidad. Sólo eternizando los momentos trágicos como si hubieran sido
grabados con una cámara oculta es posible revisitarlos con serenidad; recuerdos
que se hacen más claros y menos dolorosos.
Es muy latente el retrato de relaciones familiares intensas
y descarnadas en la obra, pues para Mazeyra la familia se expone en tanto
dimensión biológica, como un sino genético insalvable del que no se puede huir
y cuyo estandarte se lleva siempre en un lugar profundo del cuerpo. Este
pensamiento otorga al libro una de sus facultades más apreciables: la de no
lamentarse. El libro es pesado como un tótem, y con este “pesado” no nos
referimos a la complejidad narrativa o estilística del mismo, el libro es
pesado porque si bien una versión final de su manuscrito ha sido entregada a la
editorial Tribal, la versión original del autor ha sido rociada con alcohol y
quemada. El último de sus puntos finales es una invocación al olvido. Si se
sigue el consejo inicial se podrá probar que el diván ha quedado marcado por el
peso de las palabras después de la sesión de lectura y el lector, atónito y conmovido, sólo podrá dar un último consejo: Señor Mazeyra,
cuide mucho de sus hijos.